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Ucrania trata de estresar a Rusia ante la estabilización de los frentes de guerra

Tras el fracaso del impulso inicial, que le llevó a renunciar al cambio de Gobierno en Kiev, Rusia controla el 20% del territorio estatal ucraniano, pero su campaña no le permite ir más allá. Ucrania multiplica los golpes de efecto en la retaguardia. Necesita tensionar la situación. ¿Hasta dónde? 

Varios hombres subidos a un tanque ruso destruido en Kiev. (Dimitar DILKOFF | AFP)

Tras varios meses de concentración de tropas en los limites con Ucrania, y pese a que el presidente ruso, Vladimir Putin, negara por activa y por pasiva intención bélica alguna contra el país vecino, el 24 de febrero el Ejército ruso cruzaba por varios puntos la frontera.

Comenzaba así la invasión militar rusa de Ucrania, bautizada como «operación militar especial» por el Kremlin, que ha evitado hasta ahora utilizar el término guerra por dos motivos: minimizar el alcance de su agresión bélica y evitar las consecuencias en la población rusa de una declaración oficial de guerra, como la leva obligatoria y otras medidas de impacto social y económico.

Cierto es que, desde el principio, el Ejército ruso no ha utilizado ni de lejos todo su potencial ofensivo, más de 10 veces superior al ucraniano.

Y todo apunta a que el objetivo de las columnas de blindados que en los primeros días de guerra cruzaron desde Bielorrusia en dirección a Kiev, secundadas por operaciones de avanzadilla en sectores estratégicos de las inmediaciones de la capital ucraniana, era forzar un golpe de Estado del Ejército ucraniano para derrocar al Gobierno e instaurar otro bajo la égida de Moscú.

EEUU, por los informes de sus servicios secretos, contaba con que Rusia atacaría y, además de advertirlo una y otra vez a sus aliados, ello permitió que el Ejército ucraniano se preparara, con voladuras de puentes y diques, y con sabotajes a las vías férreas y terrestres de suministro ruso, para infligir grandes pérdidas al enemigo ruso.

Frustrado el intento de Moscú de forzar un atajo golpista, Rusia se concentró en su principal objetivo desde un inicio, tomar el control del Donbass, arrebatándole a Ucrania la salida al mar de Azov y unir esos territorios a Crimea, ocupando un arco que va desde Jerson, la única ciudad de importancia en manos rusas desde los primeros días, a la provincia de Zaporiyia, con su macro-planta nuclear. 

Pequeños y costosos «hitos»

Desde entonces, la campaña militar rusa ha estado jalonada de pequeños y costosos, en términos humanos y temporales, «hitos», como la toma de control del puerto de Mariupol, ciudad portuaria de la provincia de Donetsk en el Mar de Azov, y donde miles de soldados y paramilitares ultras ucranianos resistieron durante casi tres meses de sitio (hasta el 16 de mayo) desde la acería Azovstal; hasta la conquista a principios de julio, «liberación» en el argot del Kremlin, de la totalidad de la provincia de Lugansk que, junto a la de Donetsk, conforman el Donbass, región rusófona y con importantes sectores de su población pro-rusos.

La costa del Mar Negro ha sido a su vez en los últimos tiempos un punto de interés informativo, pero más que por razones militares, que también, por haberse convertido en el escenario de la primera mediación y negociación exitosa entre Rusia y Ucrania (si exceptuamos los acuerdos puntuales de rendición y de intercambio de prisioneros) para la reapertura de la salida hacia el Mediterráneo del grano ucraniano.

Este acuerdo, con la intermediación de Turquía, parece, de momento, conjurar la eventualidad de una operación militar de desembarco rusa en la estratégica ciudad-puerto de Odesa, idea que, en caso de haber estado en la mente de los asesores militares rusos, quedó seriamente comprometida cuando la Marina rusa tuvo que  retrasar cientos de millas las posiciones de sus buques tras el hundimiento en abril del Moskva, su joya de la corona, destruida por dos misiles submarinos ucranianos Neptuno, seguramente dirigidos vía satélite por el Pentágono.

Un frente prácticamente paralizado

A día de hoy, y cuando la guerra cruza el Rubicón del medio año, el frente, de 1.300 kilómetros de largo, está prácticamente paralizado, con pequeñísimos avances rusos y menores contraataques ucranianos. Al punto de que hay analistas que rememoran la guerra de trincheras rígidas  en los frentes de la frontera franco-belga en la Primera Guerra Mundial.

Comparar el conflicto en Ucrania con la Gran Guerra es toda una licencia, en términos militares, tanto cualitativos como cuantitativos, que solo se justifica si atendemos a las coincidencias históricas de ambos períodos, con una miríada de potencias, en 1914 y en 2022, en busca de asegurarse el control de los recursos mundiales, actualmente cada vez más escasos por la presión energética, alimentaria y, en definitiva, demográfica.

Pero la comparación sí sirve para ilustrar que, por ejemplo, Rusia sigue sin controlar el 40% de la provincia de Donetsk, incluida la importante ciudad de Kramatorsk.

Si cualquier analista militar hubiera simplemente sugerido que seis meses de guerra después Rusia seguiría sin «liberar» todo el Donbass le habrían retirado los galones.

Guerra de desgaste y tiempo

Otra cosa es que el Kremlin se haya planteado una guerra de desgaste con el uso masivo de fuego de artillería y con dos focos, el de un Ejército ucraniano que depende, solo para resistir, de una ayuda occidental creciente, y un Occidente, sobre todo Europa Occidental, que mira de reojo a sus sociedades, nerviosas ante la perspectiva de  un invierno económico y energético con verdaderas mayúsculas
Pero, más allá  de objetivos y de ritmos, el del tiempo es un factor caprichoso en el que distinguir a su beneficiario es un ejercicio arriesgado, más en el contexto actual.

Está claro que el tiempo corre en contra de Ucrania, al borde de la suspensión de pagos y consciente de que sin la ayuda occidental no aguantaría militarmente una semana.

El problema para Rusia es que los ucranianos tienen poco que perder, a menos que Rusia multiplique su ofensiva, y han decidido retar al Gran Hermanos ruso con su propia guerra de desgaste, que consiste en castigar con pequeños golpes y sabotajes a su retaguardia, tanto en Crimea como en zonas limítrofes rusas.

Una suerte de guerra híbrida, en la que Moscú ve sobre todo la mano de Washington, y que combinan con ataques de artillería, con la ayuda de sistemas de lanzamisiles de medio alcance como los Himar  estadounidenses, que hostigan a las posiciones rusas en Jerson y Zaporiyia, y que les obligan a detraer esfuerzos del frente de Donetsk.

El presidente ucraniano, Volodymyr Zelensky, ha anunciado una ofensiva en este frente en otoño, pero los analistas coinciden en que no tiene ni suficientes efectivos, y menos preparados, ni suficiente armamento pesado, con lo que su objetivo sería dar algún golpe de mano táctico para mantener la moral de sus tropas y de su población ante un invierno que se presenta muy duro, con miles y miles de muertos, 12 millones de refugiados y desplazados, sin calefacción y con la mitad de las escuelas del país cerrada.

Un golpe de efecto, sobre todo, para que Occidente siga e incremente su suministro de armamento, de cada vez más nueva generación, y que permita a Kiev compensar con efectividad bélica su inferioridad cuantitativa militar respecto a Rusia.

¿Y Moscú?

Está, sin duda, en una  encrucijada. A la defensiva en Jerson y Zaporiyia, donde aspira a convertirlos en otoño en territorios anexionados para transformarlos en un cinturón de seguridad –y eventual moneda de cambio en caso de negociación de un alto el fuego–, Rusia tiene dos ventajas y dos problemas que se retroalimentan.

La primera ventaja es que, más allá del miedo a la represión, la población rusa apoya mayoritariamente el esfuerzo bélico, en una suerte de venganza por agravios históricos y/o figurados, y de autoafirmación orgullosa frente a Occidente. La segunda, y relacionada con aquella, es que ha podido sortear, de momento, el impacto de las sanciones, gracias por un lado a un contexto internacional en el que EEUU manda cada vez menos y, por otro, a una sociedad acostumbrada, fuera de Moscú, San Petersburgo y otras ciudades menores, a la resiliencia.

El primer y más urgente problema es que, como por razones obvias le ocurre al Ejército ucraniano, Rusia tampoco tiene tropas suficientes para redoblar su ofensiva, a no ser que declare el estado de guerra. Y es que todo apunta a que sus intentos de reclutar voluntarios de toda laya para cubrir esa carencia son insuficientes.

El segundo problema es que, si lo hiciera finalmente –EEUU, antes del inicio de la invasión bien informado, asegura que los sabotajes en Crimea y el atentado en el que murió la hija del ideólogo panruso Dugin han sido la gota que colma el vaso–, tensaría las costuras de una sociedad rusa que se encontraría con que la campaña especial en el territorio de los «hermanos ucranianos» es una guerra total, no un intento de «extirpar quirúrgicamente un cáncer nazi».

Y podría provocar una nueva ola de solidaridad con Ucrania de Europa Occidental, cuyas sociedades han pasado del sostén general a los ucranianos a las dudas sobre una estrategia de sanciones que, por momentos, parece un tiro en el pie de los propios europeos.

Putin sabe que la verdadera batalla, la que le interesa, se librará este invierno en Europa, con elecciones en Italia, con los aliados ultras de Moscú como favoritos, y con un malestar creciente en la población francesa, sin olvidar las dudas crecientes en países altamente dependientes del gas ruso como Bulgaria y la propia Alemania, donde un gripado de su economía podría llevar al  colapso general de la UE. Todo ello sin olvidar las elecciones de medio mandato de EEUU, donde Trump y los trumpistas republicanos podrían hacer morder el polvo a los demócratas, azuzando el pavor de Europa a quedarse sola y con una Rusia a las puertas en 2024.

Ese es el escenario que buscaría Rusia, el de jugar con el grifo del gas hacia Europa y esperar que el imperio estadounidense acelere otra vez su equilibrismo ante el abismo. Como ocurrió en 2020. Quizás ello explique las crecientes provocaciones ucranianas en Ucrania, que cuentan sin duda con la Inteligencia occidental y, acaso, el atentado a Dugin.

Coinciden la mayoría de los analistas en que la guerra va para largo. Pero tengo para mí que algo tiene que pasar, una nueva ofensiva rusa para proponer un alto el fuego en invierno, y reivindicar el Donbass como hecho consumado... Una huída hacia adelante ucraniana en torno a la bomba nuclear en la planta atómica de Zaporiyia... Algo va a pasar y me temo que hay pocas opciones de que sea bueno, o que no sea peor.

Pero, si lo supiera, no du den de que no estaría elucubrando con este análisis.