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Viaje al corazón del conflicto en el centro de Mali

Ya sean soldados, estudiantes, maestros o yihadistas, todos están atrapados en el círculo vicioso de la violencia que azota el centro de Mali desde 2015, donde tuvieron que aprender a sobrevivir, defenderse o combatir. Cada uno representa una faceta del conflicto.

Serie de imágenes anónimas. (Michelle CATTANI | AFP)

Durante un año y medio, para documentar una realidad humana a menudo opacada por el recuento de muertos, la agencia France Presse ha recogido el testimonio de ocho personas que tuvieron que cambiar de vida.

Las entrevistas se han realizado en diferentes momentos en la capital Bamako, así como en Mopti y Sevaré, en una zona de acceso complicado y peligroso para los periodistas y el personal humanitario.

En esta región del ‘centro del Mali’ en el Sahel, la violencia se inició en 2015 con la aparición de un grupo yihadista liderado por el predicador fulani Amadou Koufa.

Afiliado a la nebulosa Al-Qaeda, el grupo rechaza la existencia de cualquier Estado y quiere imponer una sociedad islámica. Buscó hombres en la comunidad fulani, marginada, antes de diversificarse. Con su emergencia se avivaron viejos antagonismos entre comunidades, en torno a la tierra, en particular.

Se formaron grupos que querían garantizar la defensa de su comunidad, como Dan Nan Ambassagou, en el seno de los dogón. El ejército ha sido acusado por algunas ONG de colaborar puntualmente con ellos para luchar contra los yihadistas. Unas 200.000 personas han huido de la violencia, y miles murieron.

Los ocho ex habitantes de estos lugares marcados por la violencia hablaron a la AFP pidiendo que no se pueda identificarlos, por temor a represalias. Sus nombres han sido cambiados.

Aceptaron brindar testimonio de una realidad determinada en un momento preciso para mostrar la complejidad del conflicto en el centro de Mali, círculo vicioso de amalgamas, ciclos de represalia y reclutamiento.

Georges, miliciano dogón: «Nunca regresé»

Georges. (Michelle CATTANI / AFP)

Georges, director de hotel en la sabana dogón, de unos 40 años, vio llegar la guerra en 2017. Los turistas dejaron de visitar el lugar, aparecieron las armas y él se sumó a una milicia dogón. «Nunca hubo problemas entre los fulani y los dogón. Pero poco a poco aparecieron (...)», cuenta.

«Los fulani problemáticos (yihadistas) llegaron luego, y se nos contaba que atacaban los pueblos vecinos. Teníamos que defendernos», explica.

«Cuidábamos la ruta, pedíamos algo a la gente para comprar cigarrillos o víveres. Pero luego empezaron las peleas. Algunos bebían demasiado, aprovechaban su poder. En un cierto momento, comprendí. Ya no combatíamos contra los yihadistas. Chantajeábamos a la gente, incluso a los propios dogón (...). Entonces fui a ver al jefe y le dije que tenía que irme a Bamako. Y nunca más regresé».

Georges vive hoy en la capital de Malí, donde trabaja en obras de construcción.

Fatoumata, colegiala: «Debieron creer que estaba muerta»

Fatoumata. (Michelle CATTANI / AFP)

Fatoumata, de 14 años, es tímida y mira hacia el suelo cuando recuerda la sangrienta noche del 23 de marzo de 2019. Hombres armados llegaron a la parte fulani del pueblo de Ogossagou. La milicia prodogón Dan Nan Ambassagou fue acusada de lo ocurrido. Se abrió una investigación cuyos resultados no fueron aún divulgados.

«El ataque (...) se produjo al inicio de la temporada de cosecha. Amanecía. Rodearon el pueblo, empezaron a disparar», recuerda.

«Nos escondimos en la cabaña. Desde afuera nos disparaban. Salí corriendo, entré a otra cabaña con mi madre. Nos agachamos pero los hombres entraron, dispararon contra toda la gente que se encontraba ahí».

«Eramos ocho en la cabaña. Seis murieron. Sentí dolor en las piernas, me desmayé. Debieron creer que estaba muerta. Cuando desperté, los equipos de socorro estaban ahí. Abrí los ojos, mi madre estaba ahí, al lado. Muerta».

Al menos 157 personas murieron esa noche, Fatoumata, que sufrió fracturas en las dos piernas, halló refugio en un campamento de desplazados de Mopti, la capital regional.

Sidiki, maestro: las escuelas cerraban

Sidiki. (Michele CATTANI /AFP)

Los yihadistas de Amadou Koufa atacan todos los símbolos del Estado y del mundo occidental en la región. Las escuelas son un objetivo. Cerca de 1.000 están cerradas. Sidiki, un amable dogón de 36 años, tenía la ambición de dirigir una.

«Sabíamos que la situación no era buena(...). Eran las 11.45 de aquel miércoles (...). El ruido de las motos fue ensordecedor, rodearon la escuela. Escuchamos las ráfagas (de disparos). Tiraban al aire y contra los portales. Nos juntaron a todos en el exterior, profesores y alumnos. (...) Se dirigieron al director: ‘¿Por qué? Te habíamos dicho que cierres la escuela’. Empezaron a golpearlo.Teníamos lágrimas en los ojos, pero nos mantuvimos dignos. Me golpearon también. Me di cuenta de todo al volver a casa. Con mi mujer nos fuimos», recuerda.
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Sidiki vive ahora en una gran ciudad del centro del país. No tiene trabajo y quisiera volver a enseñar.

Bachir, periodista: fulani no significa yihadista

Bachir. (Michelle CATTANI / AFP)

Bachir, un fulani de 42 años, tiene la sonrisa fácil pero la voz grave cuando cuenta la «injusticia» de su doble pena: primero los yihadistas lo acusaron de ser un informante del ejército, y luego los dogón lo acusaron de ser yihadista.

«Que los yihadistas me acusen de ser informante porque trabajo en la radio, no me sorprende, porque ellos no comprenden nada. Pero que la población piense que porque soy fulani soy yihadista, es una amalgama», afirma.

Bachir se ha convertido en profesor de árabe en una ciudad del centro. Colabora siempre, a distancia, con su radio.

Rokia, pescadora: «Nunca más los vimos»

Rokia. (Michelle CATTANI / AFP)

Entre el olor a pescado y bajo la nube de moscas que sobrevuelan su pequeña cabaña de paja, Rokia, de unos 50 años, solloza. Gran parte de su familia fue secuestrada en 2018 a orillas del río Níger.

«Íbamos en cinco piraguas. Hombres armados desde la orilla nos hicieron señales. Era un puesto de control» yihadista.

«Si no nos deteníamos, nos mataban. Pidieron que los hombres bajasen. Entre las 23 personas, estaba mi marido Ba, mis hermanos Amadou y Sinbarma, mis hijos Mahamat y Lassana».

«Fui a hablar con los yihadistas, les dije que no habíamos hecho nada (...) que solamente queríamos pescar. Me dijeron que ellos estaban ahí por Dios (...). No sé por qué hicieron eso».

«Han pasado tres años y no he vuelto a ver a mi marido, a mis hermanos, a mis hijos. Mi vida ya no tiene sentido», recuerda.

Rokia y las mujeres de la familia viven ahora en los alrededores de Mopti. Ya no pescan y sobreviven gracias a la ayuda de ONG locales.

Bilal: con los yihadistas para salir del paso

Bilal. (Michele CATTANI / AFP)

Revendedor de pescado ahumado para los bozo, Bilal, de 37 años, no lograba ganar suficiente. El comercio de pescado, uno de los pulmones de la economía local, se vio afectado por la inseguridad. Cuando un amigo le propuso un pequeño trabajo, no dudó.

«Me fui al monte para verlos a través de un intermediario. Me propusieron quedarme. Durante los tres primeros meses encontré ahí amigos de infancia y de la madrasa (escuela coránica). Hacía mandados: traer agua, limpiar motos. La base estaba en el bosque, todo era muy organizado».

«Estaba convencido de que esa gente que ellos llaman yihadistas tenían más respeto por el ser humano que el ejército. No se creían por encima de las reglas, contrariamente a los militares. La gente a la que atacan no respeta la sharia. Es una batalla contra la injusticia del Estado», sostiene.

Había gente de todas las comunidades en el grupo, pero muchos fulani por supuesto. Yo soy bamanan (bambara). Me di cuenta que no tenían medios para aplicar la sharia como decían. Entonces algunos robaban, atacaban pueblos para obtener comida y ganado».

«Fui a ver al juez en el campamento, pero no quiso hacer nada. Mientras me dormía analizaba todas las noches mi vida. Pienso haber sido siempre una buena persona. ¿Podía participar en esos ataques a la gente solo para comer?».

«Extrañaba a mi mujer. Cuando nos casamos su familia me la encomendó y yo la abandoné. Eso duró varias noches. Cada vez me convencía más. Para irme fui a ver a un chamán durante una compra que debía hacer. Él me ayudó».

Bilal está alerta y tiene una mirada penetrante. Vive de manera anónima en una gran ciudad y aprende albañilería. Su mujer ya no lo quiere ver.

Kassim, comerciante: «Quieren crear odio»

Kassim. (Michelle CATTANI / AFP)

Kassim, de 42 años, de imponente físico y barba corta, es un comerciante fulani. Vive en una ciudad cruzada por una carretera. Las infiltraciones yihadistas son muchas, así como los soldados malienses.

«Era un lunes a las 15.00. Estaba con dos jóvenes y sus animales hablando al lado de la carretera. Había ovejas y cabras. Una camioneta militar llegó y se detuvo. Nos dijeron que nos subiéramos, les pregunté porqué».

«Como soy presidente conocido de una asociación, les dije que fueran a ver al alcalde, al subprefecto, para confirmar mi identidad. No me dijeron nada, solo que tenían una información. ¡Yo soy fulani, pero no soy yihadista!».

«En la parte trasera de la camioneta estábamos atados de pies y manos, con los ojos vendados. Pasamos 24 horas sin comer ni beber. Nos quitaron las vendas de los ojos para tomar una foto, y agregaron un arma que no era nuestra. Luego nos llevaron a la gendarmería».

Ahí nos dijeron que teníamos armas y moto. Sí era cierto lo de la moto, que era la de la asociación, ¡pero no las armas! Fue culpa de la foto. Es falso».

«Finalmente, nos llevaron a Bamako. La detención duró 28 días hasta que nos liberaron. Piensan que nosotros los fulani estamos todos de acuerdo con la yihad. Quieren provocar odio entre las comunidades. Hacen eso no para construir, sino para destruir Malí».

Kassim regresó a su ciudad, porque dice no haber tenido otra alternativa. Le gustaría irse.

Malick, soldado: «Mis compañeros partidos en dos»

Malick. (Michelle CATTANI / AFP)

En primera línea, los militares malienses están desplegados en dos campamentos retirados. Cuando salen de sus bases se exponen a las minas artesanales, uno de los modos operativos favoritos de los yihadistas, así como a ataques a campamentos o caravanas.

«En el lugar, a la mañana, tomas mucho café pero de mala calidad. Falta comida, medicamentos y municiones. Una mañana (de los últimos años, no quiere ser más preciso) en el campamento nos alertaron. Eran las 11.00. Partimos, la carretera estaba entre dos colinas».

«Quince personas, cuatro vehículos, entre ellos dos camionetas, ningún blindado. Vamos por la carretera y de repente hay una fuerte explosión. Los oídos zumban. Abro los ojos y veo a mis dos compañeros partidos en dos, con los intestinos afuera. Otro estaba muerto. El vehículo explotó. La imagen quedó grabada para siempre».

«Cuando me di cuenta, ya nos disparaban. Había matorrales altos y estaban escondidos ahí. Duró veinte minutos. No teníamos suficientes municiones y ellos no paraban de disparar».

«Logramos replegarnos bajo el fuego reptando sobre el asfalto. No me gustaría que nadie experimente la explosión de una mina. En el centro, a menudo los yihadistas son fulani y las utilizan contra nosotros. Dios decide todo, pero sé que la guerra no es la solución».

Malick, de unos treinta años, fue atendido sicológicamente durante meses. Vive en Bamako a la espera de un nuevo destino.