China y Taiwán, tan cerca y tan lejos
EEUU, con la visita de Pelosi, ha agitado un avispero en un mundo ya sobradamente zarandeado y ha dejado expuesta a Taiwán ante el Ejército chino. Pero Pekín podría provocar un efecto bumerán si pretende acelerar sus pretensiones territoriales sobre una cuestión, la taiwanesa, muy compleja.
La visita a Taiwán de Nancy Pelosi, speaker (presidenta) de la Cámara de Representantes del Congreso estadounidense, es toda una paletada de leña al fuego de una región, la del Indo-Pacífico, que se perfila como el escenario central de la pugna geopolítica del siglo XXI –ver la página 20–. Todo ello a las puertas, si no se han franqueado ya, de una recesión mundial por la crisis mundial de recursos, energéticos y alimentarios, agravada por la invasión rusa de Ucrania.
Es cierto que la posición oficial de EEUU en defensa de «una sola China», asumida en los años setenta tras el deshielo de las relaciones bilaterales con la China de Mao, no ha variado oficialmente. Pero no lo es menos que su corolario, la «ambigüedad estratégica», está siendo crecientemente tensionada en un giro que impulsó el presidente Donald Trump en el contexto de su guerra comercial con el gigante asiático y que su sucesor, Joe Biden, ha hecho suya al aludir a que EEUU intervendría en caso de una invasión china de la isla.
Washington no reconoce oficialmente a Taipei, y fía el futuro de las relaciones bilaterales entre China y Taiwán a una solución negociada, rechazando el uso de la fuerza. Simultáneamente, suministra armamento a Taiwán y envía periódicamente responsables políticos a la isla.
La de Pelosi, independientemente del debate en torno al impulso, personal o estratégico, de semejante gesto, ha colmado el vaso de la paciencia de una China que reclama la anexión de Taiwán desde 1949, cuando las tropas del movimiento panchino y derechista –con resabios fascistas– del Kuomintang se refugiaron en la antigua isla de Formosa tras perder la guerra civil con los comunistas de Mao Zedong, y fundaron la República China (RC).
Aunque en aquella época lo que primaba era la falla ideológica entre capitalismo y socialismo, la fundación, un año después, en 1950, de la República Popular China (RPCh) ocultó desde sus orígenes un impulso a la regeneración nacional, un ajuste con un pasado, el de la colonización occidental, las guerras del opio y la ocupación japonesa, que postraron en el ostracismo a una civilización, la china, con 4.000 años de historia, y que se reivindicó históricamente como el «Imperio del Centro» del mundo de la época hasta su opción por el aislamiento en torno a nuestro siglo XV.
El PCCh y el Kuomintang compartían, pues, pulsión nacional, y mientras Pekín reclamaba la anexión de la isla y su ingreso en el «paraíso socialista», los panchinos de Tchang Kai-chek, reivindicaban su legitimidad para representar a toda China ante la ONU y el mundo occidental, que, mientras criticaba duramente el autoritarismo maoísta, pasaba de puntillas sobre el establecimiento en Taiwán de un régimen autoritario que no dudaba en marginar políticamente y en reprimir a la población local en nombre del «liberalismo» económico.
Porque la cuestión taiwanesa, contra lo que sostienen los que, en uno y otro lado, priman los prejuicios geopolíticos, es compleja, como la vida –política– misma.
Al contrario que la parte continental, Taiwán fue incorporada tardíamente a China y, como buena parte de aquella, sufrió en el siglo XIX las colonizaciones occidentales y la ocupación japonesa hasta el final de la II Guerra Mundial.
Formosa
Habitada por poblaciones austronesias, la isla fue «descubierta» y bautizada, en 1590, como Formosa por un marinero holandés que viajaba en un barco portugués.
Colonizada por españoles y holandeses en la primera mitad del siglo XVII, Formosa fue conquistada en 1661 por un general chino de la ya para entonces derrotada dinastía Ming. Su sucesora, la dinastía Manchú (Qing), la hizo suya 20 años más tarde y comenzó a colonizarla con chinos han (etnia mayoritaria en China) procedentes del sur de la provincia de Fujian (Minnan).
A mediados del siglo XIX la decadente dinastía manchú no pudo amarrar la isla por la codicia, primero, de ingleses y franceses por un enclave tan estratégico y la perdió definitivamente a manos de Japón tras perder la guerra por su protectorado en Corea.
Todas estas vicisitudes históricas coadyuvaron a la configuración de un escenario complejo que se sumó a la conversión de Taiwán en el último reducto de la pugna entre comunistas y Kuomintang.
Cuando las pretensiones panchinas de este último fueron sacrificadas por EEUU, con su alianza con Pekín, y el PCCh, de la mano de Deng Xiaoping, dio el giro aperturista en lo económico –«socialismo de mercado»– la falla ideológica perdió peso ante la vertiente nacional de la cuestión taiwanesa. Deng propuso una «reunificación pacífica» y los intercambios económicos entre ambos lados del estrecho se multiplicaron.
En paralelo, y ante la emergencia de una creciente clase media, el Kuomintang se vio forzado a una apertura política progresiva y a la inclusión de la población local.
Conviene recordar que solo el 13% de la población de Taiwán proviene del éxodo de tropas y familias perdedoras de la guerra civil, los considerados continentales y que hablan chino mandarín.
Del resto, solo el 2% es realmente autóctono, mientras el 85% son descendientes de los colonos de Fujian y, en menor medida, de Guandong, que fueron a poblar esas tierras entre los siglos XVII y XIX. Y los primeros no hablan mandarín sino minnan, considerada como la lengua taiwanesa.
Esta complejidad tiene su traducción política. Desde la introducción del sufragio universal, en 1996, el Kuomintang y el PPD (soberanista) se han alternado en el poder.
Estos últimos tienen el Gobierno desde 2016, pero tampoco han ido mucho más allá de una postura contemporizadora con Pekín.
Y es que, aunque poco más del 1,3% de los electores apoye la integración en China, los que optan por la independencia, pese a quien pese, no superan el 5,2%. La inmensa mayoría, por pragmatismo económico, por herencia histórica o por miedo a la reacción del gigante chino, defienden el actual statu quo, un Estado de facto que, aunque no esté reconocido a nivel internacional, cuenta con una Constitución, un modelo de democracia occidental y un Ejército de 300.000 efectivos, además de una economía boyante (la 21 del mundo), que se beneficia de los intercambios con la potencia china y es líder en semiconductores.
«Statu quo»
Este «statu quo» es el que no quiere mantener China, y menos su actual líder, Xi Jinping, quien, pese a que el PCCh se marca 2049 como fecha tope para la reunificación, tiene prisa y no está dispuesto a dejar que el paso del tiempo consolide y agudice las tendencias centrífugas, cada vez más palpables, en Taiwán, y que han crecido después de que han visto los métodos expeditivos con los que Pekín ha saldado cuentas con la oposición prooccidental de Hong Kong.
Analistas como el reputado Xulio Ríos han escrito estos días que, con la visita de Pelosi, EEUU habría cruzado una línea roja para Xi, quien podría aprovechar la tensión de cara a su reelección para un tercer mandato –algo insólito desde tiempos de Mao– en el congreso del PCCh que se celebrará en otoño.
Ríos augura una ley de unificación que complemente la ley antisecesión que Pekín aprobó en 2005 y coincide con otros expertos al vaticinar medidas de presión económica contra Taipei.
Pese a los tambores de guerra en el estrecho de Taiwán, los analistas dudan de que China esté dispuesta hoy a enfrentarse en un conflicto militar con una potencia muy superior como EEUU, aunque no descartan un enfrentamiento a finales de esta década o principios de los treinta.
Eso sí, China deberá calcular sus movimientos de presión militar sobre Taiwán si no quiere evitar el efecto bumerán de alimentar el secesionismo taiwanés. Pekín no debería olvidar que Taiwán no es Hong Kong. Pero Taipei debería recordar que el amigo americano está allá lejos, no a unas escasas millas de China.