José Ignacio Camiruaga Mieza

¿Cultura de la violación?

En la declaración de Dominique Pélicot en el juicio por «las violaciones de Mazan», me ha dejado perpleja su afirmación del martes 17 de septiembre tal y como la recogen los titulares de la prensa escrita: «Soy un violador, como estos que están en la sala». Y he recordado aquella frase que un día leí y se me quedó grabada: «si eres hombre, formas parte de la cultura de la violación. Esto, por supuesto, no significa que seas un violador. Pero sí que mantienes las actitudes y los comportamientos que se conocen comúnmente como cultura de la violación».

Suena feo, e incluso sexista, pero trato de imaginarme lo que es moverse por el mundo pensando que en cualquier momento puedes ser objeto de violencia. Más allá de la terminología, invito a no centrarse en las palabras que pueden ofender e ignorar el problema subyacente: las palabras «cultura de la violación» no son el problema. La realidad que describen es el problema. Los hombres son los principales agentes y defensores de la cultura de la violación. Por supuesto, la violación no solo la cometen los hombres. Las mujeres no son las únicas víctimas −los hombres ejercen violencia sobre los hombres, las mujeres ejercen violencia sobre los hombres−, pero la razón por la que la violación es un problema de los hombres es que los hombres cometen la gran parte de la violencia denunciada.

La prevención de la violencia no consiste solo en enseñar a las mujeres a no ser violadas, sino en impedir que los hombres violen. En lugar de centrarse en cómo las mujeres pueden evitar la violencia, o en cómo la cultura de la violación lleva a juicio a hombres inocentes, tal vez deberíamos pensar, como hombres, ¿cómo podemos asegurarnos de que no se produzcan violaciones? ¿Cómo eliminamos las estructuras mentales que minimizan la violencia? ¿Y las actitudes que la consienten, toleran?

Esto es en lo que pienso cuando escribo sobre la cultura de la violación, que no tiene nada que ver con el sexo. Se trata de ese momento de la noche o de la madrugada, de esas miradas, de esa forma de acercarse, de ese modo de hablar, de ese pasadizo..., y que no tiene nada que ver con el cortejo. Es contra esta cultura, sinceramente, contra la que tendríamos que aliarnos. Los hombres no deberíamos sentirnos amenazados o atacados cuando una mujer señala que existe una cultura de la violación. Nos están hablando de un enemigo común. Debemos escucharlas y sentirnos invitados a evitar utilizar un lenguaje que cosifique o denigre a las mujeres; intervenir si oímos a alguien hacer un chiste ofensivo o que trivialice la violación; tomar en serio y apoyar cualquier mujer que ha sido víctima de cualquier forma de violencia; pensar de forma crítica sobre los mensajes de los medios de comunicación acerca de las mujeres, los hombres, las relaciones y la violencia; respetar el espacio físico de los demás, incluso en situaciones informales; no dar por supuesto el consentimiento (sí es sí y no es no); definir la propia masculinidad no dejando que los estereotipos guíen nuestras acciones...

Una mujer tiene que considerar adónde va, qué hora es, a qué hora llegará a su destino y a qué hora se irá, qué día de la semana es, si en un momento dado estará sola... las consideraciones siguen y siguen hasta el infinito, porque hay muchas más de las que nosotros, los hombres, podemos imaginar. Sinceramente, no puedo ni concebir cómo se puede pensar tanto en cómo protegerse en un momento dado de la vida. Aprecio aún más mi libertad para levantarme y salir, de día o de noche, llueva o haga sol, fuera de la ciudad o en el centro. Como hombres, podemos disfrutar del inmenso lujo de la libertad de movimiento, de la libertad de elección.

Para entender la cultura de la violación, hay que recordar que se trata de una libertad de la que no disfruta al menos la mitad de la población. Por eso trato de esforzarme y utilizar un lenguaje corporal inteligible, que me ayuda a minimizar los miedos y todos los demás sentimientos que pueda tener una mujer al conocerme. Y aconsejo a los demás a hacer lo mismo. Es realmente lo mínimo que un hombre puede hacer en público para que las mujeres se sientan más cómodas en el mundo que compartimos. Es una forma de respeto hacia ellas y hacia su espacio.

Me he dado cuenta de que cualquier mujer con la que yo me encuentre en un lugar público no me conoce, así que lo único que ve es a un hombre, un varón. Tengo que tener en cuenta su sentido del espacio personal y recordarme a mí mismo que mi presencia puede hacerla sentir vulnerable. Este es un factor clave: la «vulnerabilidad». Yo, hombre, varón, no suelo sentirme vulnerable. Sin embargo, así es como las mujeres pasan la mayor parte de su vida social: con una omnipresente e ineludible sensación de vulnerabilidad. Hay que pararse un momento a pensarlo, e imaginarse uno mismo sintiendo casi siempre o siempre que corriese el riesgo de algo.

Y finalizo ya. La violación es un ejercicio de poder de un género sobre otro. Digo género porque la violación puede tener como víctimas tanto a hombres como a mujeres, del mismo modo que puede ser cometida por hombres o mujeres. Las estadísticas, sin embargo, nos ofrecen datos claros sobre los que debemos reflexionar. Los números son impresionantes. Las víctimas de violación son esencialmente mujeres. Es principalmente el hombre quien comete el delito, independientemente del color de su piel o de su condición social. Si no entendemos que la violación es una relación enferma de poder, y que además de ser un delito, también es un intento de destruir la dignidad de la víctima, nunca saldremos de ella. Seguirá siendo objeto de propaganda política deplorable y de debates banales en las redes sociales.

Incluso cuando se hacen consideraciones, matices..., entre las «circunstancias» de la violación, lo que debemos afirmar con fuerza es que la violación es una violación. Punto. El dolor de las víctimas merece el mismo respeto. No me refiero a las «circunstancias agravantes» que un juez puede o no decidir en base a criterios que el propio juez debe evaluar. Hablo de lo que sufrió la víctima. El asunto es serio. El idioma no es secundario, al contrario. El lenguaje configura la realidad. El uso de determinadas formas de expresión hasta puede dar un aparente sentido de normalidad de lo que es anormal.

Detrás de un hecho de violación aún se esconden las dinámicas machistas y sexistas de un pasado aún presente. Si hay alguna influencia cultural, no se trata de los grupos étnicos o países de donde se proviene, sino del impulso de dominación que existe entre lo masculino y lo femenino. Y todo ese sotobosque de (no) valores por los que lo femenino (todo lo que no es masculino, lo que incluye una amplia reflexión sobre las cuestiones de género) es inferior al masculino. Por tanto, la mujer es el objeto del placer del hombre. La hembra es propiedad del macho. Violación es violación. Un delito, un insulto a la dignidad de la persona. No puede atenuarse ni mitigarse sobre la base de ninguna otra consideración.

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