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EL MEDITERRÁNEO ESTÁ QUE ARDE TRAS LA ENTRADA TURCA EN EL POLVORÍN LIBIO

Turquía envía sus tropas a Libia tras cerrar un acuerdo marítimo con el Gobierno de Trípoli. Con grandes reservas de gas al fondo y un gran club de países enfrente, este paso encarnizará la guerra y puede desencadenar un conflicto en aguas del Mediterráneo.


Las guerras en el Mediterráneo han existido desde tiempos inmemoriales y la enemistad entre vecinos ha sobrevivido al paso de los siglos. Por ejemplo, la existente entre griegos y turcos viene desde los tiempos del Imperio Bizantino y el inicio de la ocupación otomana de Grecia. Desde que Grecia consiguió su independencia en 1830, libró varias guerras para recuperar los territorios del Imperio Otomano habitados por griegos. La última se dio tras la I Guerra Mundial y la caída del Imperio Otomano, tras lo cual se intercambiaron poblaciones. El último capítulo fue en 1974, tras un intento de golpe de Estado en Grecia, cuando Turquía ocupó el norte de Chipre, cuyo control mantiene desde entonces. Pero las disputas por varias islas del mar Egeo, muchas de ellas deshabitadas, continúan aún hoy, las escaramuzas en el espacio aéreo son constantes y Turquía considera suya la soberanía de todo el territorio marítimo de Chipre.

Otro ejemplo. Cuando el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, describe la alianza militar y marítima que ha sellado con el asediado Ejecutivo de Trípoli como «histórica», como algo que vuelve a cerrar el círculo, está evocando «el glorioso pasado» del Imperio Otomano. Una especie de vuelta al pasado o, quizá mejor, un retorno del pasado al presente, de casi 100 años. Y es que Mustafa Kemal Atatürk, uno de los comandantes más condecorados del Ejército turco y fundador de la Turquía moderna, fue enviado a la ciudad libia de Derna para ayudar e expulsar a los invasores italianos.

Erdogan acaba de firmar un doble acuerdo con el Gobierno de Acuerdo Nacional libio que encabeza Fayez al-Farraj. Por una parte, se compromete a dar una asistencia militar que se antoja crucial, casi existencial, cuando Trípoli está siendo atacada por las fuerzas del Ejército Nacional Libio, dirigidas por el mariscal Jalifa Haftar, que controlan tres cuartas partes del país y son apoyadas, a diferentes niveles, por Rusia, Egipto, Jordania, Francia y Emiratos Árabes Unidos, que le han suministrado armamento sofisticado, tanques, mercenarios y dinero; además de por Sudán y Chad, que también han enviado a miles de mercenarios para apoyarlas. Por otra parte, ha firmado un acuerdo marítimo, que aunque técnicamente no sea válido bajo la legislación internacional y niega los derechos de otros países, especialmente los de Grecia, a la que niega que sus islas tengan plataforma continental y zonas económicas exclusivas, convierte a Turquía en copropietaria de una amplia franja del este del Mediterráneo y de sus vastas reservas de gas.

Aires de grandeza

Los aires de grandeza de Erdogan para convertir a Turquía en una superpotencia global que muestre su poder dominando la región no pueden ser pasados por alto, aunque no lo explican todo. Los datos indican que Turquía es una potencia de tamaño medio, con medios limitados a su disposición. Pero Erdogan repite a menudo que «el mundo es más grande que cinco», en alusión a los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU (Rusia, EEUU, China, Francia y Gran Bretaña), insinuando que por estatus internacional su país debería jugar en la misma liga.

Desde 2016, Turquía ha abierto bases militares en Qatar y Somalia, ha intervenido directamente en el norte de Siria, sus patrullas navales han expulsado de las aguas de Chipre a barcos para la explotación del gas de varios países, incluso de Israel. Y ahora, ya de manera oficial, interviene directamente en Libia, donde sus drones, sus fuerzas especiales, de defensa antiaérea, de guerra electrónica, y sus mercenarios sirios ya son una realidad en los campos de batalla.

Los poderes globales suelen tener políticas internacionales independientes que buscan influencia sobre países y regiones vecinas. Interviniendo en Libia, Ankara quiere tener voz en el futuro de aquel país, eventualmente en los lucrativos contratos para la reconstrucción, y quiere su parte del pastel en la bonanza económica que promete el gas del Mediterráneo. Pero intervenir puede ser un error colosal, el sueño neotomano puede tornarse en pesadilla, y más que mostrar poder y coraje, puede incrementar drásticamente su aislamiento.

En términos militares, Turquía apoya a la parte más débil de la guerra libia, aunque sobre el papel, el Gobierno de Trípoli sea reconocido internacionalmente. Las fuerzas que se enfrentan a ese Ejecutivo y la coalición de países que las sostienen tienen un poder financiero y de fuego remarcable, que hacen difícil pensar que Ankara pueda, por sí sola, hacerles frente.

Ese movimiento de Turquía, en teoría, sitúa a Ankara frente a Moscú, que ha olido bien la oportunidad que se abre en mitad del caos libio y ha movido sus hilos para hacerse, quizá, con un segundo enclave ruso en el Mediterráneo, idéntico al que tiene en Siria. Y como hizo en Siria, Putin ha enviado a más de mil mercenarios del Grupo Wagner para ayudar a Haftar, a gente muy bregada, especializada en designar objetivos para ataques aéreos, además de excelentes tiradores que están causando multitud de bajas entre los defensores de Trípoli. Además, con sanciones económicas de EEUU (por la compra del sistema antiaéreo ruso S-400 y la intervención militar contra los kurdos) y de la UE (por las actividades de extracción de gas en aguas chipriotas), que pueden implementarse pronto, y con muy pocos aliados alternativos, salvo Qatar y, a otro nivel, Túnez y Argelia, su aislamiento podría aumentar hasta hacerse insostenible.

Bonanza económica

En relación al acuerdo marítimo firmado con Trípoli, hay que decir que bajo las aguas que reivindica Ankara, además de vastas reservas de gas, hay proyectos de gasoductos que unirían a Israel, Chipre, Grecia e Italia, para, eventualmente, abastecer el mercado europeo. Turquía no quiere quedarse al margen, aislada, de todo ese negocio y ha despachado a sus barcos de guerra para alejar a todos los que quieran explorar y explotar el subsuelo de las aguas chipriotas.

Que el gas del Mediterráneo sea para Europa una alternativa al gas ruso –que es muchísimo más barato que el de sus competidores– o que Egipto vuelva a ser exportador de gas natural, como lo fue hasta 2012, está por ver. Los expertos y analistas financieros se muestran escépticos. Para ello, hay un largo camino a recorrer, de aguas turbulentas, plagadas de peligros que acechan. Pero, en cualquier caso, aunque no sea para exportarlo, desde que en 2011 se descubrieran los primeros depósitos, ese gas sería suficiente para el autoconsumo y el abastecimiento de los países de la región.

El acuerdo ignora especialmente a la isla griega de Creta, con una población de casi 650.000 habitantes, situada en mitad de la línea que va desde las costas de la provincia turca de Mugla hasta la ciudad de Derna, en el este de Libia, que no controla el Gobierno de Trípoli. Además, es un aviso a Egipto, Israel y Chipre de que no habrá tiempos de bonanza por el gas para nadie si no se tienen en cuenta los intereses turcos.

Para Erdogan, no dar ese paso supondría sucumbir ante un «complot para confinar a Turquía en el Mediterráneo dentro de sus aguas territoriales». E, irónicamente, ha declarado que no permitirá «acciones unilaterales», una política de «hechos consumados». Esa declaración ha sido interpretada como una medida de presión a la comunidad internacional y a los vecinos del este mediterráneo para acordar un pacto justo de las fronteras marítimas y del desarrollo y comercialización de los recursos naturales.

Ante ello, se ha constituido un «ClubMed» o frente común compuesto por Egipto, Israel, Grecia y Chipre, con compromisos de seguridad mutua, apoyado por EEUU, Francia e Italia, que tienen grandes inversiones en la industria del gas de la zona. Además, Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí, enemigos regionales de Turquía, han profundizado en las relaciones estratégicas con ese club.

Sin otros aliados y recursos a su disposición, Turquía ha enviado sus barcos de exploración y extracción de gas escoltados por su Marina a las disputadas aguas, pero esa diplomacia de los buques de guerra no ha hecho sino solidificar el apoyo occidental y de las monarquías del Golfo a los rivales de Ankara. Israel y Grecia estrechan sus lazos comerciales y militares, Francia e Italia ya realizan ejercicios navales conjuntos con Chipre, a la que EEUU, que también ha profundizado su relación con Atenas, levantará el embargo de armas en 2020.

Grecia y Chipre acusan a Turquía de usurpar sus recursos. Tras declarar «ilegal y no válido» el acuerdo y la expulsión del embajador libio de Atenas, mandaron sendas cartas de protesta al Consejo de Seguridad de la ONU, instándole a tomar acciones. La UE, que defiende a griegos y chipriotas, también cree ilegal el acuerdo y prepara una batería de sanciones. Egipto, que no olvida que Ankara fue el valedor del depuesto presidente Mohamed Morsi y de su cofradía de los Hermanos Musulmanes, clama al cielo; el presidente golpista Abdelfatah al-Sisi ha declarado que «no dejaremos a nadie controlar Libia, es un asunto de seguridad nacional de Egipto», y lanza ejercicios militares anfibios.

El campo de batalla decidirá

¿Turquía está dispuesta a aplicar el acuerdo por la fuerza? Ankara no dispone de medios marítimos para proyectar su poder, y Egipto tendría capacidad de interceptar los barcos turcos con destino a Libia si finalmente decide enfrentarse militarmente. La esperanza turca, más que la de ganar la guerra de Libia, es la de conseguir un estancamiento, especialmente en Trípoli, para intentar después un acuerdo con Moscú a imagen y semejanza del que han hecho en Siria. Pero no está claro que Moscú esté por la labor, y si Egipto materializa sus amenazas, Ankara podría verse atrapada en una espiral infernal de la que difícilmente saldría indemne.

Todo depende de lo que ocurra en el campo de batalla. Si el Gobierno de Trípoli cae, el acuerdo marítimo está muerto. Y eso indica que Libia es el teatro de una guerra de intereses y bandos interpuestos muy seria y peligrosa, de significado global.