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El complejo laberinto birmano

Las últimas noticias del indulto parcial de Aung San Suu Kyi y de la extensión del estado de emergencia en Myanmar, que provoca un nuevo retraso de las prometidas elecciones libres, amortaja un complejo rompecabezas político-diplomático que no permite vislumbrar una salida a corto o medio plazo.

Fotografía de la dirigente birmana durante las protestas contra el golpe militar de febrero. (AFP)

La noticia del indulto parcial concedido por la Junta militar birmana a la depuesta líder Aung San Suu Kyi, perdonando a la premio Nobel de la Paz cinco de los 19 delitos por los que fue condenada y encarcelada por un total de 33 años tras un golpe de Estado hace dos años, ha vuelto a poner a Myanmar bajo el foco mediático. Los indultos forman parte de una amnistía otorgada a más de 7.000 prisioneros –la mayoría con motivo de la Cuaresma budista–.

Aunque pudiera parecer que preparaba el terreno para un nuevo escenario diplomático, nada más lejos de la realidad. La Junta extendió por tercera vez el estado de emergencia, hecho que no solo obliga a retrasar aún más las elecciones libres que prometió al asumir el poder, sino que, de facto, viola la Constitución, que solo permite dos extensiones de seis meses.

El propio hijo de Suu Kyi, Kim Aris, ha asegurado que el perdón parcial de la Junta y su salida de prisión para permanecer en arresto domiciliario «no significa absolutamente nada». Aris, que dice no haber tenido contacto con su madre, afirma que es un ejercicio de propaganda: «Todo el mundo sabe que los militares han jugado con la propaganda solo porque necesitan hacer algo para intentar apaciguar al mundo. Que hayan reducido algunos años la sentencia de mi madre no significa absolutamente nada».

División de la comunidad internacional

La división de la comunidad internacional ante el golpe de Estado de febrero de 2021 ha sido una catástrofe tanto a nivel interno, por la indefensión de centenares de miles de ciudadanos y decenas de etnias contrarias a la intervención militar, como para toda la región y toda Asia. Ni Naciones Unidas ni la Asean ni el bloque occidental han logrado mantener una unidad estratégica o de acción sobre qué soluciones pacíficas podrían ser implementadas en el país, y la industria armamentística, por supuesto, sacó ventaja de ello.

El pasado mayo, el relator especial sobre la situación de los derechos humanos en Myanmar, Tom Andrews, hizo público un informe en el que decía que la Junta ha importado al menos mil millones de dólares en armas y materias primas para fabricar arsenales desde el golpe.

El informe, que detalla transacciones con empresas y redes de distribución de armas, señala a Rusia como la principal proveedora de material bélico con más de 406 millones de dólares. En segundo lugar se sitúa China, con 267 millones, seguida muy de cerca por Singapur con 254. India y Tailandia quedan muy por detrás con 51 y 28 millones, respectivamente.

El relator asegura que si se pudieran eliminar los recursos que se utilizan para comprar armas del resto del mundo, sería posible menguar la capacidad de la Junta para atacar a la gente. Y a pesar que hay países que han tomado medidas sancionadoras y de bloqueo contra el régimen militar, como la mayoría de Estados del G7, aún existen otros –como Japón– que no solo no ha sancionado al país sino que, a pesar de suspender todos los nuevos proyectos de la Ayuda Oficial al Desarrollo, continuó ejecutando los proyectos que estaban en curso. Andrews asegura que incluso entre los países que han impuesto sanciones no existe coordinación.

El golpe de 2021 en Myanmar no solo ha puesto en contradicción y contra las cuerdas a los países occidentales, sino que está provocando cada vez más desafíos a la seguridad mundial que principalmente afectan, paradójicamente, a los países de los que recibe ayuda militar. La Junta ha centrado sus esfuerzos en la represión militar de la amplia oposición prodemocrática y eso ha provocado un aumento de la trata de personas transfronteriza y las estafas cibernéticas. A pesar que estas han afectado a casi todos los continentes, se han cobrado un precio especialmente alto en Rusia y China, beneficiando a grupos del crimen organizado chino.

La respuesta de Pekín ha sido mixta

Desde finales del año pasado, el Gobierno chino ha demostrado un compromiso creciente. El entonces ministro de Exteriores, Qin Gang, anunció en mayo que el Ejecutivo de Pekín mejorará las interacciones con «todos los departamentos» del régimen de la Junta. A pesar de ello, paralelamente, China también se ha protegido apoyando a algunas de las organizaciones armadas étnicas más poderosas de Myanmar, extendiendo la influencia china en el país.

Pero esta doble estrategia no parece que vaya a estabilizar sus inversiones en el país, sino más bien lo contrario. Es más, si la situación continúa como hasta ahora, se seguirá infligiendo un mayor daño a los ciudadanos, que son el objetivo de los grupos criminales chinos que ahora dirigen innumerables centros de ciberdelincuencia en todo el país.

El inicio de la resolución de este conflicto pasa, ineludiblemente, por una sólida cooperación internacional liderada por Naciones Unidas y por tratar de superar los recelos entre bloques. De no ser así, no solo la población birmana sufrirá ante la casi indiferencia mundial, sino que la comunidad internacional –con China a la cabeza– seguirá siendo perjudicada con propagación de actividades criminales, tráfico de personas y estafas transfronterizas.