El pueblo sigue, Romero vive
Corrían los años de 1970 y soplaban vientos revueltos en El Salvador. Los siempre miseriados fermentaban conciencia y reivindicaciones. Las famosas 14 familias acaudaladas intensificaban la única réplica que conocían: la matazón. Cada madrugada ofrecía el mismo y dantesco espectáculo: cuerpos destrozados durante la noche y abandonados en cualquier esquina para escarmiento de otras gentes movilizadas.
La sede arzobispal de San Salvador había quedado vacante y el Vaticano, en febrero de 1977, nombró a Oscar Arnulfo Romero como Arzobispo Metropolitano. La casta de los adinerados respiró aliviada; se trataba de un clérigo de ideas conservadoras y de personalidad apagada al que sería fácil mantenerlo de su lado. Los hechos confirmaron que la oligarquía salvadoreña se equivocaba y el Vaticano, también. El nuevo mitrado, efectivamente, no era un teólogo vanguardista ni un orador de rompe y rasga. Su talante humilde, sin embargo, no era sinónimo de condescendencia con los abusos ni, menos aún, de complicidad con la injusticia. Desde el primer momento pretendió ser arzobispo de todos pero ubicado en el territorio de los sufridores. Nunca apoyó la violencia pero jamás validó el expolio. No buscó la confrontación pero tampoco la eludió cuando había que defender a los oprimidos. No tenía vocación de mártir pero contemplaba el martirio entre los riesgos que acarreaba la opción que había tomado.
El mensaje de Romero era claro. Señalaba a las clases poderosas como responsables de la creciente violencia: «La raíz de la paz –dijo en marzo de 1979– no puede ser otra que la justicia social». Criticaba sin ambigüedad a los explotadores que amasaban fortunas expoliando a los trabajadores. Denunció la justicia politizada y servil ya que –la definía con grafismo– «es como las culebras que sólo muerden a quienes caminan descalzos». En enero de 1980 estalló en El Salvador una abierta guerra de clases y el arzobispo reclamó sin descanso el cese de las hostilidades. Las terribles masacres que practicaba el ejército contra la población civil evidenciaban la brutalidad de los capitalistas salvadoreños respaldados por Norteamérica. El 23 de marzo de aquel año, Romero se dirigió a los soldados proponiéndoles que desobedecieran las órdenes de matar. Sus allegados entendieron que, con aquellas palabras, el prelado estaba firmando su sentencia de muerte. No se equivocaron; un día después, el disparo certero de un francotirador del régimen acabó con su vida cuando celebraba la eucaristía.
El Vaticano, aunque era quien lo había nombrado, también repudiaba el proceder de Romero. La ultraconservadora Curia no veía con buenos ojos que se enfrentara a los de arriba por defender a los de abajo. Acudió a Roma para informarle al Papa de lo que estaba sucediendo en su país y las puertas de los dicasterios se le cerraron. Consiguió arrancarle una entrevista al Papa y la actitud de Wojtyla fue distante y hostil; le dejó muy claro que no compartía su forma de actuar. Ni la vida de Romero provocó simpatías en el Vaticano ni su asesinato denuncias. Los reiterados intentos para que el Papado le reconociera sus méritos chocaron contra un muro de incomprensión y rechazo.
El pobrerío salvadoreño fue el único que no se equivocó; pronto entendió que Romero estaba de su lado y les apoyaba. Los oprimidos fueron sus maestros ya que los consideraba capaces de transformar la historia e, incluso, de renovar la iglesia: «Si ésta no se pone de su lado, no cumple con su deber». (Sorprenden estas palabras en una Euskal Herria golpeada por un poder colonial que tiene en los obispos sus aliados más incondicionales; serviles conquistadores de un pueblo que no se doblega).
Aquellos guanacos desarrapados y rebeldes, valoraron el apoyo de Romero y se identificaron con él. Sus homilías dominicales, trasmitidas por radio, se escuchaban hasta en los rincones más recónditos; no era su elocuencia la que fascinaba, sino su contundencia. Cuando corrió la noticia de su asesinato, la gente sencilla supo al instante quien lo había matado y por qué. Acudió en masa a su funeral porque lloraba la pérdida de uno de los suyos. Desde entonces, el recuerdo y la imagen de Romero están presentes en la lucha de ese pueblo; el respeto que les profesara avivó en ellos su autoestima. La permanente movilización de las masas es una prueba evidente de que el afán de justicia de aquel humilde profeta sigue vivo. Mucho antes de que el Vaticano decidiera beatificarlo, los suyos ya le habían concedido el reconocimiento que se merece.
Mañana, 23 de mayo, la iglesia oficial proclamará beato a Monseñor Romero y el acto, en su parte más protocolaria, estará plagado de contradicciones. Acudirán oligarcas que lo combatieron y jerarcas eclesiásticos que lo abandonaron. Han sido excluidas del acto la Fundación Romero y la Comunidad de la Cripta, colectivo de mujeres que hace de las misas dominicales en dicho recinto un espacio de reivindicación. Si el Vaticano pretende consagrar la figura de un Romero descafeinado y angelical, volverá a equivocarse. El pueblo sigue viendo en él un referente de compromiso, dignidad y lucha.