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Cómo justifica Rusia tamaño desastre bélico en Europa

La sinrazón de la guerra y la implicación de Occidente en la defensa de Ucrania ante la invasión, sin obviar las inercias periodísticas, dificulta a veces plasmar la narrativa, que la tiene, de Rusia y de Vladimir Putin, para justificar lo que es objetivamente un desastre bélico en Europa.

El presidente ruso, Vladimir Putin, en el concierto patriótico del pasado miércoles en Moscú. (Maksim BLINOV | AFP)

En su primer mensaje sobre el estado de la nación en dos años, el presidente ruso, Vladimir Putin, reiteró las ideas-fuerza con las que Rusia justifica desde hace un año la «operación militar especial» en Ucrania.

Conviene, por tanto, analizarlas y situarlas en un contexto histórico-cultural que sirve no para justificarlas, sino para siquiera entenderlas.

La primera, y la más inmediata, remite a la situación en el Donbass, escenario de una guerra que estalló en 2014 tras la revuelta del Maidan, que acabó con el derrocamiento y huida a Moscú del entonces presidente, Viktor Yanukovich, y, de paso, con la supresión de la ley promovida dos años antes por este último de cooficialidad de la lengua rusa en el este del país.

Rusia, que denunció un «golpe de Estado promovido por Occidente» tras unas protestas en las que denunció el protagonismo de la extrema derecha ucraniana, reaccionó organizando un referéndum de anexión en Crimea y ayudando militarmente a las revueltas prorrusas que estallaron en Donetsk y Lugansk. Kiev, totalmente sobrepasado por la política de hechos consumados en Crimea, había reaccionado enviando tropas al Donbass.

Los intentos de detener la guerra del Donbass han sido desde entonces infructuosos y el Kremlin acusa de ello a la negativa de Kiev a reconocer un estatus especial a estos enclaves orientales y rusófonos en el marco de una Ucrania federalizada.

Putin fue más allá en su discurso del martes y acusó a Kiev de negociar con EEUU y a la UE el suministro de armamento pesado para recrudecer la guerra justo antes de que él mismo ordenara el inicio de la invasión.  

Pero las exigencias de Rusia en el Donbass no acaban en el reconocimiento de autonomía para sus provincias. Y mucho menos en la reivindicación del derecho de autodeterminación que, como las potencias occidentales, maneja de forma discrecional, negándoselo manu militari a chechenos mientras lo reconoce según sus intereses en Georgia y Ucrania.

Moscú acusa de discriminación a países que albergan a minorías rusas, no pocas veces con razón, como en el caso de las repúblicas bálticas de Estonia y, sobre todo, de Letonia, donde se condena a los rusos a ser unos apátridas.

Viviendas destruidas tras un bombardeo en Mikolaiev. (Anatolii STEPANOV/AFP)

Putin considera la desaparición de la URSS como la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX, pero no porque supusiera el fin de una experiencia, aunque traumática, de socialismo real, sino porque 25 millones de rusos étnicos se acostaron como ciudadanos soviéticos y se despertaron como minorías en otro Estado.

De ahí a revisar el reconocimiento de las independencias de las otras repúblicas exsoviéticas por parte de Rusia, había un paso que, no solo él –su antecesor, Boris Yeltsin hizo algún amago–, pero sobre todo Putin, no dudó en saltar.

Más cuando la mayoría de ellos no eran en 1917, año de la Revolución rusa, territorios independientes, sino que habían estado en manos del imperio zarista.

Estado en ciernes y mito

El caso de Ucrania es paradigmático. Y por dos cuestiones. La primera tiene que ver con que Ucrania solo se constituyó como Estado tras la disolución de la URSS y fue efímeramente independiente durante los tres años de la guerra civil que siguieron al levantamiento de octubre.

Más aún, los territorios que a partir de 1921 configuraron la república ucraniana no habían estado nunca unidos. Así, la región sudoriental de Ucrania (Novorrosia) nunca había compartido destino con territorios como la Galitzia occidental.

En sus 70 años de existencia, la URSS registró casi un centenar de modificaciones fronterizas. Stalin fue el campeón de semejante ingeniería geográfico-demográfica y son tristemente famosas sus deportaciones de pueblos enteros, como la de los tártaros de Crimea

Y es que la URSS incorporó a Ucrania territorios hacia el oeste entre los restos del imperio austrohúngaro y los fue ampliando tras su victoria contra el nazismo en la II Guerra Mundial –parte de la Transcarpatia húngara, territorios rumano-moldavos...–.

No fueron los únicos movimientos de frontera. En sus 70 largos años de existencia, la URSS registró casi un centenar de modificaciones fronterizas. Stalin fue el campeón de semejante ingeniería geográfico-demográfica y son tristemente famosas sus deportaciones de pueblos enteros, como la de los tártaros de Crimea, sobre todo a Uzbekistán.

Pero no fue el único. Con ánimo compensatorio y nada vengativo, pero con consecuencias que perduran hoy (en plena guerra), su sucesor, el ucraniano Nikita Krushev, regaló a Kiev en 1954 la península estratégica a orillas del mar Negro, la hasta entonces República Autónoma de la República Socialista de Rusia.

Todo eso, y la ingenuidad soviética que daba y quitaba territorios y movía etnias enteras sacrificándolas por un hombre nuevo (homo sovieticus) que nunca llegó, fue lo que estalló por los aires en una miríada incontable de crisis tras la disolución de la URSS (Transnistria, Nagorno Karabaj, Abjasia, Chechenia, Daguestán...).

En el caso de Ucrania, la segunda cuestión paradigmática reside en el hecho de que el Rus de Kiev, en los siglos del IX al XI el mayor imperio de la época y que abarcaba desde el mar Negro hasta el Báltico, es considerado en la mitología nacional rusa –toda nación tiene su mitología– el acta fundacional, el germen, de lo que de ser el Principado de Moscovia se convertiría en el incipiente imperio ruso con Iván IV de Rusia (el Terrible).

No es solo ya que Rusia no reconozca a un Estado en su «extranjero cercano» que habría roto con su neutralidad escorándose hacia Occidente, es lo que Putin llama el «Occidente Colectivo» el que amenaza la «seguridad de Rusia»

De todo ello, y del hecho de que Ucrania fue siempre un territorio de frontera ocupado o condicionado por los imperios de la región (federación polaco-lituana, imperios otomano y austrohúngaro, Rusia) a negar a Ucrania como nación con aspiración a convertirse en un Estado había otro paso que la Rusia de Putin franqueó hace tiempo cuando en Kiev gobiernos puente entre Oriente y Occidente como el de Leonid Kuchma fueron sustituidos por la «Revolución Naranja» de 2004 y, sobre todo, cuando el Ejecutivo prorruso de Yanukovich, quien en 2012 se negó a rubricar un acuerdo de asociación con la UE, fue derrocado.

Occidente mentiroso y depravado

Pero no es solo ya que Rusia no reconozca a un Estado en su «extranjero cercano» que habría roto con su neutralidad escorándose hacia Occidente.

Es lo que Putin llama el «Occidente Colectivo» –léase EEUU y sus aliados, incluidos los europeos– el que amenaza la «seguridad de Rusia». Una amenaza existencial por parte de un «imperio mentiroso» que ha engañado una y otra vez a Rusia.

El inquilino del Kremlin desgranó esta teoría-queja por primera vez en 2007 en el marco de la Conferencia de Seguridad de Múnich, donde denunció el incumplimiento por parte de EEUU de la promesa verbal a la URSS de Mijail Gorbachov de que la OTAN no se ampliaría hacia el este.

Para entonces, y tras la ola de descontento popular a finales de los noventa por un proceso de liquidación-privatización política, económica y social que estuvo a punto de arrastrar a Rusia a su propia desaparición, el Kremlin ya había responsabilizado totalmente a Occidente de esa suerte de «abrazo del oso», pero al revés.

La «Guerra de los Cinco Días» en 2008 en Georgia, tras la que esta república perdió los territorios no rusos de Osetia del Sur y Abjasia, fue el primer puñetazo encima de la mesa de Rusia.

Desde entonces, Rusia ha ido acumulando agravios, desde los bombardeos aliados contra Serbia y la independencia de Kosovo hasta las revueltas en Libia y en Siria, sin olvidar la previa invasión de Afganistán y, sobre todo, de Irak.  

La «Guerra de los Cinco Días» en 2008 en Georgia, tras la que esta república perdió los territorios no rusos de Osetia del Sur y Abjasia, fue el primer puñetazo encima de la mesa de Rusia. Le siguieron en 2014 la anexión de Crimea, la guerra en el Donbass y la decisiva participación rusa en la guerra en Siria, lo que supuso su desembarco en Oriente Medio, al que seguiría su reciente despliegue en África.

Fue en aquel premonitorio año 2014 cuando el entonces presidente de EEUU, Barack Obama, quien declinó aceptar el órdago de Putin en Siria, declaró aquello de que «Rusia es una potencia regional que amenaza a sus vecinos inmediatos basándose no en la fuerza sino en la debilidad».

Victimismo y nostalgia

Una andanada que no sentaría seguro nada bien al propio Putin, y menos a una sociedad rusa que, atrapada entre el víctimismo y la nostalgia, sigue sin digerir –no es la única– la era soviética. Y que guarda un resquemor justificado por haber pensado que el acercamiento que le propuso Occidente tras el final de esta era sincero y de doble vía.

Un resquemor y un repliegue sobre sí mismos de los rusos que Putin amortiza de manera muy inteligente. Y es que Occidente no solo trata de impedir que Rusia luche en Ucrania «por sus territorios históricos». Occidente no solo miente y busca acabar con Rusia como potencia geopolítica.

Occidente es, a su juicio, un imperio de la depravación que fomenta la homosexualidad y el maltrato de los menores hasta la pedofilia, y que horada los valores tradicionales, la familia y la religión.

Un colofón discursivo y justificativo que recuerda las posiciones de lo que ha venido a denominarse como la nueva derecha, alt-right, que surgió en EEUU, pero que resuena con viejos ecos en Europa.

Lo que no impide, paradojas, al otrora espía del KGB en Dresde (Alemania) y hoy ferviente creyente cristiano ortodoxo, asegurar que su objetivo es «desnazificar» Ucrania.