Hablar de otra persona; hablar con otra persona
Punto de Vista ha albergado la presentación de ‘Les prières de Delphine’, de Rosine Mbakam y ‘Soy libre’, de Laure Portier, sendas lecciones magistrales de comunicación a través de una cámara que, lejos de encorsetar, purga los males que nos comen por dentro.
Con el regreso a la presencialidad, Punto de Vista nos recuerda, sin querer, aquellos momentos críticos que, para bien o para mal, también marcan la experiencia festivalera. Hoy, a primera hora de la mañana, está programada la sesión doble que dará el pistoletazo de salida a una nueva jornada de esta 16ª edición, y ahí que vamos, y allí, en Baluarte, nos congregamos un buen puñado de conocidos y desconocidos; ese ecosistema cinéfilo que muy a menudo parece disfrutar más de la compañía silente del otro, dejando así que la conversación la lleven las imágenes que rebotan en la pantalla.
Pero hoy esto no va a suceder. Se acerca la hora de inicio de la proyección, pero el equipo del festival aún no nos permite entrar en la sala. Y ya falta menos, y menos, y menos… hasta que, superado el horario anunciado, la organización se ve obligada a cambiar sus planes. Y también los nuestros. Al parecer, hay un problema con el proyector, y este no va a ser solucionado hasta dentro de un «buen rato». O sea, que para entonces, ya estará empezando la segunda sesión del día. Cosas de la compresión y el frenesí por los que se mueven los certámenes cinematográficos, que al mínimo imprevisto, todo se desploma.
Pero no pasa nada, de verdad que no. Los horarios de Punto de Vista están diseñados como un juego constante de ecos y reflejos: más tarde, ya con el sistema de proyección arreglado, habrá ocasión de recuperar dicha sesión. Calma, tranquilidad: no es el fin del mundo. Y por supuesto, no hay mal que por bien no venga. De una situación de crisis surge, como por arte de magia, un espacio para el encuentro. De repente, estos extraños con los que iba a compartir patio de butacas, no lo son tanto. Hablamos, y comentamos la jugada, y maldecimos nuestra suerte, pero también nos consolamos por estar aquí, en esta ciudad, en este festival.
Y nos conocemos, poco a poco. Hablando. De aquellas películas que nos están gustando; de aquellas que no nos están convenciendo tanto… y descubrimos, para mayor regocijo, que cuando por fin se restaura la normalidad en el programa, las propuestas de hoy nos hablan de esto mismo: del acto de razonar con otra persona; sobre todo, del placer de escucharla. Se enciende el proyector, por fin, y descubrimos ‘Les prières de Delphine’ (o sea, «las oraciones de Delphine»), película a cargo de Rosine Mbakam, cineasta camerunesa afincada en Bélgica. A lo largo de la hora y media de metraje, estamos en compañía de la mujer que pone título a la función, quien comparte el mismo recorrido migratorio de quien está detrás de la cámara… pero una trayectoria vital mucho más dramática.
La película, rodada íntegramente en el dormitorio del piso de Bruselas donde actualmente está instalada Delphine, convierte dicho escenario hogareño en una especie de confesionario en el que la protagonista purga todos sus demonios interiores. A la directora (segundo e invisible personaje en escena) apenas la oímos: el foco audiovisual es evidentemente para quien tiene el valor de situarse ante una cámara que, por suerte, no juzga, sino que se muestra respetuosa y comprensiva con los terribles males que le relatan. Familias destruidas, violaciones, prostitución… el infierno patriarcal cobra vida, y por supuesto, pone los pelos de punta.
Lo hace a través de la voz, la locuacidad y la imponente presencia de Delphine, personaje reivindicado como persona; como ser humano con, ahora sí, plena autonomía. Sin banda sonora de fondo, sin flashbacks ilustrativos, podría pasar por una –impresionante– pieza de ‘teatro vérité’, si no fuera porque el conjunto se sustenta en esa proximidad que solo puede encontrarse en el cine: la de un primer plano cómplice, solidario, empoderador. Todas estas virtudes se encuentran también en la otra película que marca la jornada: ‘Soy libre’, de Laure Portier.
De nuevo, la cámara actúa como intermediario para juntar a dos personas, en este caso, dos seres que, por la manera que tienen de hablarse, es evidente que les une una de estas relaciones cimentadas tanto en el cariño como en las tensiones insoportables. ¿Cómo te relacionas con ese ser que te saca de quicio, pero sin el cual no puedes vivir? Esta es la historia del hermano de la directora; de cómo esta gestiona su incontenible intensidad, pero también la vertiginosa sensación de vacío que dejan sus ausencias. El chico, protagonista de esta nueva función, también se ha criado en circunstancias espantosas.
Es un claro exponente de esa juventud europea que ha tenido la suerte de nacer justo en el meollo político del Viejo Continente, pero que al mismo tiempo ha tenido la desgracia de tener que crecer en su periferia. Vida de banlieue; vida de la calle, solo para no tener que estar en un hogar tan desestructurado como asfixiante. Llegado a la puertas de la vida adulta, el joven Arnaud se da cuenta de que, de momento, su mayor logro se resume en no fumar, ni beber, ni drogarse, ni querer suicidarse. Pero también siente que esto último, es una conquista que se tambalea. Necesita escapar del barrio, como sea, a cualquier otra parte.
Y así empieza un viaje emocionante (por veraz, por ir siempre en busca de la libertad) que nos lleva a Alicante, y después a Barcelona, y después, a Lima, Perú. Entre un punto y el otro, pasa el tiempo, y el vínculo que une al chico con su hermana, claro está, se va transformando. La narración cinematográfica da fe de todo ello, empapándose de la autenticidad y dinamismo de Arnaud; dejándose llevar por su vagabundeo. El plan de no tener plan; la huida hacia adelante como celebración de la vida, como apabullante muestra de un carácter indomable. ‘Soy libre’ convierte el dispositivo fílmico en exactamente esto: un canto salvador y hermanador a esa libertad que nada ni nadie nos puede arrebatar.