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Nick Cave, la terrible belleza del dolor

Las más de 40 horas suministradas por las entrevistas realizadas al músico Nick Cave por Seán O’Hagan son el alimento de un copioso y trascendente libro, ‘Fe, esperanza y carnicería’ (Sexto Piso, 2024), donde la palabra escrita se convierte en el reflejo del sufrimiento padecido por el australiano.

Nick Cave y Warren Ellis, durante el rodaje de su documental. (AFP)

Hay un tipo de lenguaje y, por extensión, una particular manera de asumir la existencia, que probablemente solo estén capacitados para traducir en toda su magnitud aquellos que comparten en su biografía la trágica e inesperada muerte de un ser cercano. Una funeraria complicidad, más allá de una amistad empastada durante años de profesión, que une al periodista Seán O’Hagan, quien perdió a su hermano menor, con Nick Cave, sometido al martirio del fallecimiento de su hijo Arthur, a los 15 años, al precipitarse por un acantilado. Paralelismo que ayuda a codificar y ensanchar el calado contenido en un libro que recoge el resultado de las intensas y extensas conversaciones entabladas entre ambos.

Ya en el, por momentos, demasiado autocomplaciente documental ‘20.000 días en La Tierra’, el australiano reconocía que su verdadero ‘yo’ estaba alojado en su obra, dada su pulsión por fagocitar todos los episodios personales y, por lo tanto, erigiéndose como fidedigno espejo de su identidad. Un sentimiento que pervive a lo largo de estas páginas, pero expuesto bajo aspiraciones diferentes, alteraciones consecuencia del paso del tiempo, lo que le empuja a observar con desafección –que no arrepentimiento– a aquel joven airado y violento que buscaba la redención en los excesos, y sobre todo del sometimiento a un proceso dramático de duelo al que, más allá del ocasionado por la mencionada fatalidad, se agregaron la muerte de su madre.

Las entrevistas, ese género al que en la primera frase del libro el australiano sentencia como una «mierda» inservible, por su afán comercial, aquí se muestran como un formato capaz de convertirse en una obra de arte.

Madre a la que dedica algunos de los pasajes más hermosos solo enturbiados por el estremecedor surrealismo que supusieron unas restricciones sanitarias originadas por la pandemia que le obligaron a “despedirse” de ella a través de una inerte pantalla de ordenador, y la de su antiguo amor y en la actualidad amiga Anita Lane. Un reguero mortuorio inagotable que incluso se extendió después de la realización del libro, azotando de nuevo a la familia Cave con la pérdida de su otro hijo, Jethro.

Interpretando el caos a través del arte Debacles emocionales que, sin embargo, el músico, tocado por una especie de luz sanadora conquistada –siempre en compañía de su mujer, Susie, apasionadamente elogiada– tras un estremecedor periplo por el purgatorio, interpreta como la confirmación, espoleada por otro funesto protagonista en forma de virus sanitario, del derrumbe de cualquier base racional y el constante ejercicio de funambulismo al que están sometidas nuestras existencias. Una condición que enfrenta bajo una mística, siempre apreciable en su obra pero ahora convertida en una entusiasta fe, que, como no podía ser de otra manera, desarrolla bajo una particular idiosincrasia, convirtiendo la duda y la (más que) posible inexistencia de deidad alguna en el propio sentido máximo de la búsqueda espiritual.

Elementos metafísicos que trasladan la habitual imagen de este iracundo y arrogante intérprete, reconocido precisamente por el intenso clima emocional capaz de inyectar a su obra, hacia la de un individuo congraciado con la humanidad, devoto de la belleza inherente a lo mundano y enfrentado a todo cinismo, incluso al que expresaba a través de sus iniciáticos The Birthday Party. Unas coordenadas musicales a las que despoja de cualquier tipo de adocenamiento y que repudian a ese “amodorrado perro viejo” con el que identifica a la nostalgia.

Un proceso compositivo que, como consecuencia directa de ser embestido por la fatalidad, se ha alejado conscientemente de esa narrativa tradicional, con la que se protegía tras personajes o situaciones, para mostrarse ahora en primera persona en busca de mayores cotas de autenticidad. Un paso adelante inevitablemente ligado al conflicto y la incertidumbre como herramientas irrenunciables a la hora de formular un verbo de mayor abstracción.

Inéditos paradigmas con el fin de escribir canciones –en connivencia con su cada vez más fiel aliado, Warren Ellis– que, si en ‘Skeleton Tree’ sobresaltan por su desasosegante condición predictiva (cuesta creer escuchándolas que todavía su hijo siguiera con vida cuando fueron concebidas), en “Ghosteen” expresan el explícito deseo de convertirse en un mausoleo donde pudiera refugiarse y descansar en paz su finado vástago. Porque, dando validez a las palabras que escribió otro progenitor herido por las ausencias, Francisco Umbral, en ‘Mortal y rosa’, del espanto también pueden florecer lirios.

La entrevista como género literario

Si en cualquier libro un termómetro fiable de su capacidad de fascinación resulta la invitación que éste hace para subrayar sus pasajes, mucho más lo es en uno dedicado a glosar reflexiones personales. Conviene en este sentido no alejarse demasiado del lapicero porque cada una de estas hojas sugiere un llamamiento a remarcar ideas, y lo más encomiable, también provenientes del propio periodista, lo que afianza a las entrevistas, ese género al que en la primera frase del libro el australiano sentencia como una ‘mierda’ inservible, por su afán comercial, como un formato capaz de convertirse en una obra de arte en sí misma.

Una categoría alcanzada gracias a la renuncia explícita a usar las preguntas como una alfombra roja por la que desfile el interpelado, articulando, por el contrario, un continuo intercambio, a veces tenso, de argumentos. Tal es el flujo y la hondura de los pareceres emitidos que dicho desarrollo resulta también un proceso evolutivo para ambos intervinientes, derivado de un ejercicio de introspección y aprendizaje mutuo.

Los elementos metafísicos trasladan la habitual imagen de este iracundo y arrogante intérprete, reconocido precisamente por el intenso clima emocional capaz de inyectar a su obra, hacia la de un individuo congraciado con la humanidad.

 

Encontrar a lo largo de esta torrencial conversación a un Nick Cave transformado en un esmerado, casi obsesivo, escultor de figuras de cerámica o en complaciente confesor de las cuitas remitidas por sus seguidores a través de internet, no es sino la consecuencia del profuso acercamiento a su esencia humana y a su proceso creativo, si es que no se trata de la misma cosa. Un discurso paradójicamente tejido en ocasiones bajo la inseguridad que inevitablemente acarrea intentar cifrar con palabras los sentimientos más trascendentes. Porque en definitiva, la intelectualmente absorbente lectura que nos entrega el compositor, no deja de ser una invitación, expuesta a través de su experiencia, a descubrir cada uno la mejor manera de cultivar su propio jardín de lirios, siempre dispuestos a florecer incluso en aquellos suelos encharcados de lágrimas.