El juzgador juzgado
La justicia española nunca ha tenido por estas tierras demasiado predicamento y, el poco que tenía, lo ha ido dilapidando en estos últimos años. Incapaz la Metrópoli de asimilarnos, ha echado mano de la judicatura obsecuente con la pretensión de doblegarnos.
Perplejos e indignados, asistimos al encausamiento –y, en muchos casos, al encarcelamiento– de paisanas y paisanos honrados; mientras tanto, ladrones abultados se pasean con impunidad, reconocidos corruptos son juzgados con benignidad y los pocos que cruzan el umbral de la cárcel son tratados con insultante amabilidad. Las cárceles españolas solo exhiben músculo contra emigrantes, gitanos y vascos. En esta ininterrumpida secuencia de juicios políticos, le ha tocado el turno a Askapena y, en esta ocasión, los internacionalistas han doblado el envido: revalidan con orgullo su compromiso y abren causa pública contra sus juzgadores. Dicha iniciativa pudiera parecer un desatino, pero no lo es; para estas fechas, son muchas las gentes del mundo que conocen la trayectoria de ambos litigantes y se han unido con entusiasmo a la propuesta de Askapena.
Amigos de Euskal Herria que residen en Málaga y en Madrid ya han dictado sentencia contra un Estado que regala bases militares a la OTAN y persigue como delito el internacionalismo; en ambas ciudades se ha repudiado el obtuso centralismo de esa España que niega la soberanía a pueblos a los que mantiene anexionados mediante «razones» armadas. Otro tanto han hecho Euskal Herriaren Lagunak de París y de Italia, impulsores todos ellos de una Europa socialista en la que los intereses ciudadanos prevalezcan sobre los del capital; colaboradores incansables con la causa de nuestro pueblo, en el que descubren valores que ellos creen sustanciales. Los juicios que se celebraron en Bretaña y en Catalunya tuvieron un componente añadido de afinidad nacional; ellos, lo mismo que nosotros, reivindican el derecho a una soberanía plena.
Los internacionalistas vascos son de sobra conocidos en incontables rincones del mundo donde gentes humildes fraguan organización y poder popular. A la luz de parpadeantes candelas se les ha visto charlar con los refugiados kurdos en Shengale y Rojabako; conocer los métodos productivos y comerciales del MST brasilero; departir cortas raciones de arroz y largas tertulias con los zapatistas de La Realidad; identificarse en Ramallah con los familiares de los presos políticos y denunciar la intolerable judeización de Jerusalén; impregnarse de la efervescencia revolucionaria en las barriadas populares de Venezuela o de Buenos Aires; agradecer –como todos los agostos– la solidaridad uruguaya. Experiencias que suelen dejar el poso de amistades labradas al calor de luchas y sueños compartidos.
Por lo que se refiere al imperialista Estado español, la lista de gentes que le reprochan agravios es interminable. Los guanches de Tenerife, a finales del siglo XV, tuvieron el triste privilegio de estrenar los campos de concentración que las tropas españolas establecieron en Adeje. Los perplejos nativos de La Española pronto conocieron la crueldad que los conquistadores habían exportado a ultramar y la fiereza de los mastines amaestrados para el «aperreamiento». También los mambises cubanos sufrieron siglos más tarde el inventico de Adeje; el decrépito Ejército español los encerraba masivamente con la pretensión de reducirlos. El pueblo saharaui nunca olvida que fue España quien lo entregó a la monarquía alauí. Los rifeños del Atlas aún recuerdan con espanto que el Ejército español –contraviniendo la legislación internacional– utilizaba armas químicas contra la población civil.
Todos los pueblos hermanos de la Patria Grande guardan en su memoria antigua el recuerdo vivo de la mortífera conquista y, en la reciente, el tratamiento saqueador del capital financiero español: Iberdorla, Repsol, Fenosa, Endesa, Telefónica… van dejando tras sí un triste reguero de represión, explotaciones y miseria. Así se explica que en Buenos Aires, ciudad de gentes amigas que suelen escrachar a Garzón y que defienden apasionadamente a nuestros presos, la iniciativa de Askapena haya encontrado una respuesta espectacular. Defensores de los Derechos Humanos, integrantes de movimientos sociales, sindicalistas, parlamentarios, intelectuales, dirigentes políticos, periodistas se constituyeron en juzgado popular y celebraron un juicio ético contra el imperialista Estado español.
La propuesta de juzgar a los juzgadores, como no podía ser de otra forma, ha encontrado eco especial en Euskal Herria. Estamos hartos de humillaciones coloniales, de juicios políticos y de encarcelamientos absurdos. Ha llegado la hora de acabar con la prolongada ocupación que soportamos. La iniciativa de Askapena confirma que la conciencia de este pueblo sigue viva y que sus llamamientos a la dignidad provocan oleadas de ilusión. El 12 de octubre se dictará sentencia en Iruñea. Tengo para mí que, ese día, el Estado español va a recibir un descomunal zapatazo.