Maite Ubiria Beaumont
Responsable del Area Internacional de Sortu

A la UE solo le preocupa blindar sus fronteras

La UE tiene responsabilidades claras en la desestabilización de las regiones que aportan un mayor número de refugiados, de ahí que quepa exigir a sus dirigentes que den respuesta a esta crisis desde la solidaridad y la justicia humanitaria

Actualmente se calcula que unos 60 millones de personas son refugiadas en el mundo. Según datos de ACNUR, solo en 2014 unos 13,9 millones de personas se convirtieron en nuevos desplazados. Esa cifra viene a constatar un aumento constante del flujo de personas que se ven obligadas a dejar sus lugares de origen huyendo de la guerra o de la persecución –por motivos de ideas, raza, religión, género...– pero sobre todo huyendo de la pobreza inducida por la globalización neoliberal.

Efectivamente, la mitad de los refugiados del mundo provienen de tres países: Siria, Afganistán y Somalia. O si se prefiere: los mayores flujos de migración forzosa que se dan en el mundo lo son, en buena medida, por la política intervencionista a la que, cuando han trascurrido ya 25 años desde la caída del Muro de Berlín, se siguen consagrando las potencias occidentales.

Si reparamos a los casos de Afganistán, Irak, Siria y le sumamos el de Libia... nos encontraremos con que las cuatro grandes guerras que se han producido en las últimas dos décadas han tenido como motor intervenciones foráneas que, sumadas a factores internos, han derivado en conflictos de larga duración, que hacen que países otrora prósperos hayan visto diezmada su población, destruidas sus infraestructuras e hipotecado su futuro por varias generaciones.

A la vista de lo que ocurre en Irak... ¿cómo no recordar las palabras del expresidente George Bush y de su lugarteniente Colin Powell cuando dejaron sentado que el fin de la intervención contra Irak, tras la invasión de Kuwait, era devolver ese país «a la Edad Media»? ¿Y cómo no evocar que en distintas variantes ese mismo objetivo criminal acompañó a otras campañas bélicas? Por hacer memoria: el general Curtis LeMay vaticinó a los vietnamitas que sus bombas les devolverían a la «Edad de Piedra». Y como la barbarie es contagiosa, lo mismo que decían los mandos político-militares en Vietnam o en Irak... lo repite hoy su aliado, Israel, en Gaza. Así se expresaba allá por noviembre de 2012 el ministro Eli Yishai citado por el rotativo “Haaretz”: «El objetivo de la operación es hacer que Gaza vuelva a la Edad Media. Solo entonces Israel estará tranquila».

Como nos demuestran las sucesivas intervenciones, en esa política de injerencia política y militar tiene un papel destacado una organización militar, la OTAN, que en pura lógica debería haber cerrado sus puertas al desaparecer su homónimo en el bloque soviético, el Pacto de Varsovia.

Haciendo un somero repaso nos encontramos con que la OTAN ha intervenido, directamente o a través de países amigos en al menos 9 conflictos desde 1989, año de la caída del Muro de Berlín: 1990-1991: Primera Guerra del Golfo; 1993-1994: Somalia; 1995: Bosnia y Herzegovina; 1998: Afganistán; 1999: Yugoslavia; 2001-2003: Afganistán; 2002: Filipinas; 2003-2011: Guerra de Irak; 2011: Libia.

Como se puede observar, el intervencionismo que se desarrolla bajo paraguas de la OTAN (existe también un intervencionismo, en este caso ruso, notablemente menos poderoso en el contexto geopolítico mundial, pero que ha dado lugar a ejemplos sangrientos como el de Chechenia) tiene especial predilección por las zonas estratégicas desde el punto de vista de los recursos energéticos, tan codiciados por un sistema económico que para seguir funcionando necesita devorar todo tipo de materias primas, particularmente combustibles fósiles, pero cada vez más también otros elementos esenciales, como los derivados o la producción agrícola o acuífera.

Aun a sabiendas de que la llegada de refugiados no es sino la punta del iceberg de una realidad mucho más compleja, que exigiría soluciones integrales en origen y, en general, un cambio de raíz del modelo de relaciones internacionales, en las que se impone la defensa de intereses macroeconómicos, hay que denunciar la política de la avestruz que han adoptado los dirigentes de la UE en la presente crisis.

La Unión Europea tiene responsabilidades claras en la desestabilización de las regiones que aportan un mayor número de refugiados, de ahí que quepa exigir a sus dirigentes y a los mandatarios de los estados miembros que den respuesta activa a esta crisis desde la solidaridad y justicia humanitaria y dispongan los recursos necesarios para acoger a las personas que huyen de la guerra en Siria.

Y ello sin descuidar sus obligaciones, marcadas por el derecho internacional, a la hora de dispensar igual trato a refugiados que proceden de otros países, aunque no merezcan el mismo trato mediático, tal es el caso de los refugiados kurdos, saharauis o palestinos.

El derecho de asilo es uno de los instrumentos claves para responder a la crisis de fondo. Del mismo modo, es preciso abrir camino en nuestra sociedad a un principio básico, como es que no hay personas ilegales, y que debe garantizarse la libertad de tránsito de los seres humanos.

La activación ciudadana, y de las administraciones locales –en el caso de Euskal Herria destaquemos el paso al frente del Ayuntamiento para convertir a Iruñea (Pamplona) en ciudad de acogida– para dar una respuesta de urgencia ante la alarma ética ha sido seguramente la única señal positiva que ha dejado esta mal llamada crisis de los refugiados. Por contrastar con la frialdad, la distancia o directamente la actitud agresiva con que las autoridades de la UE han actuado en una cuestión tan injusta y dolorosa.

Convivir con la presencia esporádica o constante de personas llegadas desde otras latitudes exige, de nuestra parte, un esfuerzo de adaptación. No se trata de integrar, sino de incluir. Se trata de que las que llegamos antes y las que vinieron después desarrollemos una mirada nueva hacia el mundo, que nos permita adherir a todos los ciudadanos en nuestra fotografía vital.

Se pueden construir alternativas, pero para ello es preciso que nos dotemos de planes posibles, partiendo de la escala básica, en el ámbito más accesible, el de las alternativas populares. Porque, a pesar de lo que nos quieran hacer creer los «coros de expertos», no estamos incapacitados para comprender el mundo, como no estamos inhabilitados para cambiar las situaciones de injusticia.

Simplemente debemos ponernos a la tarea de escapar de la desafección, zafarnos de la coraza individual, para construir esferas colectivas; debemos recuperar capacidad de acción, de autoorganización, y no ceder nuestra soberanía, es decir nuestra libertad, a entidades burocráticas que no se adapten a las exigencias de democracia, de cogestión, de participación en la toma de las decisiones.

Cuestionar el mundo que se construye contra los principios en los que creemos es el primer paso para cambiarlo. Y juntar nuestras fuerzas individuales, la mejor garantía para construir otro mundo. Todo es posible, hay alternativa. A condición de que peleemos con todas nuestras fuerzas para demostrarlo.

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