¿Puede realmente cambiar el talibán?
¿Son los talibanes que han vuelto al poder a Kabul los mismos que en 1996, y tras dos años de ofensiva, se hicieron con el poder tras acabar con los corruptos reinos de Taifas de los señores de la guerra afganos e instauraron una teocracia rigorista propia de la Edad Media más oscura?
Los cinco años (hasta 2001) durante los que gobernaron con mano de hierro rigorista los destinos del país centroasiático y las dos décadas de resistencia contra la ocupación estadounidense han servido de aprendizaje para un movimiento, el talibán, que vuelve a concitar la atención, y el temor, del mundo.
Muchos son los tópicos y pocas las certezas sobre un movimiento difícil de comprender y catalogar desde un prisma occidental.
Nada mejor, por tanto, que volver a sus orígenes para entender el presente de los talibanes y anticipar, en la medida de lo posible, el futuro de Afganistán.
Su origen se sitúa en el sur de Afganistán, de mayoría pastún, etnia a su vez mayoritaria en el conjunto del mosaico de pueblos que conforman el país.
De entre todas las facciones que lucharon contra la ocupación soviética, el partido Harakat era el que mejor integraba el código tribal de los pastunes, el pashtunwali, frente a otros grupos de corte islamista más clásico como Hizb-i-Islami y Jamiat i-Islami.
Contrariamente a algunas versiones, fueron estos últimos los que más ayuda militar recibieron por parte de Arabia Saudí y de la CIA estadounidense contra el Ejército Rojo.
Harakat, fuerte en la provincia de Kandahar y en el sur, seguía su propia agenda, una mezcla de tribalismo pastún, con su estricto código de honor, y de seguimiento de la corriente deobandi, una suerte de wahabismo o retorno a los orígenes de los primeros tiempos de Mahoma pero nacida en India y extendida a Afganistán y Pakistán.
Harakat recluta a sus partidarios entre los estudiantes de las madrasas o escuelas coránicas. El estudiante, o talib, se convertirá tras años de formación en mulah, que ejerce como profesor de religión y oficiante de matrimonios, nacimientos y defunciones en la aldea, además de asumir la función de juez local.
Primavera de 1994. Dos adolescentes son secuestradas y violadas en manada por mujahidines de una de las tres facciones que siembran desde hace años el terror y el pillaje en la provincia de Kandahar. El mulah Omar reúne a treinta talibán (plural de talib) que consiguen liberar a las muchachas y cuelgan a los milicianos del cañón de un tanque.
Ha nacido el movimiento talibán
Con la ayuda logística y militar del servicio secreto de Pakistán (ISI), los talibanes lograrán arrinconar en dos años a los señores de la guerra e instaurarán en 1996 la sharia (ley islámica) en el 90% del país.
Su código de honor y su rigorismo profético les llevan a imponer el burka a las mujeres, a prohibir o a lo sumo limitar la escolarización de las niñas al aprendizaje del Corán, a castigar con lapidaciones y mutilaciones los delitos y a todo tipo de exacciones.
Paralelamente, y amparándose en la hospitalidad islámica, dan refugio a Al Qaeda mientras ofrecen apoyo a las luchas de liberación de corte islamista-yihadista en todo el mundo. Su régimen solo será reconocido por sus mentores militares de Pakistán y por las satrapías wahabitas de Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos, en el Golfo Pérsico.
Pese a que los EEUU de Bill Clinton los vieron en un principio con simpatía –hay quien asegura que con algo más, incluido apoyo– porque podían poner orden en un país vital para el tránsito del petróleo del Mar Caspio (sorteando Irán y Rusia), los halcones de Washington ven el 11-S como una oportunidad inmejorable para dar un salto y tomar el control militar del inestable país.
Así, empieza una campaña de bombardeos que, en apenas dos meses escasos, y con los señores de la guerra unidos en torno a la Alianza del Norte, desaloja a los talibanes de las grandes ciudades y les lleva a refugiarse, sin apenas ofrecer resistencia, en el Afganistán rural, y en el patio trasero paquistaní.
Un intento talibán de negociar su reconocimiento del gobierno títere de Kabul es rechazado sin contemplaciones tanto por Washington como por los reforzados señores de la guerra, lo que les condena a una larga lucha de resistencia.
Pero la paciencia es una virtud afgana. Año tras año, sobre todo desde 2007, las ofensivas militares talibanes de primavera van conquistando territorio y dejando en evidencia que la afgana es una guerra que EEUU nunca podrá ganar.
Cuentan para ello con el apoyo creciente de una población históricamente indómita frente a las ocupaciones extranjeras, harta de la corrupción de los viejos señores de la guerra reaupados al poder, y no menos cansada por decenios de guerra y una campaña insistente de atentados que dinamita su escasa confianza en las instituciones.
Pero, como ha demostrado la fulgurante campaña que les ha llevado a Kabul en 10 días, la pericia de los talibán no se limita a la de la clásica guerra de guerrillas, aderezada con atentados en centros urbanos..
Porque en realidad esa campaña comenzó mucho antes, antes incluso del inicio de la ofensiva de primavera anual, el pasado mes de mayo.
Cuando Donald Trump firma en febrero de 2020 en Doha (Qatar) el acuerdo con los talibán por el que se compromete a la retirada estadounidense a cambio de garantías de seguridad para sus tropas, y de un genérico compromiso de que negociarán el reparto de poder con Kabul, los talibanes sienten que han ganado.
Y en vez de negociar con el gobierno títere afgano inician una guerra sicológica con la que, con una mezcla de promesas de perdón y amenazas, unida a atentados selectivos, minan la moral de las autoridades locales y de unos soldados que van dejando de percibir la soldada del Pentágono en pleno repliegue, dinero que se queda en los bolsillos de los políticos de Kabul.
Los talibanes tantean a gobernadores provinciales e incluso a ministros para ganarse, si no su apoyo, al menos su neutralidad. Su estrategia se revelará a la postre eficaz y exitosa.
La ratificación por parte del presidente Joe Biden de la retirada definitiva, a la que pone fecha el 1 de setiembre, es la señal para el asalto definitivo al poder.
Una tras otra, las principales ciudades del país caen prácticamente sin que rsuene un solo tiro. Solo hay algo de resistencia en provincias del sur como Lashkar Gah o en Herat (oeste), donde el líder mujahidin antisoviético y feroz opositor de los talibanes acaba capitulando y firmando su rendición.
Batallones enteros se rinden, muchos de ellos faltos de munición. Otros simplemente se pasan a la resistencia, porque los talibanes se han infiltrado con éxito durante años en los cuarteles, recibiendo adiestramiento militar occidental y desertando cuando o si les convenía.
Dos señores de la guerra, el uzbeko de infausto recuerdo Abdul Rashid Dostum y Atta Mohammad Noor huirán a la vecina Uzbekistán tras denunciar la traición del Ejército afgano. Sus milicias tiran sus armas y uniformes a los arcenes de las carreteras.
Los talibanes se hacen con un armamento, el del Ejército afgano, made in USA y de última generación. Quizás el consuelo para Washington es que acaso no sepan utilizarlo.
Pero no son tontos. Y no son ese grupo de estudiantes que dijo «hasta aquí» a los desmanes de los mujahidines en las aldeas de Kandahar hace 30 años.
Siguen contando con el consejo de su mentor paquistaní, pero hablan inglés y ya en 2018 militares británicos destinados en Afganistán aseguraban que «parecen contar en sus filas con diplomados afgano-paquistaníes en Oxford o Cambridge».
Advertencia esta que denota ese complejo de superioridad tan británico como caduco pero que sirve para explicar cómo es posible que semejante atajo de andrajosos estudiantes del Corán sean recibidos en las cancillerías de Pekín, Moscú, Teherán y Ankara y que firmaran en Qatar) un acuerdo con la todavía primera potencia mundial.
Mucho se escribe estos días sobre las distintas corrientes del movimiento talibán, sobre si prevalecerán los dirigentes bregados en las artes de la diplomacia en Doha (capital qatarí) y otros exilios o esa masa de decenas de miles de combatientes procedentes de aldeas y del lumpenproletariado de las ciudades que entienden poco de compromisos y componendas internacionales y que, pobres y analfabetos, han aprendido –o les han enseñado– a creer en aquella Arcadia feliz y pura de los tiempos del Profeta, tan falsa como todos los mitos milenaristas.
Por de pronto, el poder talibán ha declarado la «amnistía general», el fin de la producción de opio (es la primera potencia mundial) y que las mujeres podrán trabajar. «No queremos que nadie salga del país, este es su país, esta es nuestra patria común, tenemos valores comunes, religión común, nación común (…)», ha asegurado el principal portavoz talibán, Zabihulla Mujahid, que por primera vez en décadas se mostraba en público.
Suhail Shaheen, portavoz de la delegación política talibán en Doha, prometía en declaraciones a la cadena británica «Sky News» que no reimpondrán el uso obligatorio del burka señalando, evasivo, que «existen otros tipos de hijab (velos)». Todavía no ha precisado sus preferencias.
Asimismo, Shaheen ha prometido que las mujeres podrán estudiar. «Ellas podrán recibir educación desde primaria hasta la universidad. Lo dijimos en las conferencias internacionales de Moscú y de Doha y lo mantenemos», insiste.
El tiempo dirá si estamos ante propósito de enmienda aunque está claro que los afganos, y sobre todo las mujeres de ese otro Afganistán urbano –que existe– o que no comulga con interpretaciones rigoristas del islam, perderán los pocos pero innegables avances de estos años.
Está por ver además hasta dónde se corresponde con la realidad ese cambio de tono talibán.
Porque, junto con la paciencia estratégica, la perseverancia y la tenacidad –nacida de una fe ciega–, el arte de la taghiya (disimulo o promesa incumplida) es un principio consagrado en las visiones más rigoristas del islam. Al igual que en otras religiones, incluso seculares, como la diplomacia y la política, en Oriente y en Occidente. Y si no que se lo digan a Biden. O sobre todo a los miles de colaboracionistas afganos en espera de un avión que les saque del país.