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Moqtada al-Sadr: «O yo o el caos» en Irak

Un seguidor muestra cartuchos recogidos junto al retrato de su líder, Moqtada al-Sadr. (Ahmad AL-RUBAYE | AFP)

El anuncio por parte del clérigo y líder chií iraquí Moqtada al-Sadr de que se retira de la política ha activado a tal punto a sus seguidores que las recientes ocupaciones del Parlamento y de la sede del poder judicial pueden convertirse en meras anécdotas comparadas con lo que puede venir.

Y es que cada vez que Moqtada al-Sadr se mueve tiembla el suelo bajo Bagdad, su principal feudo, y las ondas sísmicas se perciben en todo el país, sobre todo en el centro-sur del país, mayoritariamente chií, lo que incluye la «ciudad santa» de Najaf.

Al-Sadr proviene de una estirpe de "sayyids" (descendientes del profeta Mahoma) y grandes ayatollahs, como su propio padre, Mohamed Mohamed Sadeq al-Sadr, quien murió en 1999 junto a dos de sus hijos –hermanos de Moqtaqda– a manos de los paramilitares baazistas de Sadam Hussein. 

No fue el único «shadid» (mártir) de la familia. Antes, en 1980, su tío y mentor de su padre, el gran ayatollah Muhammad Baqir al-Sadr, era ejecutado junto con su hermana por el régimen baazista por su apoyo a la revolución islámica iraní. Y es que Baqir al-Sadr es considerado el fundador del chiísmo político iraní (partido Al-Dawa).

Su primo, Seyyed Musa Sadr fue uno de los fundadores del chiísmo político en Líbano (creó el movimiento Amal) y fue a su vez hecho desaparecer por Muamar Gadafi tras ser invitado a visitar Libia.

Con estos precedentes, no resulta extraño que muchos oigan la «palabra de Allah» en las proclamas del heredero de la saga.

Pero, aunque los orígenes de esta se repartan entre Najaf y la ciudad santa iraní de Qom, y estuvieran en el punto de mira de los movimientos pannárabes como el baazismo y el gadafismo, el sadrismo ha tenido siempre una componente crítica para con el devenir del chiísmo representado por Irán y personalizado en su día por el ayatollah Jomeini.

Más allá de rencillas, querellas y celos doctrinarios y de preeminencia entre las distintas escuelas chiíes, Moqtada al-Sadr supo darle un sesgo político nacional a su movimiento.

El sadrismo, fuerte en la inmensa barriada bagdadí (Medina) que lleva su nombre, y que supo aglutinar el apoyo histórico que en los ochenta las masas chiíes dieron al proscrito Partido Comunista iraquí, dio la bienvenida a los invasores estadounidenses en 2003 porque le libraban de su gran enemigo (Saddam) pero no tardó en liderar el levantamiento contra la ocupación con su «Ejército de El Mahdi» («El Enviado» que anunciará el juicio final), una milicia mal preparada pero dispuesta al martirio que trajo de cabeza a los estadounidenses en su «Zona Verde».

Desde entonces, el movimiento Al-Sadr se ha convertido en el principal actor político de Irak, primero contra los suníes, a los que expulsó con una campaña de limpieza «sectaria» de la capital, y luego contra los chiíes apadrinados por Irán, a los que acusa, no sin razón, de beneficiarse de un sistema corrupto monitorizado ahora por Teherán.

Primera fuerza electoral, también en los últimos comicios, los intentos del sadrismo de cuajar un gobierno con las minorías suní y kurda, cada vez más ninguneadas por Teherán, no han dado sus frutos por el boicot de la minoría chií pro-iraní.

Así, tras protagonizar varios asaltos a las sedes de las principales instituciones, y tras constatar que las milicias pro-iraníes están dispuestas a retarle, con armas, su control de la calle, Moqtada al-Sadr, astuto como pocos, ha decidido reeditar una de sus típicas, pero efectivas, jugadas: amagar a los suyos con que se va para catalizar su fuerza y recobrar impulso.

Porque que Moqtada al-Sadr se fuera sería una sorpresa mayor aún que la eventualidad de que Irán decidiera dejar de inmiscuirse en los asuntos del país.

Apuesto a que no tardan en llamarle a una reunión en Teherán para pedirle que no se vaya. A cambio de lo que sea.

«El enviado» nunca se va. Eso no está en su naturaleza. Ni religiosa ni política.