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Qué difícil es ser un villano

Alexander Sokurov presenta ‘Skazka’ en la Competición de la 75ª edición del Festival de Locarno, un film destinado a marcar la temporada. El maestro ruso nos sumerge en una pesadilla de la que es imposible despertar. Después, Francesco Lagi nos devuelve a la trágica realidad con ‘Il Pataffio’.

El director ruso Alexander Sokurov, a la derecha, llega al Festival de Locarno. (Alessandro CRINARI | Locarno Film Festival)

Llegó, por fin, el gran nombre de este concurso locarniense. Lo hizo, esto sí, después de un episodio de suspense que, desgraciadamente, ilustra a la perfección el momento funesto por el que pasa Europa. Alexander Sokurov, gran maestro de la cinematografía rusa (considerado, no por pocos, como el heredero de Andréi Tarkovski, ni más ni menos), aterrizó en el Ticino en el cuarto día de festival (tercero de competición)… después de tenernos en vilo, desde hará unos días, cuando intentaba cruzar la frontera que delimita su país con Finlandia.

Antes de presentar aquí en Locarno su último trabajo, el hombre debía asistir a una conferencia en Milán, pero las autoridades de su país le retuvieron en el territorio, al parecer, por irregularidades en su documentación.

Todo esto, conviene recordarlo, se produce en un contexto de máxima tensión en el mundo del arte, a raíz de la invasión armada de Vladimir Putin a Ucrania. Desde entonces, ya lo sabemos, prácticamente todas las grandes instituciones culturales se han sumado a un –incomodísimo– veto dirigido a cualquier producto sobre el que se haya puesto el sello del Kremlin.

O sea, que a lo largo de estos últimos meses, si por casualidad nos hemos cruzado con alguna nueva película rusa, ha sido porque esta ha venido firmada por una voz disidente del infame régimen oligarca (véase el caso de ‘Tchaikovsky’s Wife’, de Kirill Serebrennikov, compitiendo por la Palma de Oro este año en Cannes). En estas se encuentra Sokurov, precisamente.

El genio detrás de ‘El arca rusa’ (y de otras muchas películas teóricamente imposibles), ya se mostró muy crítico, en su momento, con el encarcelamiento de Oleg Sentsov (uno de los muchos presos políticos en la cuenta de Putin), y no dudó en condenar públicamente la guerra contra Ucrania. Así las cosas, quien antes luciera como un símbolo de orgullo nacional, ahora mismo está más cerca del estatus de ‘paria’: el prestigio que Alexander Sokurov había ido construyendo a lo largo de su ya dilatada carrera, se ha agotado, al menos en su país, debido a ese don (y muy a menudo maldición, también) que caracteriza a los grandes artistas: un espíritu libre, que se revuelve con fiereza cada vez que alguien quiere someterlo.

Y aquí está, a pesar de todo, luchando contra su propio destino, un director que a sus 71 años sigue pudiendo cargar con el peso del mundo entero. Llega a Locarno tras mucho esfuerzo y sufrimiento, y con apenas 78 minutos (pues su última película solo toma esto), parece que pueda justificar un festival entero.

‘Skazka’, que así se titula, se puede traducir como ‘Cuento de hadas’, aunque lo que Sokurov propone aquí es claramente una pesadilla: una conjugación de imágenes, sonidos y voces que, inevitablemente, va a perseguirnos (y a perturbarnos, ni falta hace decirlo) cada vez que cerremos los ojos, a partir de ahora. Y esto que la sinopsis es sencilla y, en cierto punto, inocua. A saber: cuatro hombres vagan sin rumbo por un espacio inconcreto.

Lo que pasa es que los protagonistas de esta función son ni más ni menos que Adolf Hitler, Benito Mussolini, Iósif Stalin y Winston Churchill. Cuatro jinetes del Apocalipsis que caminan y divagan cual almas en pena, pues se encuentran en un tránsito post-mortem en lo que parece ser una deformación del Infierno de Dante ideado por Gustave Doré. Como suena, como se lee, como se ve. El veterano director y guionista ruso echa mano de la tecnología digital para convertir el material de archivo en materia maleable a su voluntad. Con esto y un certero trabajo de doblaje, ‘Skazka’ se convierte en una fábula en perfecto equilibrio entre la alegoría apocalíptica y el chiste nihilista.

Una panda de dictadores, sátrapas y genocidas (villanos, todos ellos) se niega a morir, y se aferra patéticamente a la ensoñación pestilente de un imperio: el soviético, el reich, el romano, el británico; uno habla ruso, el otro alemán, el otro italiano y el otro inglés, claro está, pero en el fondo, todos se expresan en el mismo idioma universal: el del sufrimiento y la destrucción de la Humanidad. Aun así, lo que les preocupa es sobrevivir; seguir existiendo: «¿Qué será de mí?», se preguntan, «¿Qué será de mi obra?». Así durante más de una hora: un lapso de tiempo en el que parece que vaya a caber por lo menos una eternidad y media, y en el que muy rápidamente nos invade el mayor desasosiego: vivimos en un mundo cuyo final puede rubricarse con la firma de literalmente cuatro personas.

Sokurov, siempre impactante; siempre atento a las derivas autoritarias de la Historia, cede el relevo al italiano Franceso Lagi. La segunda contendiente de hoy al Leopardo de Oro es ‘Il Pataffio’, una opereta bufa situada en la proto-Italia del medioevo. Allí, el Marconte Bellocchio estrena su título nobiliario completamente inventado tomando posesión de un castillo que en realidad no es más que una triste ruina. El joven director y guionista se rodea y se embadurna con un elenco y una factura técnica más que solventes. Pero ya se sabe que el hábito no hace al monje. A lo largo de casi dos horas, el concurso del certamen suizo se devalúa con esta indigesta sombra de sátiras de dicho período histórico como lo fueron ‘Los caballeros de la mesa cuadrada’ de los Monty Python o ‘Los señores del acero’ de Paul Verhoeven.

Como en aquellas desventuras, prima el retrato mugriento y desmitificador de una época que, vista con frialdad, prácticamente solo puede invitar a esta actitud. Lagi se ríe de los nobles y los villanos, y degrada a todo el mundo a esta segunda consideración: al estrato más bajo no solo de la pirámide social, sino más bien de la cadena alimenticia.

En ‘Il Pataffio’ todo se reduce a las pulsiones más primarias del instinto animal: la insaciabilidad ante la violencia y el sexo. No hay nada más allá del siguiente bocado; del siguiente insulto, solo un vacío en el que resuena, de forma atronadora, el silencio que queda después de cada gag lanzado aquí a destiempo. No es fácil ser un villano, ya se ve, ni hace cincuenta años ni hace cinco siglos.