Motín-rebelión de Wagner: conato frustrado o efecto Matrioshka
Tras el desafío de Wagner, el Kremlin combina las llamadas a la calma con el aviso de que el país estuvo a punto de la guerra civil. Algunos rumores aseguran que el ajuste de cuentas ha finalizado. Otros que tomará su tiempo. ¿Es un motín frustrado o una superposición de capas, como las Matrioshkas?
No seré yo quien se atreva a desmentir al propio Vladimir Putin cuando aseguraba esta semana que Rusia estuvo a punto de hundirse en una guerra civil. Es evidente que Occidente suspira por un cambio de régimen y que muchos de sus analistas pueden pecar de exceso y magnificar los problemas, evidentes, que atraviesa el gigante euroasiático, tanto en el frente ucraniano e internacional como a nivel interno.
Pero minimizar el alcance y las consecuencias de un acontecimiento como el del pasado sábado, como hacen otros análisis que se sitúan a la contra, deja a estos al albur no solo del desmentido del inquilino del Kremlin, sino a merced del tiempo, esa espada de Damocles que, tarde o temprano, pone en su sitio a unos y a otros.
Los rumores sobre la detención del general Serguei Surovikin por complicidad y las informaciones de purgas entre oficiales, pilotos, soldados y guardias fronterizos que no impidieron el avance de la columna de Wagner sugieren movimientos, mientras investigadores del Servicio Federal de Protección (encargado de la seguridad de altos cargos, incluido el presidente ruso) siguen interrogando a jefes de mando militar y a comandantes de unidades. Sabemos lo que mueve a los análisis occidentales: mantener la hegemonía.
Los que tratan de confrontarlos, como el negativo de una fotografía, pecan, por su parte, de una fijación por la terminología que parece emular la ya atávica costumbre rusa de no nombrar algo para hacer como que no existe, como Stalin cuando preludió el Photoshop al borrar de las imágenes del traslado del féretro de Lenin a la vieja guardia purgados por él. O como cuando Putin sigue hablando de «operación militar especial» a lo que, si no es una invasión, es una guerra en toda regla, o cuando no nombra a Prigozhin ni cuando le acusa de traición o le ¿amnistía?
Lo llamemos como lo llamemos, motín, conato de rebelión, insurrección militar..., y más allá incluso de cuál era el objetivo del jefe de Wagner –y hasta dónde estaba dispuesto a llegar–, el hecho de que una columna militar con blindados avance hacia la capital derribando los pocos helicópteros y aviones que salen a su paso es algo extraordinario por su gravedad.
Que Putin salga por la mañana anunciando el mayor de los castigos a la «traición y a las exacerbadas ambiciones personales» de su «chef» Prigozhin –sin citarlo– y acceda horas después a permitir su exilio a Bielorrusia es un problema de imagen que ni siquiera la gestión de los tiempos que se le atribuye –esa suerte de principio oriental de que la venganza se sirve en plato frío– puede soslayar.
Se podrá argumentar que el inquilino del Kremlin se avino a contemporizar para no tener que desviar tropas del frente ucraniano para sofocar el avance de Wagner.
Pero eso mismo, y el hecho de que la primera medida anunciada tras la ¿resolución? de la crisis haya sido reforzar con armamento pesado a la Guardia Nacional (300.000 efectivos) da la medida de la fragilidad de su defensa ante una columna de no más de 5.000 hombres (las imágenes de grúas abriendo boquetes en la autopista de Rostov del Don hacia Moscú para cortar el paso a la columna ilustran esa improvisación).
Pese a quien pese, y al margen de posicionamientos geopolíticos previos y consecuencias, los acontecimientos de hace una semana han dejado en evidencia la debilidad estructural del régimen ruso.
Fragilidad
La propia chispa que hizo estallar la crisis, el ultimátum del Ministerio de Defensa ruso para que la docena larga de compañías de mercenarios, entre ellas Wagner, se subordinaran a sus órdenes, refuerza esa idea de fragilidad.
Mercenarios, porque no otra cosa son grupos como el liderado por Prighozin, que reclutan a cambio de dinero a oficiales condenados por delitos por los tribunales militares y a presidiarios a los que se ofrece liquidar sus penas por delitos graves sin remisión a cambio de que se jueguen la vida en los campos de batalla. Mercenarios como los estadounidenses de Blackwater, pero en versión rusa.
El recurso a compañías militares privadas y fuera del control estatal es otra muestra de esa debilidad, y apunta a que, en el caso de Rusia, hablamos de una suerte de régimen feudal moderno en el que asistimos a una pugna entre «señores», en este caso oligarcas, que crean sus propios ejércitos privados, y sobre los que, nominalmente, se sitúa el «primus inter pares», personificado en Putin.
Que la única victoria militar en un año en Ucrania haya sido la reivindicada por Wagner con la conquista de las localidades de Soledar y Bajmut, en Donetsk, deja en no muy buen lugar al considerado hasta el inicio de la invasión de Ucrania el segundo ejército más fuerte del mundo. El recurso a compañías privadas, o a divisiones como las de los kadirovski, 70.000 antiguos guerrilleros chechenos a las órdenes del señor de la guerra y sátrapa de Grozni, Ramzan Kadirov, evidencia asimismo el fracaso en los planes de modernización de ese ejército, prometidos por Putin tras, sobre todo, el desastre de la primera guerra ruso-chechena y la crisis económico-financiera de 1998, que estuvo a punto de llevar al colapso total a Rusia y propiciaron la llegada al poder de Putin.
El protagonismo de estas «compañías», y sobre todo de las huestes de Prigozhin en el frente ucraniano está sin duda detrás de sus constantes desafíos y denuncias al alto mando militar ruso por la marcha de la guerra, soflamas que cruzaron todas las líneas rojas horas antes del inicio de la crisis cuando llegó a asegurar que la campaña militar en Ucrania no estuvo nunca justificada y que Putin fue engañado por los siloviki del FSB y por la cúpula militar para que se embarcara en una guerra que les iba reportar dividendos económicos y de prestigio personales (insignias).
Que el jefe de una compañía mercenaria que se ha lucrado con todo tipo de negocios vinculados a su actividad militar a lo largo y ancho del mundo y que era hasta entonces como el vocero de los «halcones» que en Rusia abogan por poco menos que la «solución final» contra los ucranianos reconociera que la guerra a Ucrania «nunca tuvo sentido» no deja de resultar una paradoja y abona la convicción de que hablamos de alguien con escasos escrúpulos, similares por otro lado a los de sus ahora rivales.
Ausencia de escrúpulos sí. ¿Pero tanta estupidez para lanzarse a tal desafío al Kremlin sin agua en la piscina? Volvemos a la rumorología occidental, que asegura que Prigozhin contaba, o creía contar, con apoyos, por lo menos en el seno del Ejército, y que su plan era capturar al ministro de Defensa, Serguei Shoigu, y al jefe del Estado Mayor, general Valeri Gerasimov, en cuanto visitaran el frente.
Siguiendo a estas fuentes secretas, el FSB habría descubierto el plan con dos días de antelación y habría forzado al jefe de Wagner a precipitarse saliendo de Ucrania, recalando en el cuartel general de la retaguardia rusa en Rostov del Don, donde según algunos reportes retuvo al viceministro de Defensa y enviando a su destacamento en una «Marcha de la Justicia» hacia Moscú.
Siempre según esa tesis, Prigozhin habría contado con la complicidad de al menos el general Surovikin y del teniente coronel de la GRU (servicio secreto militar) Vladimir Stepanovich Alekseyev. Ambos aparecieron el día de autos separadamente en vídeos grabados en el mismo escenario y en los que por momentos parecían hablar condicionados instando al jefe de Wagner a que cesara en su actitud.
Hermetismo como práctica habitual
A la hora de cerrar estas páginas, el Kremlin guardaba silencio, lo que pese a abonar esos rumores no deja de ser una práctica habitual del poder en Rusia. Tampoco sería descartable que uno de ellos, o ambos, terminaran por comparecer para desmentirlos.
Pero, más allá de la credibilidad de rumores, silencios o eventuales desmentidos, la gravedad de lo ocurrido obligará a seguir prestando atención a lo que ocurre en Rusia en los próximos meses.
No es descartable que el poder espere a que pase el pico y llegue el momento-valle para proceder a un ajuste de cuentas más allá de Wagner. Tampoco le queda mucho tiempo, habida cuenta de que Putin aspiraba, hasta ahora, a volver a presentarse en las presidenciales de 2024.
Al fin y al cabo, y como señala Rafael Poch, Rusia (y la URSS) ha adolecido y adolece de «defectos estructurales» como el relevo del líder, lo que le aboca a una historia de convulsiones y riesgos de quiebra. Y, siguiendo con el respetado analista catalán, otro de los efectos colaterales de la «maldición de la autocracia» rusa es que la oposición, sin posibilidad alguna de protesta o de alternancia, apuesta por derribar al régimen sin atender a posibles males mayores.
En este sentido, el apoyo del magnate caído en desgracia Mijail Jodorkovski y del opositor en prisión Alexei Navalny a la revuelta de Prigozhin resulta incluso temerario. Cuando el jefe de Wagner no dudaría un segundo en ejecutar a Alexei Navalny –a Jodorkovski no, porque no lo tiene a mano– a mazazos, como hace la Wagner con los traidores.