INFO

El alma rusa, un enigma o una condena

Pese a su configuración relativamente tardía, la identidad rusa y sus mitos, que beben del Rus de Kiev e Iván el Terrible, pero revitalizada con la Gran Guerra Patriótica de Stalin, es el eje de la Rusia de Putin.

Fuerzas de seguridad rusas en Moscú. (Alexander NEMENOV)

Rusia «es un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma». La manida frase, pronunciada en octubre de 1939 por el entonces primer ministro británico, Winston Churchill, ha servido desde entonces para justificar una supuesta excepcionalidad de Rusia, ese alma rusa tan incomprensible como atrayente.

El «carnicero de Galípoli» se refería a la dificultad de predecir lo que haría el dictador soviético Iosif Stalin ante el genocida germano Adolf Hitler, sobre todo tras la firma dos meses antes del Pacto Ribbentrop-Molotov de no agresión mutua y reparto del este europeo.

Un año antes, en 1938, Gran Bretaña –contra la opinión del propio Churchill– y Francia ya habían firmado con la Alemania nazi el Pacto de Múnich, que sacrificaba a Checoslovaquia en el altar de la conjura de una guerra que, finalmente, estalló.

Sirva esta contextualización introductoria para desmentir que Rusia sea una excepción, esa inasible matrioshka de muñecas rusas que se ocultan sucesivamente una dentro de la otra.

Al contrario, como todos los países, y todos los imperios, el ruso es producto de la historia. De la mano de ella o contra ella. Pero comprensible, lo que no quiere decir que sea siempre predecible. Y es que su determinación para sobreponerse a los reveses, sacando partido de la debilidad propia y del cegador orgullo de la fortaleza ajena, consecuencia de su convulsa historia, confiere a Rusia esa capacidad de sorprender.

Quizás sea, como sostiene James Billington en su «El icono y el hacha: una historia interpretativa de la cultura rusa», que «es la geografía, y no la historia», la que ha configurado el pensamiento ruso.

Forjado en los fríos e inmensos bosques y estepas de un país que reaccionó a las sucesivas invasiones –mongoles, tártaros, polacos, lituanos, suecos, franceses, alemanes..– expandiéndose hasta configurándose como el más extenso del mundo. Pese a, o por ello, la configuración de la conciencia nacional rusa fue relativamente tardía.

No es este el espacio para profundizar en las razones socioeconómicas y políticas de ese atraso (escaso desarrollo productivo derivado en una débil burguesía ilustrada, servilismo del campesinado hasta la emancipación de la Revolución de 1917, atavismo zarista…).

Pero, en definitiva, y como señala Vladislav M. Zubok en su obra «Un imperio fallido», la II Guerra Mundial fue la que configuró la identidad de la etnia rusa, «cuya conciencia nacional había sido bastante débil (incluso) en comparación con otros grupos étnicos de la URSS».

Toda nación, y todo imperio, tiene su mito fundacional. Rusia tiene sus gestas y sus héroes, desde el Rus de Kiev a la increíble expansión a  Siberia, al Gran Oriente, a Asia Central y al Cáucaso, sin olvidar, por supuesto, a Iván III e Iván el Terrible.

Pero no hay nada como una gran victoria para forjar identidad nacional, y más cuando esta  se logra con un sacrificio humano tan inmensurable como la Gran Guerra Patriótica. En 1945, la URSS venció a los invasores nazis pero con un coste humano de 26,6 millones de muertos –expertos sostienen que la cifra real fue mayor– y económico de 2,6 billones (con b) de rublos (de la época).

La Gran Guerra Patriótica es el mito, refundacional si se quiere, de Rusia. Pero no porque el actual poder ruso albergue nostalgia ideológica de la URSS

Esa, la Gran Guerra Patriótica, es el mito, refundacional si se quiere, de Rusia. Y que ha hecho suya la restaurada Rusia de Putin, lo que explica la campaña de rehabilitación de Stalin.

Pero no porque el actual poder ruso albergue nostalgia ideológica alguna de la URSS. Putin considera que la disolución de esta última es «la mayor catástrofe de geopolítica del siglo XX» pero lo es en tanto que la URSS,  la concebida por el dictador de origen georgiano, debía ser, en palabras del propio Stalin, la continuación histórica, perfeccionada y ampliada, del viejo imperio ruso zarista.

Al contrario, Putin y sus ideólogos del soberanismo autoritario eurasiático reprochan a la Revolución rusa y a Lenin que, al instaurar en el Tratado de la Unión de 1922 la federación de repúblicas soviéticas con derecho de autodeterminación, pusieron una «mina de acción retardada» que explotó tras la disolución de la URSS.

Su objetivo,  restaurar, en la medida de lo posible, el continuum imperial comproometidoo por el inicial internacionalismo soviético y roto en 1990.

Tras su llegada al poder, Putin reinstaura manu militari la autoridad rusa en el Cáucaso, llama al orden a los oligarcas que se habían repartido los codiciados despojos de la URSS –podrán seguir enriquecíéndose pero sin entrar en política y pagando tributos al Kremlin– y retoma el control del sector petrolero y gasero, creando «un enorme fondo de reservas de divisas que le permite llevar a cabo una política exterior más enérgica» (Orlando Figues, «Crimea, la primera gran guerra»).

Ello le ha permitido modernizar su Armada, tal y como está mostrando estos últimos meses con sus despliegues y ejercicios militares en Bielorrusia y en la frontera rusa con  Ucrania. Y lo ha hecho en un tiempo récord de 10 años tras una década, los noventa, con un Ejército infra-financiado y anegado por la corrupción e incapaz de hacer frente a unos cuantos miles de guerrilleros chechenos.

Rusia ha mostrado estas últimas semanas decenas de carros de combate nuevos sobre la nieve, trenes interminables transportando en sus vagones blindados relucientes, lanzamisiles disparando al unísono, soldados con uniforme blanco y kalashnikov, aviones de combate sobrevolando la frontera.. Y en el Mar Negro toda una flota de buques de guerra y de submarinos a orillas de la Unión Europea. Sin olvidar el Mediterráneo.

Abjasia, Osetia del Sur y Crimea

Y tiene experiencia. Y «pericia» militar. En 2008 le bastó menos de una semana para doblegar a Georgia y anexionarse Abjasia y Osetia del Sur. En 2014 se anexionó Crimea sin un solo tiro –eso sí, con el apoyo de la mayor parte de la población– y llevó la guerra al Donbáss, privando a Ucrania de su pulmón industrial y minero.

Es evidente que Rusia no tiene nada que hacer en una guerra convencional con la superioridad militar y tecnológica de EEUU, con un presupuesto militar más de 10 veces mayor. Eso sí, la opción nuclear sigue ahí y, como ha recordado Putin, Rusia es una de las principales potencias atómicas en una guerra «en la que no habría vencedores».

No vamos a insistir en los éxitos de la ofensiva diplomático-militar de Rusia en Oriente Medio y en el continente africano en los últimos años. Ni en el error de cálculo y la soberbia de Occidente, y sobre todo de EEUU, cuyo entonces presidente, Barack Obama, presagiaba allá por 2014 , poco antes del desembarco del Ejército ruso en Siria, que Rusia era «un poder regional que solo puede amenazar a sus vecinos».

Rusia es mucho más, aunque no olvida la dimensión regional. Y si no, que se lo pregunten a sus vecinos. Como a la república de Moldavia, que lleva 30 años, desde la disolución de la URSS, «conviviendo» con el protectorado ruso de Transnitria.

La ya mencionada Guerra de los Cinco Días en Georgia permitió a Rusia arrebatarle Osetia del Sur y la estratégica Abjasia, en la costa del Mar Negro, e instalar bases militares con 13.000 soldados, y es vista por Tbilissi como un preludio de lo que le podría ocurrir a Ucrania con el Donbáss. Y, casualidades, Pekín acogía entonces los Juegos Olímpicos y alberga estos días la «Olimpiadas de Invierno».

Entonces Moscú aprovechó una temeraria e inexplicable ofensiva militar georgiana tres meses después de que la OTAN le prometiera, a futuro, admitirle como aliada junto a Ucrania.

El año pasado, y siguiendo en el Cáucaso Sur, Rusia ataba en corto a Armenia , derrotada tras una ofensiva en Nagorno Karabaj de su enemigo histórico, Azerbaiyán, y ponía fin a las veleidades pro-europeas del Gobierno de Erevan.

En el arranque del nuevo año, el régimen de Kazajistan, la mayor ex-república soviética de Asia Central, lanzó un SOS a Moscú para que le ayudara a reprimir una revuelta popular que derivó en un ajuste de cuentas palaciego y de la que acusó, sin pruebas hasta hoy, al «terrorismo adiestrado desde el extranjero». Con una intervención relámpago Rusia volvía a mostrar que es la dueña de su «patio trasero». O casi. Y no solo porque le falta Ucrania, la joya de la corona.

Debilidad interna

Rusia tiene otro problema, casi tan viejo como el Rus de Kiev: su debilidad interna.

Es cierto que no pocas veces, como hoy, ha sabido sacar punta a las contradictorias fortalezas ajenas. Y que tiene una influencia mundial que no se corresponde con su poder real. Algunos la han definido, por desprecio o admiración, como la superpotencia barata.

Porque su economía no supera a la de Brasil o Italia y su carácter rentista (petróleo y gas) lastra su tantas veces imprescindible modernización. Las sanciones occidentales tras la anexión de Crimea han provocado un repliegue de Rusia que, aunque ha dado pasos en algunos sectores, está lejos de la autosuficiencia. La inversión en Defensa y en operaciones en el exterior detraen, además, recursos.

A ello hay que sumar que Rusia sufre una grave crisis demográfica. Algunos cálculos apuntan a que en 2050 tendrá 32 millones de habitantes menos (en 2021 tenía 142 millones).  Carne de cañón para una China que acaricia Siberia oriental.

Rusia necesita, histórica y geográficamente, mostrar músculo en su «extranjero cercano» y ante sus rivales geopolíticos

A esa precariedad económica y demográfica hay que sumar, como corolario, la imposibilidad de Rusia de configurarse como un «poder blando», capaz de exportar un modelo atrayente y de generar simpatía más allá de las poblaciones rusófonas de sus países vecinos. Una atracción en clave de internacionalismo soviético que sí logró concitar la URSS en parte de su historia.

Rusia necesita, histórica y geográficamente, mostrar músculo en su «extranjero cercano» y ante sus rivales geopolíticos. Es su prioridad, su elección o su destino, pero tiene sus consecuencias. La URSS las sufrió hasta desaparecer. La Rusia de Putin aspira a superarlas. En nombre del supuesto excepcionalismo de eso que se ha venido en llamar el alma rusa.