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Covid-19 e invierno, razones para preocuparse

Más allá de las características del propio SARS-CoV-2, sobre las que todavía se desconoce mucho, las condiciones ambientales y la conducta social convierten los meses de invierno, fríos y secos, en caldo de cultivo para la expansión.

Imagen de Baiona, poco antes de la entrada en vigor del toque de queda. (Guillaume FAUVEAU)

Estamos aburridos de la pandemia. No queremos saber más del coronavirus. De hecho, creemos que lo sabemos prácticamente todo, pero lo cierto es que todavía sabemos muy poco. Fíjense, ni siquiera sabemos con total seguridad si es estacional todavía. Las versiones más optimistas auguraron que el SARS-CoV-2 desaparecería en verano, debido al calor, pero lo cierto es que los contagios no cesaron durante agosto. Sí que bajaron, pero es imposible saber qué parte de la responsabilidad cabe achacar al clima y qué parte a las medidas vigentes durante los meses estivales.

Sea como sea, ahora se nos anuncia un invierno apocalíptico, augurio que gana credibilidad observando el ritmo al que crecen los contagios las últimas semanas, sin que se haya instalado todavía el frío de verdad. ¿Será tan malo como dejan entrever las medidas que se empiezan a tomar? Nadie lo sabe a ciencia cierta –a estas alturas deberíamos haber aprendido a convivir con la incertidumbre–, pero los científicos aportan una serie de argumentos que hacen pensar que, efectivamente, el invierno puede ser terreno abonado para el crecimiento de la pandemia. Veamos.

Mucha población contagiable

En un reciente artículo en “Nature”, la epidemióloga de Princeton Rachel Baker apuntaba un primer argumento: «El vasto número de personas que todavía son susceptibles a la infección». Repasemos los apuntes de primavera. Se han desarrollado muchas variantes, pero en esencia, el modelo que sigue empleándose en epidemiología para seguir el desarrollo de una epidemia es el modelo SIR, inspirado en los trabajos de Ronald Ross con la malaria hace más de un siglo. Las siglas hacen referencia a la población susceptible, a la infectada, y a la recuperada.

Modelo SIR clásico: en verde la población susceptible, en azul la recuperada, y en naranja la infectada. (Wikipedia)

Aunque todavía queda mucho por investigar sobre la inmunidad que adquieren quienes superan la infección –insistimos: sabemos muy poco todavía–, la base del modelo SIR es sencilla: cuantas más personas pasan la infección y se recuperan, menos población susceptible queda para contagiarse. La evolución de las curvas depende de cada patógeno –de su número de reproducción básico (R)– y del contexto concreto, pero llega un momento en el que el virus no encuentra suficiente gente susceptible para seguir expandiéndose, y desaparece. Esto ocurre antes de que el 100% de la población haya pasado la infección y es lo que se conoce como la inmunidad de rebaño.

El problema en el caso del coronavirus es que el grupo de los recuperados en el seno de la población de Hego Euskal Herria era muy pequeño al acabar la primera ola. Un 3,6% de los habitantes de la CAV, y un 6,6% en Nafarroa, según el estudio del Instituto de Salud Pública Carlos III. Es decir, una inmensa mayoría de la sociedad vasca sigue siendo susceptible a infectarse y desarrollar el covid-19. Primera premisa.

El frío nos hace vulnerables

Mucha de esa población, además, va a tener la garganta irritada en invierno. No es baladí. Sin irnos hasta Princeton, lo explicó claramente en NAIZ Jesús Castilla, experto del Instituto de Salud Pública de Nafarroa: «La exposición al frío provoca una irritación que podría ser pasajera, pero que deja las defensas del organismo más vulnerables. Y los virus aprovechan y entran con más facilidad». No solo eso, «a la persona infectada, en un ambiente frío, el virus le ataca más». La conclusión de Castilla sonaba lacónica: «Pamplona, para infecciones respiratorias víricas, no es el mejor sitio».

Es decir, al margen de las características particulares del SARS-CoV-2, la cantidad de población susceptible y la mayor vulnerabilidad de esa población le va a poner las cosas más fáciles. Es esperable que el ambiente también lo haga, dado que los experimentos realizados hasta ahora apuntan a que el patógeno vive más cómodamente en ambientes fríos y secos.

Un ambiente propicio

Está demostrado, por ejemplo, que la radiación ultravioleta inactiva las partículas de SARS-CoV-2, tanto en superficies como en aerosoles, conforme se acerca a los 40ºC. También que el virus se degrada antes en superficies cálidas y húmedas. No son, precisamente las condiciones de los espacios interiores en invierno. Cada quien pone la calefacción como quiere o puede, pero una vivienda media rondará los 20ºC y hará que el ambiente sea seco. Para rematarlo, y visto que ninguna administración parece querer hacer nada para atenuar el impacto del suministro energético en las economías domésticas, vamos a ventilar las estancias lo mínimo. «Las condiciones interiores en invierno son bastante favorables para la estabilidad viral», resume para “Nature” Dylan Morris, biólogo matemático también en Princeton.

Desde la experiencia del día a día de la pandemia, el citado Jesús Castilla hablaba también de la influencia del clima en un reportaje de Aritz Intxusta publicado hace apenas dos semanas: «Que el clima influye es evidente. Aquí en Pamplona las medidas son mucho más enérgicas que en julio y, en cambio, el nivel de transmisión es diez veces más alto».

En un artículo publicado el pasado 13 de octubre, investigadores de la universidad de Connecticut analizaron los cuatro primeros meses de expansión del virus, antes de que se tomasen medidas sociosanitarias para frenarlo, y apuntaron que el SARS-CoV-2 se expandió más deprisa en los lugares que menos rayos UV recibían.

Y junto a las condiciones ambientales nos encontramos la conducta social, eslabón de primer orden en eventos pandémicos como el actual. No hace falta buscar citas y argumentos de autoridad para saber que en invierno, en lugares como Euskal Herria, pasamos mucho más tiempo en interiores que en exteriores. De nuevo, más allá de las características propias del virus, nosotros vamos a ponérselo más fácil en los meses de frío. Cuánto de fácil dependerá, más allá de lo que impongan las diferentes administraciones, de la actuación y sentido común que aplique cada uno de nosotros y nosotras.

La incógnita de la gripe

Por último, todavía está abierta la pregunta de qué pasará con la gripe. Las respuestas posibles son varias, como se recoge en esta nota de GARA. La temporada invernal en el hemisferio sur dejó noticias esperanzadoras, ya que se detectó una incidencia mucho menor de la gripe estacional. En Australia pasaron de los 298.120 casos de gripe detectados el año pasado a los 21.156 de este año; las muertes se redujeron de 812 a 36. El por qué sigue siendo motivo de discusión y como siempre en estas materias, es bastante improbable que un único factor explique el descenso.

Para los más optimistas, las medidas de higiene y distanciamiento físico aplicadas para frenar el covid-19 habrían hecho que descendiera también la gripe. Para los más escépticos, habría sido más bien la suspensión de la vigilancia de la gripe –en favor del covid-19– y la decisión de los afectados de evitar los centros sanitarios lo que explicaría buena parte de la bajada. Sin descartar que, simplemente, el coronavirus haya desplazado al virus de la gripe –también se han dado, incluso en Nafarroa, casos de coinfecciones–.

En un artículo en “The Lancet”, el director del Instituto para la Seguridad de las Vacunas del Johns Hopkins Center, Daniel Salmon, predecía recientemente que los casos de coronavirus seguirán al alza en las próximas semanas, pero aseguró esperar «que el distanciamiento social y otras medidas tengan algún efecto en la transmisión de la gripe». Veremos.

Es terriblemente complicado hacer predicciones sobre la gripe estacional, pero hay otro factor que invita al optimismo en este punto, y es que el número de personas vacunadas va a crecer mucho este año, según se ha visto en el arranque de la campaña. Es algo que también debiera ayudar a mitigar la incidencia de una gripe que, si se extendiese como en un año ordinario, podría llevar los hospitales al colapso definitivo. No lo dice ninguna universidad estadounidense, lo dijo Jesús Calleja en este mismo medio: «Podemos tener la gota que desborde el vaso». Más si entramos en el frío de verdad, el del invierno, con una incidencia tan elevada como la actual.