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Otorgar autoridad para anular el debate sobre política económica

El de Economía nada tiene que ver con el resto de premios Nobel. Fue patrocinado mucho más tarde por el Banco de Suecia. Su principal cometido, nunca explicitado, ha sido investir de autoridad a ciertos economistas con el fin de debilitar el debate económico, que es eminentemente político.

Sala en la que se entrega el Nobel de Economía. (Frederik SANDBERG/AFP)

A partir de que Karl Marx formulara de manera explícita que en una sociedad dividida en clases, cada una de las cuales defiende intereses no coincidentes y a veces abiertamente contrapuestos, la economía, como el resto de las ciencias sociales, tenía carácter de clase –es decir, que las ciencias sociales en general, y la economía política en particular, no podían estar al margen de los conflictos sociales–, se quiera o no, sus análisis y sus conclusiones se ven atravesadas por esa lucha entre diferentes clases sociales y grupos de interés y, en consecuencia, el trabajo de los economistas está fuertemente condicionado por sus posiciones ideológicas.

En el pasado este hecho era asumido de manera general e incluso había sido formulado por la corriente oficial mayoritaria en la economía: la liberal. Sirva como ejemplo que uno de los más influyentes economistas del siglo XX, Joseph Alois Schumpeter, señaló en un trabajo sobre el método económico que cualquier investigación siempre llegaba precedida por una visión del investigador que de alguna manera encuadraba el trabajo a realizar, y definió esa visión previa como «casi ideológica por definición».

Ese carácter de clase suponía y supone una importante tara para sus conclusiones, tanto que seguramente sería más correcto considerar la economía como un conjunto de saberes más que una ciencia en el sentido estricto. El hecho de que esas conclusiones teóricas sirvan para formular modelos de actuación hace que sea un campo de batalla en el que los participantes tratan de servirse de sus elaboraciones en función de sus propios intereses.

Como sus conclusiones son controvertidas por definición, uno de los modos de dotar a la economía de ese halo de verdad indiscutible fue matematizar sus desarrollos eliminando de los mismos cualquier discusión sobre cuestiones de tipo más o menos político, o moral como se decía antiguamente. La escuela liberal dominante trató de convertir a la economía en una ciencia exacta a imagen y semejanza de la física de Newton.

Ese afán continúa en la actualidad. Wassily Leontief, premio nobel de Economía en 1973, fue una de las personas que desarrolló las tablas input-output que sirven el actualidad de base para la contabilidad nacional, para el cálculo del famoso PIB. En un artículo sobre la ciencia económica académica, en el que criticaba las decenas de modelos matemáticos que no aportaban absolutamente nada a la comprensión del funcionamiento de los sistemas económicos reales, terminaba diciendo que «los métodos para mantener la disciplina intelectual en la más influyentes instituciones económicas recuerdan a menudo los métodos que utilizaba la infantería de marina en tiempos de la Segunda Guerra Mundial». Hubo, por tanto, un impulso consciente que continúa en la actualidad.

Sin embargo, las matemáticas no lograron terminar completamente con los debates que subyacen a sus desarrollos. Los presupuestos de los modelos seguían siendo controvertidos. Sin un criterio de verdad definitivo, los liberales optaron por afianzar otra línea con la que eliminar ese carácter discutible de los postulados económicos, que fue la de imponer el criterio de autoridad.

Una de las formas de sancionar ese criterio de autoridad es mediante un premio. Y qué mejor galardón que el Nobel para dar relieve a aquellas personas y teorías que más interesan en cada momento. Así, en 1968, cuando el mundo bullía con revueltas en París y en México, la Unión Soviética iba por delante en la carrera espacial y los países colonizados proclamaban su independencia, el Banco de Suecia instituyó el premio Nobel de Economía. En realidad nada tiene que ver con la herencia de Alfred Nobel, pero el galardón del banco central sueco lleva un apellido que le da lustre.

Concedido por primera vez en 1969, la nómina de premiados da una idea bastante aproximada de las cuestiones sobre las que quería sentar cátedra: los modelos matemáticos sobre el desarrollo, la teoría de juegos y las finanzas predominan sobre cualquier otra materia.

En la larga lista de laureados solo ha habido dos mujeres premiadas que resumen la filosofía del galardón. La primera, Elinor Ostrom, consiguió el premio nada menos que en 2009, tras la crisis financiara, por un trabajo en los márgenes de la ortodoxia: la gestión de los bienes comunales. Para compensar, el Banco de Suecia galardonó también ese año a Oliver E. Williamson, cuyos trabajos sobre los costos de transacción entran de lleno dentro de la ortodoxia dominante. En 2019 fue galardonada Esther Duflo por sus trabajos para aliviar la pobreza. Un trabajo fundamentalmente empírico que tampoco cuestiona los fundamentos de la ortodoxia. Cabe destacar, por ejemplo, que entre los premiados no haya ni un solo chino y, sin embargo, Pekín anunció en noviembre que había erradicado la pobreza absoluta en un país de 1.400 millones de habitantes. Cuando se instituyó el Nobel, hace cincuenta años, era un país extremadamente pobre. Guste o no, un logro extraordinario.&hTab;

El poder de la autoridad es algo que no ha pasado desapercibido para los economistas. Quizás el más claro fuera John Maynard Keynes cuando escribió que «las ideas de los economistas y filósofos políticos, tanto cuando son acertadas como cuando son erróneas, tienen más poder de lo que normalmente se cree. De hecho, el mundo apenas está gobernado por otra cosa. Los hombres prácticos que se creen exentos por completo de cualquier otra influencia intelectual son generalmente esclavos de algún economista difunto». De las palabras de Keynes se deduce que la élite que domina el mundo no podía dejar ese flanco descubierto... y qué mejor que un premio para cubrirlo con «autoridad».

Contra la idea de un premio Nobel para economistas se han revuelto hasta los más honrados pensadores de la escuela neoliberal. Uno de sus más eminentes representantes, el austriaco August von Hayek, también premio Nobel de Economía en 1974, en su discurso de aceptación comentó que, si le hubieran consultado a él sobre la posibilidad de establecer un galardón como este, lo habría desaconsejado. Razonó su rechazo diciendo: «El premio Nobel confiere a un individuo una autoridad que en economía ningún hombre debería poseer».

Hayek creía, no sin razón, que un galardón no era tan importante en las ciencias naturales porque la influencia sobre otros expertos es limitada; sin embargo, opinaba que «la influencia del economista que importa principalmente es una influencia sobre los legos: políticos, periodistas, funcionarios y el público en general».

Hayek no habló de clases, pero sí de lo perniciosa que puede resultar la influencia que ejercen los economistas a la hora de abordar cuestiones sociales que muchas veces escapan a su competencia, al ser directamente temas que se han de dilucidar en el ámbito político.

Durante su discurso recordó las palabras de otro destacado economista liberal de principios del siglo XX, Alfred Marshall, que también se distinguió por matematizar los presupuestos económicos, aunque en sus trabajos siempre dejó constancia de manera clara que es lo que subyacía bajo ellos. Marshall escribió: «Los estudiantes de ciencias sociales deben temer la aprobación popular: el mal está con ellos cuando todos los hombres hablan bien de ellos».

Las matemáticas, la férrea disciplina en el mundo académico, el criterio de autoridad han ido reduciendo el debate sobre política económica a la nada. La pobreza de los desarrollos teóricos y su incapacidad para afrontar los problemas económicos actuales son una pequeña muestra de la crisis en la que la economía está sumida. Una cosa es ser consciente de los límites que imponen las visiones ideológicas a los trabajos económicos y otra muy distinta es pretender imponer una única verdad sin ningún tipo de debate ni contraste.

Este vaciamiento del debate sobre política económica es una tendencia que va más allá del ámbito teórico y se ha asentado firmemente en la gestión política que ha tratado de sacar a instituciones relevantes para la gestión económica del debate político. Así, por ejemplo, los bancos centrales siempre actuaron en coordinación con las políticas económicas que diseñaban los gobiernos, de modo que la política monetaria era una variable más de la gobernanza económica. Con la revolución conservadora, se impuso el criterio de que debían ser entidades independientes del gobierno, dirigidas, cómo no, por alguna autoridad independiente. De este modo, lograron sacar la política monetaria también del debate político. El Banco Central Europeo y el euro son la quintaesencia de este proceso.

Ese mismo modus operandi se utiliza cada vez que aparece una cuestión controvertida. Por ejemplo, el rigor presupuestario impuesto tras la anterior crisis económica ha provocado enormes tensiones y grandes debates políticos en todos los países. Para amortiguar esos debates e imponer sus criterios, la Unión Europea ha impulsado la creación de autoridades fiscales independientes en todos y cada uno de los socios. En el caso del Estado español fue creada en 2013, se llama Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) y su objetivo es garantizar la estabilidad presupuestaria y la sostenibilidad financiera, es decir, que pase lo que pase no se gaste más de lo que se ingresa. Cuando la inventaron no contaron con que una pandemia iba a hacer que sus esfuerzos para mantener el rigor fiscal resultarían baldíos. La necesidad ha tumbado este año todo su sentido.

Matemáticas, premios o instituciones independientes, todos estos movimientos tienen un único sentido: evitar el debate sobre las cuestiones económicas. Se está hurtando a la sociedad la posibilidad de debatir y contrastar temas claves en la organización social y económica. Pero lo que es más grave todavía es que de ese modo se está robando a la gente la política, que, vaciada de todo contenido, solo sirve para el insulto y el zasca.

Y, si usando este tipo de argucias se suprime el debate político sobre cuestiones fundamentales para la organización social, la democracia se vacía de contenido y también de todo sentido.