La lección Podemos; del despertar político a una derrota previsible
Zelik ha estudiado el fenómeno de Podemos sobre su origen y expone en este artículos sus conclusiones sobre su pérdida de influencia. Aboga por extraer conclusiones como la necesidad de estructuras de contrapoder, de partidos «sociales» y, sobre todo, de «sinceridad».
Solo trece meses después del congreso fundacional de Podemos, los diagnósticos de los escépticos parecen haberse cumplido. El nuevo partido no ha generado un giro hacia la izquierda ni en la sociedad ni en el mundo político. Ahora es más difícil imaginarse una ruptura democrática en el Estado español que hace un año.
El problema no es solo que ha caído del 27% a un 15% en las encuestas, lo que en cierta medida se debe al auge de Ciudadanos y a su capacidad de canalizar la crisis bipartidista. Un 15% para un partido-movimiento emergente también sería un dato relevante; la CUP demuestra que partidos aún más pequeños pueden incidir bastante en el debate político.
Más preocupante es que Podemos ha perdido su impulso democratizador. Incluso pone en cuestión los conocimientos construidos por el 15M. Millones de personas comprendieron que los cambios políticos emancipatorios siempre son fruto de la movilización multitudinaria y de las luchas sociales. Podemos, sin embargo, ha empezado a popularizar lo contrario. En un primer paso, el «grupo irradiador» ha revitalizado la vieja (y falsa) ilusión de que las políticas emancipatorias se puedan delegar a representantes, tal como ocurre en los partidos burgueses, que no buscan superar sino administrar las relaciones de opresión. A esto se añade que la asimilación exprés de Podemos al sistema político –electoralismo, márketing político, personalización de los liderazgos …– y sus estructuras de dirección sorprendentemente autoritarias han reafirmado la consideración de que la política «inevitablemente corrompe» y, por tanto, «no hay nada que hacer».
¿Por qué disputar las instituciones? Hay que recordar, sin embargo, que los argumentos que llevaron a la fundación de Podemos en 2013 en absoluto han perdido vigencia. Ya que la movilización popular no perjudicó la valorización capitalista y dado que las elites, más allá de su capital económico, controlaban a las instituciones, el 15M no puso en peligro la gobernanza neoliberal. Por esta razón muchos llegaron a la conclusión de que, tras la conquista de la opinión pública, había llegado el momento de disputar a las elites el control de las instituciones. El mismo Pablo Iglesias afirmó que no había que confundir la toma del gobierno con la toma del poder, pero que una victoria electoral podría aportar a la construcción de un contrapoder antineoliberal. Y así hubiera sido absolutamente cierto: la izquierda política (o mejor un gobierno de izquierdas) entendida como un elemento de poder de los subalternos contra el poder del capital y sus instituciones (del BCE al FMI y TTIP).
Desafortunadamente, Podemos dejó rápidamente atrás esta perspectiva. Dado que su desarrollo es característico de lo que ocurre a los partidos de izquierda en las instituciones –la izquierda abertzale es de las pocas excepciones de esta regla–, vale la pena analizar sus causas. A mi modo de ver hay tres motivos principales para la deformación tan acelerada de Podemos:
-Abandono del postulado democratizador. El significado central del 15M consistía en haber recuperado lo político de «la política». Contra el espectáculo de representación, subordinado a los intereses del capital y a las lógicas de autoperpetuación de la clase política, el 15M volvió a levantar la consigna del 2001 argentino: «No nos representan».
Podemos empezó a tomar distancia de esta consigna defendiendo que otra representación sí era posible. Un argumento no del todo descabellado: hasta el antisistema más convencido tendrá que admitir que uno a veces se siente representado por un David Fernández o una alcaldesa kurda del HDP.
En este sentido, Podemos quería ser un partido de la democracia participativa. El desarrollo real del partido, no obstante, iba en dirección contraria. En el congreso fundacional de octubre 2014 en Vistalegre, el «núcleo irradiador» aisló las otras corrientes para que todo el Consejo Ciudadano quedara en sus manos. Por temor a la heterogeneidad del grupo parlamentario, la dirección impidió también unas primarias abiertas y plurales para el 20D. A diferencia del sistema Dowdall aplicado para las candidaturas municipalistas, las «listas planchas» nuevamente garantizaban el poder total al grupo de Iñigo Errejón e Iglesias. A esto se suma además que, desde el verano, ha ido integrando una gran cantidad de candidatos seleccionados por efectos publicitarios y carentes de una legitimación por la base. Así que ya no hay diferencias fundamentales entre la práctica de Podemos y la de los partidos tradicionales.
-Cambio de gobierno en vez de cambio de hegemonía. A principios de 2014, Pablo Iglesias escribió que los cambios políticos, más que frutos de victorias electorales, son el resultado de nuevas hegemonías. ¿Pero cómo se cambian las correlaciones de fuerza? Mediante las protestas, huelgas, conflictos sociales, organización popular... que politizan la opinión pública y ejercen presión desde abajo hasta que la legitimación de la clase dominante entre en crisis.
El papel de los partidos de izquierda en este proceso es contradictorio: por un lado son necesarios para visibilizar una crítica de las relaciones de poder; por otro, sin embargo, la lucha por votos y apoyos los induce constantemente a acercarse al «consenso» existente, reafirmando la hegemonía reinante. El desarrollo de New Labour o la socialdemocracia son buenos ejemplos para ello. Su adaptación al mainstream les permitió volver al gobierno a mediados de los 90, pero blindó todavía más al régimen neoliberal.
Podemos igualmente ha dejado de cuestionar el consenso del poder. El último ejemplo son las declaraciones de Iglesias sobre la Constitución de 1978: mientras que la superación de la Constitución –impuesta por las elites franquistas mediante amenazas golpistas y violencia policial– era una de las demandas fundacionales de Podemos, Iglesias ahora invita a celebrarla y solo exige ciertas reformas.
Asimilaciones de este tipo se observan en todos los campos. Ya no se plantea la «centralidad del tablero» sino «el centro político» –un eufemismo que no denomina otra cosa que la hegemonía dominante–. El partido guarda silencio sobre la continuidad franquista en los aparatos estatales y trata de demostrar su cercanía a los cuerpos policiales, y hasta incluye un guardia civil, que representa esta continuidad como ningún otro cuerpo policial, en sus listas. Cuando el Parlament vota la fundación de una república catalana y la iniciación de un proceso constituyente, la cúpula de Podemos denuncia el «show irresponsable» de los partidos independentistas.
Hay que insistir en ello: los partidos de izquierda tienen que diferenciarse profundamente de los partidos burgueses. Su objetivo nunca puede ser aportar el personal gerente para la administración del Estado, sino cuestionar la hegemonía existente que sostiene las relaciones de poder económicas y sociales. O como lo ha expresado David Fernández: hay que entender que las instituciones son como la matrix. Aunque la política parlamentaria y gubernamental no es el lugar central del poder en el capitalismo, el terreno representativo es –similar a la matrix de la película del mismo título– uno de los lugares principales donde la sociedad forma la conciencia de sí misma.
-La equivocada hipótesis populista. Se podría cuestionar si Podemos jamás ha sido un proyecto populista en el sentido de Ernesto Laclau. El teórico argentino fallecido en 2014 consideraba que, dada la fragmentación de la sociedad, los sujetos políticos emancipatorios tienen que ser construidos políticamente. O dicho de otra manera: ya que la explotación económica no lleva automáticamente al surgimiento de un sujeto político colectivo, este sujeto «pueblo» tiene que ser constituido por el discurso político de la izquierda.
En la política de Podemos, sin embargo, la construcción de un tejido colectivo no tiene mayor importancia. La cúpula se limita al márketing político mientras que aquellos que quieren construir un partido «social», es decir, una organización que haga parte de un tejido social y de las luchas diarias, han sido marginados sistemáticamente (también porque muchos de ellos provienen del trotskismo).
Pero un populismo en el sentido de Laclau también es problemático. Propaga un Gramsci sin Marx: revaloriza el discurso y la política como instrumentos para construir hegemonía mientras que quita significancia a los análisis económicos. En la Venezuela de hoy se pueden observar las consecuencias de una ambivalencia sistematizada. El aspecto más bien difuso del chavismo –el famoso «significante vacío» (el culto al líder y su discurso nacional)– integró a grandes grupos que solo perseguían sus estrategias de ascenso social y fomentó un oportunismo generalizado alrededor del Estado. El componente claramente progresista del chavismo fue justamente lo no-populista, su proyecto de clase: la defensa decidida de los marginados y plebeyos.
El problema vinculado a la ambigüedad populista se muestra también en el caso de Podemos. La estrategia de hablar tanto de la «casta política» ha resultado ser mucho menos lista de lo que al principio parecía. Un partido de elites como Ciudadanos igualmente puede hacer campaña electoral contra «la casta de los corruptos».
Quehaceres. El 20D, la votación de Podemos se acercará a los pronósticos para IU en 2013, y esto con un programa electoral menos progresista. Sin embargo, no hay motivo para desesperarse. Este año han ocurrido cosas importantes en el Estado. Las candidaturas de confluencia popular, con el apoyo de Podemos, han conquistado la mayoría de las grandes ciudades. En Nafarroa, bastión de la derecha católica y recalcitrante, los movimientos sociales, partidos abertzales y de izquierda han empezado a tumbar el poder institucional de esa derecha y en Catalunya sigue abierta la opción de una república y de un proceso constituyente.
Nos han educado a identificarnos con los ganadores. Pero deberíamos aprender más bien a examinar con curiosidad los problemas; es mucho lo que podemos aprender de ellos. La experiencia de Podemos me parece particularmente valiosa. Nos ha enseñado que existen alternativas a la palabrería críptica de la vieja izquierda, que también «la política» puede entusiasmar y que la democratización hoy día debe ser un eje central de movilización. Al mismo tiempo, sin embargo, nos muestra que la izquierda transformadora (tanto la reformista como la revolucionaria) tiene que sacar algunas conclusiones para poder avanzar. Necesita: 1) Estrategias de contrapoder en vez de electoralismo. 2) Estructuras colectivas y «feminización de la política» en vez del culto a la persona. 3) Partidos «sociales» en lugar de maquinarias dirigidas por spin doctors. 4) Un arraigo popular en las clases subalternas (el «65%») en vez de una retórica difusa de la nación y del ciudadano. Y, sobre todo, 5) Sinceridad en vez de un tacticismo funcional.
Paradójicamente, la izquierda abertzale en sus 50 años de lucha ya ha sabido responder a varios de estos retos. Siempre ha buscado construir un contrapoder social amplio, siempre ha considerado que la participación institucional es solo un mecanismo de lucha, siempre se ha dedicado a cuidar el tejido social y las estructuras colectivas. Saliendo de un concepto vanguardista, ahora le toca aprender más sobre cómo avanzar en la democracia de base y la feminización de la política. Pero comparado con lo que hay en el resto de Europa, la izquierda abertzale es de las que más han comprendido lo que es construir hegemonía, y esto sin teorización mayor.
La experiencia de Podemos nos lo muestra claramente: un proyecto de emancipación tiene que diferenciarse fundamentalmente de la política tradicional. Comprometido incondicionalmente con la solidaridad entre los de abajo (y con los de afuera), democratizador hacia afuera y adentro, antiautoritario y colectivo. Quien considere estos principios como un lastre, ya ha perdido.