El fracking: una fractura geopolítica de muy alto riesgo
Mucho se habla de los riesgos medioambientales del fracking, conjunto de técnicas que permiten la extracción de gas natural y petróleo antes inaccesible. Pero la traslación al ámbito geopolítico de esas técnicas, que básicamente consisten en la perforación horizontal y la fracturación hidraulica, apunta a un escenario de oportunidades para imperios como el de EEUU pero a la vez de riesgos de fractura, no solo para los países rentistas, sino para el conjunto de un sistema que responde a un difícil e inestable equilibrio.
Hablar de petropolítica y a la vez de geopolítica es una redundancia. Así es desde inicios del siglo XX, cuando EEUU impuso su imperio, su pax americana, basada en el petróleo, el gas y la energía nuclear.
Este modelo vivió una primera crisis en el inicio de la década de los 70, cuando tras varios decenios de incremento de la producción petrolífera de EEUU, ésta comenzó un lento pero inexorable declive, lo que apeó al país del primer puesto mundial de producción de crudo y le obligó a buscar asegurarse el suministro ininterrumpido de petróleo.
Habida cuenta de que el consumo de petróleo por parte de EEUU seguía creciendo exponencialmente, los sucesivos gobiernos de Washington no han dudado en utilizar todos los medios, incluidos los militares, para garantizar la estabilidad de las principales zonas productoras de petróleo del mundo. Este principio quedó consagrado en la famosa doctrina Carter.
Toda guerra es una guerra por la energía. Y sólo desde ese prisma se entienden las guerras directas -o por delegación- perpetradas por EEUU en Oriente Medio, desde su impulso al conflicto entre Irán e Irak en los 80 hasta la invasión de este último país en 2003, sin olvidar la conocida como Guerra del Golfo, en la que EEUU expulsó al Ejército iraquí de Kuwait.
El fracaso estratégico de EEUU en sus últimas aventuras militares -en Irak, pero también en Afganistán- y la crisis global que estalló en 2008 en el corazón financiero del imperio permitían aventurar que asistíamos a un lento pero igualmente inexorable declive del imperio. Al punto de que todas las miradas se dirigían a la emergente China.
En esas estábamos cuando en unos escasos años EEUU ha pasado de la escasez a una abundancia de petróleo y gas que le acerca a la ansiada autosuficiencia energética.
Ello ha sido posible gracias a la técnica del fracking (fracturación hidráulica) que, combinada con la perforación horizontal, ha catapultado la producción de petrólo y gas en EEUU. La explotación de gas de esquisto (shale gas), la producción de petróleo de roca compacta (tight oil) y la producción de arenas bituminosas (en la vecina Canadá) presagian la conversión de Norteamérica en una suerte de nuevo Oriente Medio del siglo XXI.
Como datos ilustrativos, EEUU ya ha superado a Rusia como mayor productor mundial de gas natural. Las nuevas tecnologías y el descubrimiento de nuevos yacimientos (EEUU tiene unas ingentes reservas de petróleo de roca madre) sugieren que para el año 2020 EEUU será un exportador neto de petróleo y gas. Más aún, algunos analistas auguran que para 2017 EEUU podría superar a Arabia Saudí como primer productor mundial de petróleo.
Otros cálculos apuntan a que EEUU podría comenzar a exportar más petróleo y gas del que importa a partir de 2025, y que alcanzaría la plena autosuficiencia energética en 2030. Ello implicaría, de cumplirse, la vuelta de EEUU al período anterior a la guerra del Yom Kippur (1973), cuando el país norteamericano era el primer productor mundial.
El incremento de la producción de petróleo ha supuesto un abaratamieto del barril de Brent que ha dejado a muchos países productores en la estacada. En un intento de mantener su cuota de mercado y de convertir en no rentables explotaciones como la del fracking, Arabia Saudí y sus regímenes adláteres del Golfo Pérsico se han negado a disminuir su producción para forzar un incremento del precio a través del juego oferta-demanda. El régimen de Ryad confía en contar con margen suficiente como para hacer económicamente inviable la extracción no convencional de petróleo y gas (los expertos calculan que el fracking no es rentable por debajo de los 60 dólares el barril).
Y, de paso, Arabia Saudí se cobra, dados sus márgenes de maniobra, sus víctimas. La primera, su enemigo histórico iraní y, de refilón, sus aliados de Rusia y Venezuela. Un golpe triple para su enemigo sirio.
Pero volvamos a Washington. Como de un plumazo, EEUU se ha sacudido la presión de una potencia energética como Rusia y le ha devuelto al callejón de salida. Un país cuyo presupuesto nacional depende en más de un 50% del petróleo y del gas y cuyas exportaciones son absolutamente subsidiarias (el 95% de las exportaciones de Rusia son materias primas y de ellas el 70% son gas y petróleo) es, simplemente, inviable.
Por de pronto, el fracking estadounidense ha puesto el listón tan alto a Rusia que todo apunta a una recomposición del poder en el Kremlin. El hoy primer ministro Dimitri Medvedev, quien anunció a bombo y platillo en 2008 una modernización total de la economía rusa que resultó un fracaso total, se perfila como el peón a sacrificar por un Vladimir Putin que tratará así de salvarse de la quema.
El propio Putin ha anunciado que la crisis económica rusa no pasará de 20 meses. Un cálculo muy prematuro, habida cuenta de que el doble efecto del descenso del precio de la energía y de las sanciones financieras a Rusia por la crisis de Ucrania mutilplica por tres o por cuatro los efectos en una economía absolutamente rentista.
Pero, al contrario que Venezuela y Nigeria, economías ambas que penden a día de hoy de un hilo, Rusia no lo ha perdido todo. Su reanexión de Crimea le permite salvar la cara geoestratégicamente. Y, más aún, le garantiza no sólo la salida estratégica al mar en el sur, una necesidad histórica para Rusia, sino el control de eventuales yacimientos de petróleo y gas bajo el estratégico Mar Negro.
Un consuelo, relativo pero consuelo, frente a los costes, inviables a día de hoy, para explotar sus ingentes yacimientos energéticos en Siberia y frente a su debilitada posición para pujar en la lucha por el maná energético que, gracias al cambio climático (el calentamiento global), se atisba en el Ártico.
Pero si Rusia es la gran perdedora de esta batalla energética, no ocurre lo mismo con China. Como ha quedado de manifiesto con el reciente e histórico acuerdo con la compañía rusa Gazprom, China, primer consumidor energético mundial, tiene la potestad no solo para seleccionar al suministrador de energía, sino para fijarle el precio.
En mayo del pasado año, China National Petroleum Corporation y Gazprom firmaron un acuerdo de suministro de gas por 30 años: 38.000 millones de metros cúbicos y 400.000 millones de dólares. Ante una Rusia cuya estrategia energética ha fracasado ante la revolución del esquisto estadounidense, China impone sus condiciones. Al punto de que, pese a que algunos anticipan una relación de igual a igual entre China y Rusia, todo apunta a que, a lo sumo, Rusia se convertirá, si no lo ha hecho ya, en una suerte de Canadá para una China que emula cada vez más a los EEUU de América.
Solo así se entiende el creciente interés de Pekín por asegurar las rutas de comunicación marítima y terrestre desde África y Oriente Medio. China busca asegurar una nueva Ruta de la Seda que le garantice el suministro de petróleo.
Y, en paralelo, Pekín está enfrascado en la búsqueda de recursos energéticos en el mar, lo que explica la pugna con sus rivales regionales (Japón, Corea del Sur, Vietnam y Filipinas) por el control de diversas islas e islotes en los mares Oriental y Meridional de China. El emergente Imperio del Centro ya no oculta su intención de convertir estos mares en una suerte de «lago chino».
Pero China no está sola en esta batalla. India y Japón pugnan asimismo en una alocada carrera por el control de los recursos energéticos mundiales.
¿Significa eso que EEUU, con su creciente autosuficiencia energética, se ha apeado de la carrera? Ni mucho menos. Como demuestran los últimos acontecimientos en Oriente Medio, EEUU sigue considerando su propia visión de la estabilidad de la región como una cuestión estratégica. Y no está dispuesto a asistir a un eventual desembarco de China en una zona-falla estratégica. Otra cuestión es el margen de maniobra que gana EEUU en su relación con unos regímenes petroleros como el saudí, que se están viendo obligados a mirar hacia el este, en concreto hacia China e India, como los principales consumidores de sus grandes reservas de oro negro.
Mantener o incluso incrementar su cuota de mercado sacrificando a rivales como Irán y sus aliados. Esa es la táctica que Ryad ha impuesto en la OPEP, que se niega a bajar la producción de petróleo aunque el barril de Brent descienda hasta los 20 dólares. Pero la jugada no está exenta de riesgos. Las reservas monetarias de las satrapías del Golfo son inmensas pero no infinitas y el presupuesto saudí ya ha empezado a resentirse ante el brusco descenso de las ganancias petrolíferas. La cuestión no es baladí, y menos ante la emergencia de un yihadismo anclado en un califato como el del Estado Islámico (y no etéreo como el de Al Qaeda) que obliga a los Saud a tentarse la ropa y a mantener a una sociedad absolutamente subsidiada para que no se le pase por la cabeza levantarse contra su régimen tiránico.
A la inestabilidad creciente en el mundo se le suma una cuestión intrínseca a la propia revolución del esquisto: la que apela a su propia duración. Más allá de las indudables afecciones al medio ambiente (y al calentamiento global) de técnicas como el fracking, los analistas no se ponen de acuerdo sobre su duración. Los propagandistas auguran un reverdecimiento del imperio estadounidense pero otros pronostican una corta vida a este fenómeno.
Hay quien recuerda que el gas y el petróleo de roca madre tampoco son infinitos y que su ritmo de agotamiento es mucho más acelerado que el del gas y petróleo convencionales. Al punto de que algunos expertos auguran que la producción de petróleo en EEUU podría comenzar a dismiuir en unos pocos años, concretamente a partir de 2020.
Independientemente de su duración, son ya evidentes las consecuencias geopolíticas de la bautizada como revolución del esquisto. Y todo apunta a que estas consecuencias, junto a los riesgos inherentes a todo cambio como el producido en el ámbito energético en estos últimos meses, no han hecho más que empezar. Al tiempo.