Los últimos gudaris vascos de la Guerra del 36
Ni la denominada Transición, ni gobiernos posteriores a la Guerra del 36 y el franquismo han garantizado un sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición. Aún nos cruzamos con los cuatro últimos combatientes antifascistas vascos de aquel episodio o la Segunda Guerra Mundial.
Son los últimos. Los últimos gudaris presentes de la Guerra del 36. No tenemos constancia de que queden más y la ley de vida –el inexorable paso del tiempo – es su tiránico contrarreloj: una dictadura como contra la que ellos acabaron luchando. No tenían vocación de soldados, pero se alistaron voluntarios al único ejército vasco unido que ha existido en la historia. Fueron combatientes espontáneos contra un coloso que acababa de poner en jaque a una república legítima, elegida en urnas. Se llaman, aún en presente, latiendo, Mateo Balbuena y Juan Azkarate. También Miguel Arroyo y Javier Brosa. Los dos primeros fueron miembros del Euzkadiko Gudarostea y pugnaron por las libertades –incluida la de Euskal Herria– durante la Guerra del 36; y los dos segundos, del Batallón Gernika, aquella unidad especial que alistó a doscientos vascos para combatir al imperio nazi en la Francia ya ocupada durante la Segunda Guerra Mundial.
Cada combatiente defendió un dogma: Balbuena, teniente del batallón comunista Leandro Carro, «en el que también militaba el abuelo del lehendakari Ibarretxe», evoca el alavés de insospechables 109 años. Él es el segundo varón más longevo del Estado español tras un gallego de 110. Por su parte, Juan Azkarate era un niño que se incorporó como camarero segundo en el bou Araba y acabó teniendo una ficha de gudari de la Marina Auxiliar de Guerra, aquella unidad que Juan Pardo –eminencia en la materia fallecido años atrás– calificó como «una de las unidades militares más singulares y peor conocidas de las que tomaron parte en la Guerra Civil. Su dependencia exclusiva del Gobierno Vasco le dio además una gran significación política», aseveraba.
Estos dos últimos combatientes del Ejército de Euzkadi son vecinos de Bizkaia y Araba. Y cada uno de ellos reivindica y exige aún verdad, justicia, reparación y no repetición.
Mateo Balbuena, el miliciano comunista alavés que vive «liberado del capitalismo»
Verdad. La verdad es un elemento en los procesos de justicia transicional que permite la consecución de otros elementos como son el de justicia, reparación y no repetición. En todos ellos cree Mateo Balbuena, soldado decano del Ejército vasco. En verano cumplirá 110 años. Su esposa, Consuelo Lopetegi, ha fallecido meses atrás también centenaria, a los 102 años. De mentes prodigiosas y cultas, han cohabitado 78 casados, juntos y autónomos.
Balbuena –finalista del premio Planeta en 1964– ha impartido conferencias de Economía hasta hace bien poco. «Me gusta hacer hincapié en ello, en expresar mi forma de ver la economía, pero los periodistas siempre me preguntáis de todo, pero publicáis..., os interesa solo lo de la guerra. ¡Eso ya pasó! Yo quiero hablar de presente y que se escuche mi discurso, y, por ejemplo, por qué vivimos este mundo tan frenético. ¿Ves? Tú también quieres saber mi pasado de miliciano y lo importante, casualmente, no os importa».
Marxista desde su juventud, Mateo llegó al mundo el 21 de septiembre de 1913 en Villamartín de Don Sancho, provincia de León, y ha residido la mayor parte de su vida en el territorio histórico de Araba, primero en San Martín de Lezama. «Yo vivía en un caserío que perteneció a la famosa familia de músicos Arriaga», levanta el dedo índice. Años más tarde, pasaría a afincar su residencia en Gasteiz.
Tras completar el servicio militar obligatorio, donde fue cabo, llegó el golpe de Estado de los generales militares españoles en julio de 1936 y Balbuena fue quien se encargó de constituir tres batallones del Ejército de Euzkadi bien diferentes: el Leandro Carro, del PC, –en el que fue teniente–, el Bakunin de CNT y el Araba, del PNV. Fue, asimismo, teniente de Carabineros en el Ejército Republicano.
Sin embargo, su interés por el dogma comunista venía de antes de aquel episodio bélico. Mateo es el mayor de diez hermanos. Por ello, su familia le envió a servir al comercio de unos amigos con el fin de aportar un dinero al hogar. «¿Por qué he tenido que abandonar mi casa?», se preguntaba. En aquellos días una frase le caló muy hondo en sus años mozos: «¡Lo que está pasando en Rusia es muy importante!». Con ese pensamiento rondándole la cabeza durante tiempo, comenzó a leer cuanto caía en sus manos relacionado con aquel sistema político y modo de organización socioeconómica, caracterizado por la propiedad común de los medios de producción, así como por la inexistencia de clases sociales, del mercado y del Estado. Entonces comenzó a frecuentar el Ateneo Obrero de Xixón, la conocida como ‘capital de la Costa Verde’ de Asturies.
En 1932, con diecinueve años, ingresó en las Juventudes Comunistas y fue nombrado Secretario de Agitación y Propaganda. Participó en la histórica huelga del 34 en Oviedo y se trasladó a Cruces. En este barrio de Barakaldo, participó en la fusión de las Juventudes Socialistas Unificadas de Euskadi y ocupó el cargo de secretario local. El 17 de julio de 1936 –un día antes del golpe de Estado militar franquista– convocó una reunión urgente de las JSU con el objeto de requisar armas en Olabeaga, Lutxana…. «El 22 de julio, una docena de milicianos salimos de Bilbao a Donostia a rendir a los rebeldes en el Hotel María Cristina. El 24 participamos en el acoso a los cuarteles de Loiola», rememora.
Días más tarde y amenazada Urduña, se movilizó un centenar de milicianos comunistas, anarquistas y socialistas en seis camiones, a las órdenes del capitán Espías y, ya encuadrado en el batallón Leandro Carro, es nombrado teniente. «Allí nos abandonaron o traicionaron los altos oficiales, pero mi sección se mantuvo dispuesta a resistir». Tras evacuar Bilbo, fue herido en la mano izquierda y le retiraron a Santander y a Xixón. Al perderse esta ciudad, Balbuena abandonó el hospital y buscó el exilio. En un pesquero llegó a El Havre (Estado francés). Sin embargo, retornó al Estado español, a tierra republicana, por Figueres, y le designaron instructor de la 65º Brigada. Ante una derrota republicana arengó a su tropa para huir al Estado francés y continuar la lucha.
Tras 28 días de travesía vestido de civil, fue apresado en Broto (Huesca), juzgado en Jaca y encarcelado. Por suerte, quedó libre y viajó a Bizkaia. Logró un empleo en una mina ubicada «sobre Bilbao» por las mañanas y, por las tardes, impartía clases. Retomó la lucha clandestina con el EPK-PCE y en 1942 fue detenido y encarcelado en Larrinaga, prisión de Bilbo. «Franqui –como llama a Franco– nos quitó todo y nos dedicamos a vivir de ahorros, de la huerta y a escribir, liberados del capitalismo. Lo digo en uno de mis libros: con el capitalismo la clase trabajadora queda aislada, de ahí el lloriqueo. El trabajador sigue por la necesidad de la burguesía de desarrollar sus propios valores. Los artesanos sí son conscientes de su trabajo».
Y, ¿cómo se llega a los 109 años antifascistas? «El secreto es pasar hambre: levantarme de la mesa de desayunar con hambre, lo mismo de comer y cenar. A eso, sumo ejercicios físicos y mentales», exclama a quien le preocupa el presente. «Nacemos con la cosa de subsistir. Somos 8.000 millones de personas en el mundo, todas diferentes. No es normal, por lo tanto, que haya solo un sistema para todos, el capitalismo. Es mentira –concluye– que produzca libertad e igualdad».
Juan Azkarate, el niño vizcaino que fue gudari de mar antes de tiempo
Justicia. La justicia es el principio moral que inclina a obrar y juzgar respetando la verdad y dando a cada uno lo que le corresponde. En ella creía Juan Azkarate cuando decidió siendo un niño alistarse contra los golpistas españoles de julio de 1936. No le importó su edad imberbe. Al contrario, el no saber de la vida –y de la muerte, aunque la había sufrido en su propio hogar con el fallecimiento de su madre– le restó miedo.
El vizcaino perteneció a la Marina Auxiliar del Gobierno de Euzkadi, que contó con un millar de personas empleadas en ella. A día de hoy, al de Bermeo –al ‘Txo’–se le conoce, de forma coloquial, como el último gudari de mar vivo o itsas-gudari.
El joven Azkarate llegaba lastrado a la guerra. Poco tiempo antes de estallar el conflicto, Juan había perdido a su madre, ahogada en la famosa barra de Mundaka. Eran días de huelga de panaderos en su pueblo y volvía en barco de jornada de recados a Gernika-Lumo. El cuerpo de la mujer apareció sin vida en el arenal de la playa salvaje de Laga. El retaco sumaba doce años. Lo recuerda con hondo penar. «Me llevaron a verla al cementerio. Dolor, sentí mucho dolor. Recuerdo de noche, que los coches del pueblo se acercaron a Mundaka a alumbrar con sus luces la mar para ver si se podía rescatar a alguien. Mi madre sí sabía nadar, pero las corrientes…», silencia.
Tan solo dos calendarios después, Azkarate fue bautizado como gudari, de los más jóvenes. Tenía solo 14 años –se lo permitieron tras afiliarse al PNV y a SOV/STV– y su cara barbilampiña quedó impresa en su ficha de la jefatura de guerra. Su padre, mientras tanto, también se sumó a luchar contra el fascismo: se inscribió voluntario a construir trincheras.
Juan conoció Mar, Tierra y Aire. Tres también fueron las veces que acudió y fue recibido por el lehendakari José Antonio Aguirre. Sufrió los campos de concentración de Argeles e Irun. Cárcel en Larrinaga, Bilbo. Fue testigo de altos mandos que, de algún modo, les traicionaron. Lamenta que a políticos y otras personalidades ‘ricachuelas’ se les facilitara el exilio. Lo reprocha todavía.
Azkarate, con buena planta aún a sus cien años, fue gudari del bou Araba y del barco José Luis Díez. Fue camarero segundo y ayudante de ametralladora en el primer bacaladero camuflado de guerra. Navegó también en el Euskal Herria. Pasó hambre en la España republicana. Perdió todo contacto estando en el Estado francés y pensó, desarraigado, hacer su vida lejos. Le sonaba bien ir a Venezuela, adonde no llegaría. Coincidió con el tío del famoso artista Néstor Basterretxea –exalcalde de Bermeo–, y con el pintor Barrueta. Salió vivo de bombardeos como el de Barcelona o Granollers.
El antifascista vasco se vio obligado a andar un día y una noche entera para ingresar en el campo de concentración de Argeles, al grito en francés de ‘allez, allez’ y con golpes de culatas de rifle si se paraban, propinados por los senegaleses encargados de su envío a este enclave perteneciente al municipio de Perpinyà. Acabada la guerra, partió con su empresa de atúnidos precisamente a Senegal.
Él, presidente de la Sociedad Azkarate Hermanos, sufrió en el país subsahariano la explosión de un compresor que le dejó ciego por un mes. Incluso mantenía la ceguera cuando regresó al pueblo natural de quienes se saludan como ‘txo’. Sin embargo, «la guerra, lo sufrido en mi vida, no fue dolor en comparación con cuando murió mi mujer el 8 de marzo de 2011. Yo era el primero que hubiera ayudado a que falleciera. Padecía alzhéimer y no hubo un día que no estuve con ella. Cada día le ponían un tubo. Aquello sí fue horrible», compara con todos sus desastres vividos en la guerra y se emociona, la única vez en toda la entrevista. Sus dos brazos aún portan las iniciales tatuadas de su esposa Rosario Etxebarria Zulueta, aquella redera que conoció al día siguiente de salir de la cárcel bilbaina de Larrinaga, con la que compartió siete décadas. «Si me preguntaban los franquistas qué significaba el tatuaje E.R., yo les decía para pasar desapercibido y no tener problemas que El Rey», sonríe con ojos emocionados a sus cien años exigiendo aún, además de verdad y justicia, reparación. ¿Alguna institución ha reparado los daños causados por la Guerra del 36 a aquellas personas que, en este caso, no la provocaron? La pregunta –como la respuesta– queda en el aire.
Javier Brosa y Miguel Arroyo, los dos gudaris de la resistencia antinazi vivos del batallón Gernika
La no repetición. Al deseo de verdad, justicia y reparación, se suma entre los gudaris vivos el de no repetición. Se entiende esta garantía como el conjunto de iniciativas y políticas orientadas a la conciencia colectiva de un pueblo sobre un conflicto ocurrido en su historia, a la promoción de la convivencia entre los ciudadanos y a la paz.
Volviendo al pasado, cuatro años después de acabada la Guerra del 36 en todo el Estado, el Gobierno del lehendakari Aguirre difundió un llamamiento desde el exilio parisino por el que se animaba a varones vascos a participar en el Batallón Gernika, que lucharía en el Estado francés contra los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. El calendario rotulaba el número 1943. Dos más tarde, el reconocido oficial Kepa Ordoki Vázquez, de ANV, se puso al frente de esta unidad que avanzaba con el objeto firme de acabar con el fascismo e, incluso, celebrar la libertad para el pueblo vasco de Hego Euskal Herria bajo el maldito yugo franquista. La histórica unidad de batalla que formó parte de la célebre Brigada Carnot fue desmovilizada el 30 de septiembre de 1945.
Algunos gudaris del Batallón Gernika desfilaron orgullosos ante el general francés De Gaulle en la capital bañada por el río Sena. Los antifascistas Javier Brosa y Miguel Arroyo coincidieron hace 78 años entre un centenar de compañeros en aquella brigada vasca. El primero es donostiarra, y está afincado hoy en la capital mexicana. El segundo –nacido en Burgos–, es vizcaino desde los dos años, y en la actualidad reside en Lapurdi. «Sí, puedo confirmar que yo desfilé ante el general De Gaulle, aunque yo no recibí ni he recibido ninguna medalla conmemorativa», asevera Brosa a sus 96 años desde su empresa familiar Electro Donosti SA en México, a la que aún acude cada día tras haber superado el covid-19 y una salmonelosis. Resistente, vive solo.
Nacido el 4 de diciembre de 1925 en la parte vieja de la capital guipuzcoana, rememora una anécdota de los días de instrucción del batallón bajo mandos de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos. «Cuando estábamos en el Chateau Rothschild, en una clase, nos estaban explicando el funcionamiento de una bomba de mano, que al retirar la anilla explota en segundos», se activa y prosigue: «Antes, nos habían explicado el tiempo que se tenía para lanzarla, y al estar detallando esto, al instructor se le zafó la anilla y se le cayó la bomba y todos salimos corriendo del salón. Ninguno fuimos a por la bomba y lanzarla a la calle, que es lo que el instructor esperaba que hiciéramos. Pues bien, solo había sido una prueba de reacción a la que todos fallamos, porque salimos corriendo», se ríe quien había llegado a la costa de Ipar Euskal Herria remando tras haber escapado de los fascistas de Falange que le habían reclutado a la fuerza. La singladura junto a sus dos amigos fue «muy sufrido y con desembarque peligroso. Los tres nos alistamos al batallón Gernika», testimonia a 7K.
Al término de ‘La Guerra Total’, Brosa quedó ‘deambulando’ por el Estado francés. Logró empleo en un astillero y en un petrolero hasta que el Gobierno mexicano le concedió la visa. Entonces, viajó al país azteca vía Nueva York en 1948. En México, contactó con la Euskal Etxea y trabajó de electricista. En 1956 se independizó con un negocio de instalaciones y embobinado de motores llamado Electro imán Euskadi. Al año siguiente, se casó con Ibérica Curcó Bellet, catalana republicana exiliada. El matrimonio tuvo tres hijos: Javier, Maite e Ibone. Hace justo 60 años, el negocio cambió de nombre: Electro Donosti SA, y son representantes de Siemens. Hasta 2010, Brosa ha veraneado tres meses al año en Donostia, hasta que falleció su esposa.
Miguel Felipe Arroyo de la Peña, por su parte, también está vivo. Reside en Baiona. A diferencia de Brosa, sí fue reconocido por el Estado francés y recibe una paga de guerra cada mes. Sin embargo, él no desfiló ante el estadista Charles De Gaulle, del partido Agrupación del Pueblo Francés, ni formó parte de la instrucción en Rothschild.
Arroyo nació el 8 de junio de 1924 en la plaza de Vega de Burgos capital. Cuando tenía dos años, su familia se trasladó a Bilbo. Residieron en Uribarri kalea. En los primeros compases de la guerra, mataron a su hermano Ramón, episodio con más sombras que luces. Su madre, entonces, decidió huir a casa de su hermana exiliada en Baiona. «En Bilbao, una bomba nos cayó a 50 metros y nos vinimos aquí», detalla en una entrevista inédita concedida al fotógrafo Mauro Saravia. Con 19 años, este votante de izquierdas –«nunca a la derecha»-, se alistó voluntario y lo enviaron a la brigada vasca de Ordoki, «comandante que hablaba muy bien francés».
Arroyo asegura que nunca tuvo miedo en la línea del frente, de hecho, «yo era el que salía primero de la trinchera con una ametralladora y en Pointe de Grave –Médoc, margen izquierda de la desembocadura del Garona– llegué a capturar a cuatro alemanes. Si Dios existe, yo no miento. Entregué los nazis a los soldados franceses. Luego, no sé qué hicieron con ellos o si lo sé no lo digo porque son cosas de guerra», recalca este hojalatero que se casó con una francesa a quien conoció en un baile.
Arroyo aporta que en un principio vestían uniforme francés, azul, pero más adelante, «marrón, no verde, y en la cabeza un casco de plato inglés». En aquellos días conoció al lehendakari Aguirre. «Solo me preguntó a ver qué tal estaba y le respondí que bien, nada más», evoca y concluye con sus impresiones: «Cuando vas a la guerra no sabes si vas a salir de allí. Al acabarse, trabajé de fontanero y tuve mis empleados. Además, me reconocieron como veterano de guerra, conservo los papeles donde lo pone: ‘Por formar parte del Batallón Gernika’».