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La vida a cubierto en los refugios de Kiev

Debido a la sensación de inseguridad a causa de los bombardeos, miles de kievitas llevan instalados en el subsuelo desde el inicio del ataque ruso. Estaciones de metro y sótanos se han convertido en el nuevo hogar de personas como Irima y Nika, y también de sus mascotas.

La estación de metro Dorohozhychi se ha convertido en el hogar improvisado de decenas de personas que buscan cobijo. (David MESEGUER)

La estación de metro de Dorohozhychi, cercana a la gran antena de televisión que fue atacada durante los primeros compases de la invasión rusa, acoge una ciudad subterránea con decenas de residentes. Tras pasar una barrera de sacos terreros vigilada por la Policía ucraniana y cruzar los respectivos tornos, las escaleras mecánicas descienden casi verticalmente hacia las profundidades del subsuelo.

En el pasillo central que separa un andén del otro, una gran cantidad de personas con tiendas de campaña, sacos de dormir, maletas y enseres personales conforman una pequeña comuna que, en la gran mayoría de los casos, lleva allí instalada desde el inicio de los primeros ataques sobre Kiev, el pasado 24 de febrero.

Sin hacer vida exterior

Hay gente de todas las edades, incluso familias con niños. Todavía en funcionamiento durante parte del recorrido, los usuarios del metro se entremezclan con los residentes de este improvisado refugio subterráneo. «Si en un edificio hay una explosión, este puede derrumbarse sobre el sótano y la acumulación de cascotes puede provocar que falte aire para respirar», apunta Irima, una enfermera originaria de Lugansk. «Esto lo aprendí durante la guerra de 2014 en mi tierra natal y, por eso, preferimos estar en el metro antes que en uno de los refugios cercanos a nuestra vivienda», señala esta mujer de 50 años y pareja de Aleksander, un kievita de 33.

Aleksander: «Subo alguna vez para respirar y comprar cuatro cosas. Y cada cinco días voy al apartamento a ver si todo está en orden y cocinar un poco»

«Anímicamente estoy muy afectada porque huí de una guerra para comenzar una nueva vida y ahora la situación se repite», comenta Irma tumbada en un colchón y acompañada de su gato antes de arrancar a llorar. Ella y Aleksander, un comercial de ropa, han ocupado uno de los arcos que da acceso al andén aún en servicio. Su nuevo hogar lo conforman un par de colchones y enseres personales como maletas, taburetes, bolsas con ropa y comida, así como todos los utensilios necesarios para el bienestar del felino. 

Aleksander explica que debido al miedo muy poca gente sale al exterior. «Subo alguna vez para respirar y comprar cuatro cosas. Cada cinco días también voy al apartamento que tenemos alquilado para ver si todo está en orden y cocinar un poco», señala.

Una red de voluntarios en coordinación con los trabajadores del metro y la Policía traen comida y medicamentos diariamente. Un microondas, una gran tetera y múltiples enchufes para cargar los teléfonos, facilitan la vida a estos refugiados en las entrañas de Kiev. La estación, provista de conexión 3G, permite que los habitantes de este improvisado espacio puedan consultar sus teléfonos móviles y, de este modo, conocer lo que sucede en el mundo exterior.

«Muchas personas de las que están aquí viven solas en casa. Aquí somos como una gran familia y los días bajo las bombas se hacen mucho más llevaderos», explica una mujer de mediana edad también residente en el lugar. «Siempre que se producen ataques en la ciudad, llegan nuevas familias para instalarse», cuenta esta señora, una de las pocas que lleva mascarilla para protegerse del covid, una preocupación pasada para la mayoría de kievitas.

Refugio bajo las aulas

Durante la época soviética decenas de refugios se prepararon para hacer frente a un eventual ataque nuclear. La sirena que estos días suena en Kiev para alertar a la población de que baje al subsuelo data de aquella época. Una escuela del barrio de Dorohozhychi cuenta con un gran subterráneo bajo las aulas donde en la actualidad se cobijan una veintena de personas. Marina, una joven trabajadora bancaria, y Anna, propietaria de un restaurante, charlan animadamente sentadas en sillas escolares. «A principios de año, cuando la tensión entre Ucrania y Rusia fue en aumento, la escuela decidió mostrar a niños y familiares que las instalaciones disponían de un sótano que podía ser utilizado como refugio», explica Anna. Ahora, son precisamente las familias de algunos alumnos las que habitan un espacio común repleto de enseres personales. «Mucha gente prefiere estar aquí, ya que no confía en las sirenas. Habitualmente se produce la explosión y después es cuando suenan», detalla Marina con la aprobación de sus compañeras de refugio.

Marina, Anna y otras mujeres dicen que no se han marchado del país o desplazado hacia el oeste porque quieren ayudar a su pueblo en la medida de lo posible. Entre sonrisas se autoproclaman «partisanas» y explican que unas semanas atrás identificaron durante la noche unas luces intermitentes sobre un edificio y llamaron a la Policía. «Gracias a nuestra labor, se pudo acabar con cuatro saboteadores rusos que estaban señalando un objetivo», destaca Anna.

La escuela también cuenta en su parte inferior con una cocina donde las personas que allí se cobijan pueden preparar todo tipo de platos sin la necesidad de salir al exterior. Anna, que ha convertido su restaurante en una gran cocina gestionada por voluntarios, dice que su decisión de permanecer sine die en el sótano es porque el estruendo de los bombardeos genera un gran estrés a su nieto y allí se siente mucho más seguro.

Nika, calcular para sobrevivir

«Aunque vivir en un séptimo piso estadísticamente no es muy peligroso, prefiero dormir en el sótano de mi bloque por seguridad», explica Nika Pona, una programadora informática de 31 años desde la entrada principal de una colmena de viviendas construida durante la época soviética. Matemática de formación, esta mujer de sonrisa afable y facciones aniñadas dice que desde el inicio de la invasión rusa ha monitoreado decenas de vídeos e imágenes de los ataques para evaluar los riesgos. «La supervivencia depende de la suerte, pero también de la intuición y de los cálculos», señala Nika, quien durante dos años vivió en Barcelona realizando un doctorado de Matemáticas que no llegó a finalizar.

Un mes antes de que Rusia lanzara su ofensiva militar sobre Ucrania, su carácter analítico la llevó a volver a contactar con la empresa informática con la que había trabajado en la capital catalana para ver si podían contratarla de nuevo a distancia. «Lo hice porque con la escalada de la tensión auguraba graves dificultades económicas, aunque nunca una guerra», subraya la informática. Nika cuenta que la compañía aceptó y ahora, a pesar de no trabajar por la guerra, le siguen pagando su salario.

Originaria de Vishgorod, una ciudad dormitorio pegada a la capital por su parte norte, Nika abandonó su casa la jornada posterior al inicio de los combates. «Las bombas caían muy cerca así que cogí los documentos, dinero y me subí a un bus rumbo a Kiev». Durante los primeros días compartió un piso alquilado en el barrio Kurenivka, aunque ahora vive sola con su gato y su perro porque sus amigos han preferido instalarse en el centro de la ciudad donde se sienten más seguros.

«El frente está a solo 20 kilómetros y algunos bosques se incendian. En el refugio no penetra el olor», apunta Nika

«Aunque no suenen las sirenas antiaéreas, a diario duermo en el sótano del edificio con mis mascotas», comenta mientras de fondo se oyen algunas detonaciones debido a la proximidad de Irpin, uno de los epicentros de los choques entre las tropas ucranianas y rusas en las afueras de Kiev. «El frente está a solo 20 kilómetros y algunos bosques cercanos se incendian a causa de los combates desprendiendo un fuerte hedor. En el refugio me siento cómoda porque no penetra el olor», apunta Nika antes de abrir la puerta de acceso al sótano situada junto a la entrada al bloque y donde hay un pequeño cartel en el que puede leerse: «Los ladrones, los ocupantes y los saboteadores serán disparados sin preguntar», en clara referencia a las fuerzas rusas.

Tras bajar unos pocos peldaños, la programadora informática avanza a través del suelo polvoriento de un sótano que se extiende a lo largo de decenas de metros bajo las 260 viviendas que alberga esta mole de cemento. Colchones, sillas, comida y enchufes preparados por los vecinos pueden verse en los pequeños habitáculos situados junto a las cañerías de los servicios básicos. «Aquí hace muy buena temperatura porque está el conducto de la calefacción central del edificio», explica Nika.
Inseparable de su perro Roy, la joven matemática llega a la pequeña parcela subterránea iluminada con una bombilla de luz tenue donde pasa las noches. Una esterilla, un saco de dormir, así como un par de colchoncillos para sus mascotas, dan color a esta estancia tan austera. «Si el bombardeo se alargase, aquí tengo un kit de supervivencia básica que contiene crema de cacahuete, nueces, chía, agua y comida para mis mascotas», detalla Nika tras levantar un plástico debajo del cual se hallan las provisiones.

«Los últimos días he dormido prácticamente sola porque la frecuencia de las alarmas antiaéreas ha disminuido y los vecinos no bajan», dice. En relación a los bombardeos, la experta informática afirma que la aplicación de teléfono que avisa de los ataques es genérica de todo Kiev y no específica la zona, mientras que la sirena muchas veces suena tras las primeras explosiones y no antes, hecho que le genera una gran ansiedad. «Mi percepción del miedo ha cambiado desde el inicio de la guerra. No me importa estar aquí sola a oscuras, mucho peor son los ataques rusos», sentencia Nika.