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Netanyahu resucita en un Estado israelí a la deriva

Dabid Lazkanoiturburu (Gorka RUBIO/ARGAZKI PRESS)

La victoria electoral, a la tercera, de Benjamin Netanyahu, podría convertirse en el salvavidas para un primer ministro acosado por varios escándalos de corrupción y que afronta una primera vista judicial en dos semanas. Lo que no es baladí, cuando pocos apostaban por su futuro tras los resultados de las dos anteriores citas electorales.

El «rey Bibi» se confirma como un animal político capaz de sobrevivir en el peor escenario, y su victoria, por muy ajustada que haya sido, cobra más valor teniendo en cuenta la crisis existencial del Estado israelí.

Pero, paradójicamente, lo que el triunfo de su coalición Likud, que roza la mayoría absoluta en alianza con las formaciones ultraortodoxas, no puede ocultar, y no podrá resolver, es precisamente el alcance de esa crisis.

Una crisis que tiene que ver con la, o las, distintas identidades en el Estado israelí. Así, mientras en el siglo XX el judaísmo sionista secular era hegemónico, su primacía se ve crecientemente amenazada por el auge demográfico de los judíos ultraortodoxos (25%) y por la creciente importancia de los judíos nacionalistas religiosos (15%), a quienes el analista israelí Yedidia Stern (Vanguardia dossier, el Nuevo Israel) presenta asimismo como «ortodoxos modernos».

Esos grupos identitarios tienen su correlato en la esfera política e interaccionan, y compiten, entre sí. Y su imposibilidad de alcanzar acuerdos está en el origen tanto de la crisis de gobierno que forzó elecciones anticipadas en abril de 2019 como de la incapacidad de lograr mayorías parlamentarias, lo que ha forzado otras dos convocatorias electorales en 11 meses.

Ultraortodoxos y nacionalistas religiosos

El Likud, mezcolanza entre judaísmo secular de derecha y nacionalismo religioso, tiene una alianza histórica con los ultraortodoxos jaredíes del partido Shas (sefardíes) y los no menos rigoristas de Judaísmo Unido de la Torah (ashkenazíes), lo que le obliga a cesiones en materia de separación entre Estado y religión. Los sucesivos gobiernos de Netanyahu han mantenido y profundizado en las disposiciones que garantizan la vigencia de la ley religiosa judía (Halaja).

Dos de ellas, la que exime a los jóvenes ultraortodoxos del servicio militar obligatorio y la que garantiza la autonomía de las escuelas ultraortodoxas, son rechazadas por Yisrael Beitenu, dirigido por Avigdor Lieberman y cuyo electorado está formado mayoritariamente por inmigrantes de la extinta URSS.

Esta formación se inscribe asimismo en el campo de los judíos nacionalistas religiosos pero marca perfil propio al tener en cuenta a los 400.000 no judíos que emigraron a Israel en pleno desplome de la URSS y que reivindican su derecho a ser admitidos como ciudadanos de primera –por lo tanto judíos–, pero son renuentes a asumir un estilo de vida religioso.

La especificidad de su caladero electoral y la rivalidad política entre Lieberman y Netanyahu explica que el primero se haya negado hasta ahora a prestarle a este último los escaños que le faltan para lograr la mayoría de gobierno en la Knesset (Parlamento). Un bloqueo que podría levantar esta vez, a tenor de las declaraciones del que fuera ministro de Exteriores de Netanyahu.

Y es que sus posiciones en torno a la cuestión palestina son, si cabe, más extremas que las del propio Likud y se inscriben en la tesis de los judíos nacionalistas religiosos que sostiene que no hay acuerdo de paz ni decisión parlamentaria que les pueda obligar a renunciar a cualquier porción de tierra de lo que consideran la Israel Bíblica, lo que incluye a la Cisjordania palestina (Judea y Samaria) y más allá.

Esa primacía de la «Ley Judía» sobre el «Estado de Derecho» situa paradójicamente a Lieberman y los suyos al lado asimismo de los ultraortodoxos. Y enfrente de los sectores judíos laicos de centro y de –lo poco que queda de- la izquierda.

Los kibutz

Lejos ya los tiempos en que este sector era ampliamente mayoritario en la sociedad israelí (los kibutz o granjas colectivas eran la plasmación sobre el terreno de la idea de Estado que tenía el histórico y entonces pujante sionismo de izquierda).

Lo que tampoco fue un consuelo para la población palestina, ya que fue este sector el que lideró la creación del Estado israelí, y por tanto, la expulsión de los palestinos en 1948 (Naqba) y las sucesivas guerras que han condenado a este pueblo a la doble condición de paria y apátrida.

Esa responsabilidad, unida a los frustrantes procesos de negociación de finales del pasado siglo (Camp David, Oslo...) explican las reservas por parte palestina respecto a un centro-izquierda que, más allá de matices y a la hora de la verdad, ha priorizado su visión sionista mientras hablaba de paz. 

La Lista Conjunta Árabe, que agrupa a la mayoría de las formaciones que representan a los palestinos que sobreviven en Israel (25% de la población), ya ha anunciado que no prestará ni un escaño a la coalición de centro Azul y Blanco del general Benny Gantz.

Y es que, última y no menor paradoja, la Lista Conjunta ha sido la coalición que más ha crecido en estas elecciones. Victoria que contrasta con el sometimiento de sus votantes a un Israel que ya se reclama como un Estado judío.

En definitiva, Israel camina en una deriva identitaria y política de difícil retorno. Su única solución pasaría por encarar de una vez por todas el problema palestino. Que no es sino el problema de Israel y de su articulación política como un Estado que solo puede sobrevivir profundizando en una visión religioso-étnica para aplastar a los palestinos.

La no resolución de este dilema condena a estos últimos, pero hipoteca y condiciona a la vez el futuro de Israel.