INFO

Asonadas, crisis de la democracia poscolonial y lecturas interesadas

El apoyo popular a los golpistas es una reacción a la crisis del modelo democrático, que se identifica con el colonialismo occidental, crisis que está detrás del auge yihadista. Los militares negocia(rá)n con viejas o nuevas potencias el reparto de la riqueza. Para desgracia de los nigerinos.

Partidarios del Consejo Nacional de Níger para la Salvaguardia de la Patria CNSP se manifiestan en Niamey. (AFP)

Lo acaecido en Níger responde al típico modelo de golpe de Estado militar en –aunque no solo– África. Un ambicioso general, esta vez de la Guardia Presidencial, que iba a ser cesado en su puesto, se adelanta y lanza un motín deteniendo al presidente legítimo.

El general Abdourahmane Tchiani enarbola la amenaza e inseguridad provocada por el yihadismo para justificar su asonada. Sigue así al dedillo el guión de los golpistas de Mali y Burkina Faso.

Tras días de dudas e incertidumbre, y con el fantasma de un cisma militar interno como el que asola estos meses a Sudán, el Ejército nigerino abandona a su suerte al Gobierno y se alinea con los golpistas.

¿Cómo es posible que, con estos mimbres, y como ha ocurrido en otros países del Sahel, parte de la población, y sobre todo sectores de la juventud, apoyen con entusiasmo la asonada militar?

La explicación la encontramos en la crisis de las democracias, de escala mundial, pero que reviste una gravedad y especificidades propias en el continente africano.

Los golpes de Estado africanos que nos ocupan son, por tanto, consecuencia, y no causa, de la crisis del modelo democrático.

Como, en paralelo, la irrupción del yihadismo en el Sahel, que los golpistas utilizan como excusa para tomar el poder, es producto precisamente del fracaso de ese modelo.

Lecturas interesadas Llegamos a la cuestión de las lecturas interesadas. Como que el yihadismo en el Sahel es un fenómeno exclusivamente importado y expandido por el vacío de poder tras el derrocamiento de Gadafi en Libia.

El golpe de Estado es consecuencia de la crisis del modelo democrático, como lo es la pujanza del yihadismo entre los musulmanes sahelianos. 

Es evidente que la ruptura del frágil equilibrio entre tribus y clanes que había tejido el coronel libio para mantenerse en el poder durante cuarenta años y la incapacidad de los que protagonizaron la revuelta para consensuar una mínima alternativa política fueron aprovechadas por el Estado Islámico para reivindicar su espacio y canalizar el malestar popular, sobre todo, y paradójicamente, entre las tribus más fieles a Gadafi (en su histórico feudo de Sirte). Y que el yihadismo aprovechó el subsiguiente descontrol de unas fronteras ya porosas para el contrabando de armas que fueron a parar a otros países.

En 2012, meses después del linchamiento público de Gadafi, los grupos salafo-yihadistas utilizan como palanca una insurrección de la minoría tuareg en Mali para lanzar una ofensiva que tiene como objetivo la capital, Bamako.

Mali se convierte en el epicentro yihadista africano y la secuenciación refuerza la tesis libia olvidando u obviando dos aspectos clave. Que el origen de los grupos yihadistas malienses está, sobre todo, en los restos de las derrotadas organizaciones argelinas Grupo Islámico Armado y Grupo Salafista de Predicación y Combate (GSPC), que se refugiaron a finales de los noventa en el desierto del norte de Mali.

Y que, sobre todo, la crisis del modelo democrático impulsa el deseo entre la comunidad musulmana del Sahel de sustituirlo por la instauración de un califato islámico. Del salafismo al yihadismo hay una delgada línea que se diluye por la crisis económica endémica y la falta de expectativas vitales, amén de por la represión indiscriminada de los ejércitos locales y extranjeros.

Resulta otra vez paradójico que sean los mismos altos mandos militares, en Mali, Burkina Faso o Níger, que han mostrado su incompetencia, incluidos los excesos represivos a la hora de enfrentar el yihadismo, los que se presentan ahora como alternativa a los Gobiernos legítimos y electos «incompetentes».

Como resulta sangrante que esos altos cargos castrenses hayan sido precisamente los mayores beneficiarios del sistema de corrupción y clientelismo rampantes.

Una lacra esta que, evidentemente, y junto con las reservas de Occidente para permitir que la población africana saque algún rédito del orden económico mundial, deja a la altura del barro las experiencias democráticas africanas.

No hay duda de que estas y los que las gestionan, por acción o por omisión, son responsables del descrédito del sistema que aseguran defender ante los ojos de sus ciudadanos. Un descrédito que alimenta reacciones como la de apoyar abiertamente una asonada militar.

Pero tampoco es cierto, o es otra lectura interesada –y van ya tres– la que asegura que el surgimiento de las democracias en África fue un impulso occidental.

Fue producto, por contra, de pulsiones internas, primero en los años setenta contra los regímenes de partido único que se hicieron con el poder al calor de los procesos de descolonización e independencia, y tuvo su continuidad en las revueltas populares contra los regímenes militares de los noventa, que dieron lugar a impulsos democratizadores en esas sociedades.

Mucho ha llovido desde entonces y los regímenes democráticos se han ganado una muchas veces justa fama de corruptos y de desatender los servicios básicos para su población, además de ser incapaces de ofrecer un modelo que supere las divisiones internas tribales y clánicas en una configuración de las fronteras y los Estados-nación africanos impuesta artificialmente por los colonizadores.

Coches quemados frente a la sede del partido del depuesto Bazoum. (AFP)

Níger es un ejemplo paradigmático. El primer golpe de Estado de su corta historia tras lograr desasirse del abrazo de Francia fue contra el partido único, al que siguieron sucesivas asonadas militares con la promesa de reinstaurar, tras periódicos bloqueos, el sistema democrático.

Este volvió de la mano del partido Níger para la Democracia y el Socialismo (PNDS) hace 12 años, con la llegada al poder del presidente Mahamadou Issoufou.

Sus dos mandatos pueden calificarse de desastre en términos económicos, sociales y en el ámbito de las libertades políticas. Fue precisamente el Issoufou quien promocionó como jefe de su Guardia Presidencial al general Tchiani y actual líder golpista.

Al punto de que, en el contexto de desinformación de los primeros días y en el marco general de desconocimiento de la realidad africana del que peca Occidente –y sus medios de comunicación–, se llegó a hablar de que era el expresidente quien había impulsado entre bambalinas el golpe de Estado contra su sucesor, Mohamed Bazoum.

A tenor de no pocos análisis sobre el terreno, Bazoum, actualmente retenido en su edificio presidencial por la junta golpista, había liderado un intento de mejorar los servicios públicos, de poner coto a la corrupción y de canalizar las disputas políticas.

El despuesto mandatario había liderado el diálogo intercomunitario–Níger tiene una importante población tuareg– y negociaba incluso con líderes salafistas locales atraídos por la mística y la oferta yihadista una salida para el futuro de sus poblaciones.

EEUU y Rusia, con los mercenarios de Wagner, lanzan guiños para cortejar a los golpistas en plena pugna geoestratégica. A despecho de Francia, animal colonial herido. 

Pero su posición minoritaria en el seno del partido le habría imposibilitado ir más allá, por no hablar de reformar la corrupta institución militar, verdadero reto en muchos países africanos, y que se ha convertido en su verdugo.

Mientras tanto, decenas de miles de nigerinos, en una población muy joven y sin futuro, saludan el golpe y, sobre todo, lo que supone de derrota geoestratégica para Occidente, y sobre todo para Francia.

Lo mismo hicieron parte de la izquierda egipcia y tunecina al saludar el golpe de Estado del mariscal Abdelfattah al-Sissi y el giro autoritario del presidente Kais Saied contra las democracias lideradas por formaciones islamistas en ambos países africanos. Hoy, sus izquierdas están desaparecidas y sus activistas encarcelados, perseguidos, en el exilio o simplemente silenciados.

La deriva nigerina, como la maliense o la burkinesa, apunta a lo mismo. Y, por de pronto, las delegaciones de alto nivel estadounidenses y rusas, con los mercenarios de Wagner, visitan o guiñan a Niamey en su pugna geoestratégica por el control de un país rico en minerales (uranio) y recursos naturales, y de los más empobrecidos en el ranking mundial.

Francia pierde merecida y definitivamente pie en el Sahel. Aunque, animal malherido, tratará hasta el último momento de revolverse. Y de presionar a los países del África Occidental (Cedeao), liderados por Nigeria, para embarcarse en una aventurera intervención militar que puede salirles cara y generar un conflicto regional de consecuencias imprevisibles.