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El oso ruso se despereza y saca sus garras en pleno invierno

Occidente ha pecado por enésima vez de subestimar la capacidad de resurgir de Rusia, que tiene varias opciones en su órdago en Ucrania. No obstante, afronta riesgos y no puede enajenarse a Europa.

El presidente Putin habla con el Consejo de Seguridad de la ONU por videoconferencia. (AFP)

La geografía y la historia nos demuestran que nunca podemos subestimar a un país como Rusia. Su resurgimiento parcial en nuestra época, tras la desintegración del imperio soviético, forma parte de una vieja historia. Lo advertía el analista estadounidense Robert D. Kaplan, en «La venganza de la geografía», allá por 2012. 

Ha llovido desde entonces. La Rusia de Putin desembarcó en 2014 en Oriente Medio con sus bombarderos en apoyo al régimen sirio, apuntalando su presencia en el Mediterráneo (puerto de Tartus) y cubriendo el vacío dejado por el repliegue de EEUU en el Pacífico. Y se ha lanzado, con sus mercenarios de Wagner, al asalto de África (Libia, Mali, Burkina…), aprovechando la animadversión que provoca la antigua metrópoli francesa en la Francafrique, asolada por el yihadismo.

Occidente ha minimizado históricamente la capacidad, incluso sacrificial, de Rusia para sobreponerse a sus convulsiones históricas por encima de sus debilidades internas y de las presiones externas. Les ocurrió a Napoleón y a Hitler, que pagaron con el derrocamiento de sus regímenes sus fracasadas invasiones (1812 y 1941). Le pasó a EEUU antes de la Guerra Fría y ahora, cuando pensaba que lo que quedaba de Rusia era ya un imperio fallido.

Quizás sea ese error de cálculo el que explica el histrionismo con el que Washington y sus más firmes aliados en Europa (Gran Bretaña y los países del este) están reaccionando con el envío de armamento y refuerzos a la región.

Hay un argumento que sostiene que los líderes occidentales estarían atizando esta crisis para desviar la atención de sus problemas internos. 

Honestamente, no creo que a Biden le interese ahora enfangarse en un conflicto en Ucrania y me da que el británico Johnson está más atento a la investigación del Partygate  que a Ucrania. 

El alemán Scholz, que acaba de inaugurar un Gobierno con los verdes y los liberales, nada contemporizadores con Moscú, no sabe ni dónde meterse con la dependencia germana del gas ruso (Nord Stream II). 

El único líder europeo que sí está aprovechando la crisis ucraniana para sacar pecho es el francés Macron, pero para postularse como estadista de talla mundial de cara a las presidenciales de abril. 

No es este el único argumento cogido por los pelos. Como un efecto espejo respecto al ninguneo a Rusia por parte de Occidente, algunos sectores de la izquierda antiimperialista relativizan las ambiciones de Moscú, como si Rusia fuera geopolíticamente inocente.  

Nunca lo ha sido, ni en tiempos de la URSS ni en la era Putin. El oso ruso no es un gatito y la extrema derecha europea, demasiadas veces mucho más atinada en sus diagnósticos, lo ve. Y buena parte de ella le apoya.

Sin obviar las provocaciones de EEUU y de sus aliados europeos con las sucesivas ampliaciones al este de la OTAN, conviene no olvidar que ha sido Rusia, con sus movimientos de tropas, la que ha elegido el tempus y ha provocado la actual crisis prebélica.

Reconociendo el derecho de Rusia, como del resto del mundo, a mover sus tropas o a hacer maniobras militares de común acuerdo con países vecinos (léase Bielorrusia), otra cosa es el debate sobre su justificación o su sinrazón temeraria o sobre su alcance.

Dentro de una guerra de cifras, Washington seguro que infla los datos sobre las tropas rusas y sus amenazas mientras que Moscú los minimiza y mantiene en secreto, reconociendo, eso sí, su despliegue.

Entramos en la cuestión del momento elegido por Rusia para lanzar su órdago. Casualmente, Putin presentaba sus exigencias a EEUU y a la OTAN el 21 de diciembre, en el inicio del invierno, mensaje a una Europa que tiembla de frío solo de pensar que Rusia corte el grifo del gas.

En un momento, además, de debilidad política de la UE, enfrascada en su núcleo duro en periodos electorales (Estado francés) o poselectorales (Alemania) y enfangada existencialmente en la desunión a la hora de articular una política internacional común, también respecto a Rusia. 

Y lo hace en pleno declive imperial de EEUU, escenificado en su reciente y deshonrosa retirada de Afganistán.

No falta tampoco quien asegura que, pese al repunte imperial de la Rusia de Putin, Moscú habría interiorizado que el tiempo corre en su contra en Ucrania. El conflicto en el Donbass, impulsado en 2014 y apoyado militarmente por el Kremlin, llevaría camino de anquilosarse tras unos años iniciales en los que Ucrania quedó seriamente trastocada. La ofensiva judicial del Gobierno de Kiev contra oligarcas y políticos prorrusos habría acentuado esa urgencia.
El Kremlin asegura que sus movimientos tienen que ver con su inquietud de que Ucrania planee una operación contra los rebeldes prorrusos de Donetsk y Lugansk.

Alega, con razón, que el Gobierno ucranio se resiste a aplicar los Acuerdos de Minsk, que estipulan un estatus autónomo para esas provincias orientales. Y denuncia que Kiev aprovecharía para ello el armamento y adiestramiento de los países de la OTAN.

El suministro por parte de Turquía al Ejército ucraniano de drones Bayraktar, que el año pasado dieron un vuelco a la guerra en Nagorno-Karabaj y permitieron a la turcomana Azerbaiyán vencer a la irredenta Armenia, habría sido una luz roja para Moscú. No parece, sin embargo, que Ucrania, aun habiendo fortalecido a su Ejército, fuera a atreverse a desafiar a una Armada rusa muy superior. 

Sin duda, los minoritarios pero presentes sectores ultras ucranianos suspiran por ello, pero resulta difícil pensar que el presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, judío, rusoparlante y criado en Moscú, vaya a emular al georgiano Mijail Saakashvili cuando, en agosto de 2008, lanzó una temeraria ofensiva contra el enclave de Abjasia, provocando la respuesta de Rusia.

Descartada una operación directa de la OTAN en Ucrania –por el propio Biden–, el debate  se centra en los supuestos planes del Kremlin.

EEUU insiste en alertar de una agresión rusa y alude a distintos escenarios, desde una invasión general desde Bielorrusia hasta una incursión en el este de Ucrania, sin descartar operaciones de castigo puntuales y cibernéticas.

Asegura que, para justificar todo ese abanico de escenarios, los servicios secretos rusos estarían fabricando una provocación por parte ucraniana.
Rusia acusa recíprocamente a los servicios secretos occidentales de fabricar informes falsos para acusar a Rusia.

Londres hizo público recientemente uno implicando a Moscú en un complot para un cambio de régimen en Ucrania para nombrar presidente a un político dueño de medios de comunicación, Yevhen Murayev, que tiene prohibida su entrada en Rusia por su enemistad con oligarcas prorrusos.

Que el Kremlin suspira por una vuelta de Ucrania a su redil es evidente. Pero la inteligencia occidental debería atinar para demostrarlo.

Consciente de sus limitaciones militares, y de inteligencia, Occidente enarbola la amenaza de nuevas y demoledoras sanciones a Rusia. No hay duda de que las sanciones, ya en vigor desde 2014 tras la anexión de Crimea por parte de Rusia, han castigado a su economía. El plan puesto en marcha para sustituir las importaciones por productos rusos no ha logrado superar los problemas crónicos de abastecimiento del mercado ruso.

La tensión prebélica ha provocado la devaluación del rublo y el hundimiento de las bolsas, desanimando las inversiones. Y eso que el petróleo, una de las principales exportaciones rusas, está a más de 90 dólares el barril.

Pero no está clara la efectividad disuasoria de las nuevas sanciones. No solo por la dificultad técnica de extenderlas al sector financiero (prohibir a los bancos rusos el acceso al circuito SWIFT), lo que se conoce como «ataque nuclear», sino por la exposición a la que quedaría sometida la UE por su dependencia del gas ruso. Y no hay plan viable para sustituirlo a corto-medio plazo.

Además, a Rusia le basta un petróleo a 40 dólares para cuadrar sus cuentas y mantener, aunque sea con respiración asistida, alineada a la sufrida población rusa.

Con todo, y en vista de la negativa de EEUU a aceptar sus demandas –que la OTAN renuncie a expandirse hacia Ucrania y el Cáucaso y la vuelta a la arquitectura de seguridad previa a las ampliaciones militares aliadas al este–, los expertos no descartan que, para evitar más sanciones, Rusia decidiera instalar nuevo armamento, incluso nuclear, en Bielorrusia (fronteriza con Polonia, Lituania y Letonia) y en otros lugares sensibles, como el enclave de Kaliningrado.

El problema reside en que, con ello, no solo rechazaría la contrapropuesta estadounidense de negociar el despliegue de misiles y el alcance de las maniobras aliadas en el este sino que, como reacción, correría el riesgo de fortalecer a la OTAN. Suecia, que ha reforzado su presencia militar en la isla de Gotland, fronteriza con Rusia, y Finlandia han advertido que no descartan un futuro ingreso en la Alianza Atlántica.

Toda una paradoja cuando el propio Macron, en conversación con Putin, evocó como posible salida a la crisis la «finlandización» de Ucrania, a saber, garantías sobre su neutralidad, como la que Finlandia mantuvo durante la Guerra Fría.

Llegamos al nudo gordiano de la crisis: a la necesidad de algún tipo de entente entre la UE y Rusia. Desde la constatación de que son rivales históricos, pero desde la convicción de que son los que más pierden.

Rusia podrá decir que Francia no pinta nada y que quien manda militarmente es EEUU. Y tiene razón. Pero la misma localización de la crisis en Ucrania evidencia la pulsión europea de Moscú.  

Una necesidad de estrechar lazos con Europa que le resulta vital, por las limitaciones de su expansión eurasiática. Y por cuanto que, si acaba en brazos de China a cambio del apoyo de Pekín a su pugna con Occidente, corre el riesgo de que la potencia emergente mundial le birle Siberia en un suspiro.

Difícil encrucijada para un gran país que, tras la decepción de los 90, se ha refugiado en la nostalgia, pero sigue sin hallar su lugar. Y que se debate entre enrocarse en una pugna con Occidente que le condena a la eterna resistencia o arriesgarse a una reforma interna y controlada, pero siempre manipulable por el mismo Occidente, que le permita configurarse como un poder blando y atractivo para sus vecinos, europeos y asiáticos, y conjure de una vez por todas el miedo atávico a convulsiones y vueltas a la casilla cero.