La duquesa que «vivió como quiso» porque lo tenía todo
Una de las definiciones postmortem más repetidas sobre Cayetana Fitz-James Stuart, duquesa de Alba fallecida ayer en Sevilla, es aquella de que «vivió como quiso». Lo dijo, tal cual, la presidenta de Andalucía, Susana Díaz, del PSOE, y lo repitió también Alfonso Guerra, que presumió de compartir gustos cinéfilos con la persona que más títulos nobiliarios acumulaba: 46 en total. Su epitafio, «aquí yace Cayetana, que vivió como sintió», ahonda en esta imagen de aristócrata moderna, con perdón por el oxímoron, y de fuertes pero inconcretas convicciones en los que el superficial «living la vida loca» se superpone a cualquier otra consideración.
La elegía, siempre generosa, obvia un hecho indudable: que no es difícil adecuar existencia a gustos y necesidades espirituales perteneciendo al «noble linaje» y acumulando tierras, títulos, obras de arte y millones a espuertas. Otra versión del «los ricos también lloran» adecuada al papel couché que oculta lo que rodea a la sangre azul. Si «vivir como un marqués» es símbolo de plenitud, Cayetana Fitz-James Stuart vivió como 18, que es el número de marquesados que acumuló entre sus títulos. Y también 18 eran los nombres que formaban su alargada identidad, limitada coloquialmente a Cayetana de Alba.
Las raíces de su linaje están vinculadas a Euskal Herria desde hace cinco siglos. Concretamente, al momento en el que Fadrique Álvarez de Toledo, segundo duque de Alba, encabezó las tropas castellanas que invadieron el reino de Navarra. La familia terminaría uniendo sangre con el conde de Lerín, colaborador necesario con Fernando el Católico para la conquista y que ostentó el título que la duquesa de Alba heredaría en 1955. La denominación completa, condesa de Lerín, condestablesa de Navarra y de Éibar, es también calificada como «grande de España». Con esa trayectoria, no resulta extraño que la familia acumulase posesiones, hasta 34.000 hectáreas en todo el Estado español, de las que algunas se ubican en Euskal Herria.
De hecho, una de sus frases apócrifas es que se podía cruzar toda la Península, desde Donostia hasta Cádiz, sin dejar de pisar sus terrenos. La sentencia no se ajusta a la verdad, aunque deja claro la ambición de sus vastas posesiones. No obstante, su propiedad más emblemática tiene que ver con su primer marido, Luis Martínez de Irujo, fallecido en 1972. Se trata del palacio de Arbaizenea, en Donostia, que ahora pasará a manos de Cayetano Martínez de Irujo. Asociaciones de vecinos como Amara Bai han reivindicado que se destine a la ciudadanía. Ayer, sin embargo, todo se centraba en las referencias costumbristas sobre su amor a la capital gipuzkoana como parte de su peregrinación veraniega.
La rumorología sobre cuántos intereses urbanísticos y tierras dispuso la noble por el hecho de haber nacido Fitz-Stuart es inmensa. Por eso, resulta difícil confirmar si tal o cual palacio es realmente parte de la casa de Alba. 34.000 hectáreas son muchas y eso que de algunas se desprendió en vida. Por ejemplo, del coto de Baigorri, en Nafarroa, que vendió a las familias que llevaban trabajando las tierras desde hacía siglos por 125 millones de pesetas. En euros, unos 750.000, calderilla comparado con los 2.800 millones de euros que atesoraba y que le convertían en la novena multimillonaria de la lista Forbes.
Frente a las loas cortesanas, su gestión terrenal -engordada gracias a los buenos lazos familiares con el franquismo- es buen ejemplo de que los ricos tienen trucos modernos para labrar su riqueza. Muchos de sus terrenos eran directamente financiados por fondos europeos a través de la Política Agraria Común y el 90% de su ingente patrimonio no pagaba impuestos, acogiéndose a las leyes de protección del patrimonio histórico. Algunas de sus tierras, yermas, fueron ocupadas por el Sindicato Andaluz de Trabajadores, perseguidos cuando pedían trabajo mientras que ella se dedicaba a «vivir como quiso».