José Luis Orella Unzué
Catedrático senior de Universidad

Convenio navarro o Ley paccionada de 1841

Mi objetivo primordial fue presentar la historia del Concierto Económico vasco. Pero me he encontrado con que dicho Concierto vino precedido por el Convenio navarro no sólo en lo temporal, sino también en las directrices y consecuencias económicas, políticas y reglamentarias.

El pie forzado del Convenio navarro de 1841 fue la constitución de 1837. Pero el punto de partida de la constitución de 1837 fue el Estatuto real de 1834 modificado por la política radical y revolucionaria de Mendizábal y del partido progresista, que se mostraba incompatible con la base constitucional del Estatuto. Las sociedades secretas y otros exaltados que apoyaban a Mendizábal hicieron imposible esta evolución legal que terminó con el pronunciamiento de La Granja y que pretendía restaurar la constitución de 1812. En efecto, en este ambiente se dio el levantamiento armado de varias ciudades que desembocó en el motín de la Granja en agosto de ese año 1836 que reclamó a María Cristina como regente y proclamó la Constitución de 1812. Es decir, se pedía una vuelta al sistema liberal. Se pedía una nueva Constitución que fuera una reforma de la constitución de 1812, si bien la burguesía progresista estaba dispuesta a hacer concesiones a los moderados.

De esta forma Isturiz (disidente del grupo progresista) se puso de acuerdo con Alcalá Galiano y ambos prepararon un nuevo texto constitucional que debía ser discutido en las Cortes convocadas para 1836. Estas Cortes constituyentes fueron convocadas para que "la nación manifestase expresamente, su voluntad acerca de la Constituci6n de 1812 o para darse otra”.  Los principios buscados y adoptados fueron una suma de progresismo y moderantismo: Simplificación del texto de 1812, practicidad de los preceptos constitucionales, redefinición de los principios, de la estructura y de la terminología del mismo texto, consulta y aceptación normativa de las constituciones extranjeras que se citarán con insistencia como fuente de autoridad.

Al terminar la primera guerra carlista el Convenio de Bergara firmado el 31 de agosto de 1839, oficializó la paz entre carlistas y liberales y en su artículo 1º recogió un retorcido compromiso de respeto a los Fueros  cuando se dice: “El Capitán General D. Baldomero Espartero recomendará con interés al Gobierno el cumplimiento de su oferta de comprometerse formalmente a proponer a las Cortes la concesión o modificación de los Fueros…”.

El Gobierno, controlado por los moderados, presentó en el Congreso un Proyecto de ley para “cumplir” el Convenio de Bergara, pero la mayoría progresista de las Cortes no era proclive a la causa de los Fueros. En dichas Cortes el tema foral trajo consigo una polarización de posturas como era la compatibilidad entre los sistemas constitucional y foral. El texto comenzaba confirmando los Fueros y en el Congreso concluyó con la incorporación al Proyecto de Ley de la famosa coletilla “sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía”.  Y una vez remitido este texto al Senado, esta Cámara Alta se centró en qué había de entenderse por “unidad constitucional”. Finalmente, se aprobó la Ley con el siguiente texto: Artículo 1º: “Se confirman los fueros de las provincias Vascongadas y de Navarra, sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía”. El artículo segundo concretaba “El gobierno, tan pronto como la oportunidad lo permita, y oyendo antes a las provincias Vascongadas y a Navarra, propondrá a las Cortes la modificación indispensable que en los mencionados fueros reclame el interés de las mismas, conciliado con el general de la Nación y la Constitución de la Monarquía, resolviendo entretanto provisionalmente y en la forma y sentido expresados, las dudas y dificultades que puedan ofrecerse, dando cuenta de ello a las Cortes”.

Pero ¿qué se decía con esta alambicada formulación?. Lorenzo de Arrázola, ministro de Gracia y justicia, entendía “unidad en los grandes vínculos como son el rey constitucional, la unidad del poder legislativo y la existencia de una representación nacional común”.

En el decreto ejecutivo de la ley del 16 de noviembre, el mismo Arrázola aceptaba los fueros en el nombramiento de Ayuntamientos, Juntas Generales y Diputaciones, pero se establecía la necesidad de elección de procuradores en Cortes según la Constitución, a la vez que se cambiaban los corregidores por políticos representantes del gobierno en los gobernadores civiles.

Así lo entendían en Madrid. Sin embargo, estas palabras anulaban de raíz todo el régimen foral. Lo cierto es que ni el gobierno ni las cortes centrales tenían competencia legítima para tomar estas medidas que atentaban a la libertad de los vascos y navarros. Como decía Joaquín Ignacio Mencos, conde de Guendulain y conocido liberal “Un país verdaderamente constitucional que hasta e1 año 1833 había estado en posesión de todas las formas y actos políticos, como el de legislar y tener intervención en su gobierno, no era solamente foral y por consiguiente no podía reconocer el derecho y la competencia de transigir su ley fundamental y fundirla en otra, sino en sus Cortes con el Rey”.

La reacción de las provincias vascas era de esperar. El 8 de febrero de 1840, las diputaciones de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya se resistieron a toda modificación de los fueros. Navarra, sin embargo, tomó ahora un camino distinto. Así la Diputación Provincial (no la foral) el 9 de marzo, nombraba una comisión que se trasladó a Madrid para tratar de modificar los fueros según la ley de 1839.

La revolución  de septiembre de 1840 dio el poder al general Espartero, con la dignidad de regente. Para este momento los representantes navarros se habían dirigido a Madrid. Navarra se había  dividido en dos grandes bloques. Los que no admitían el diálogo con los vencedores de la guerra. Y los que preferían pactar con los vencedores. Con estos últimos estaba Yanguas y Miranda, que argumentando sobre lo arcaico del Fuero General, encontraba como marco suficiente de existencia para Navarra la Constitución de 1837. Y con esta parcialidad navarra estaba el ayuntamiento de San Sebastián, que desde el 1 de agosto había optado por incorporarse a Navarra.

Las bases de diálogo que preparó la Navarra pactista se pueden resumir en estas cláusulas. a) gobernador político; b) Diputación provincial; e) convenio económico con contribución única; d) ayuntamientos según ley general; e) admisión del código civil; f) servicio militar según fuero; g) traslado de las aduanas a las fronteras.

Pero las cosas no fueron por estos derroteros porque los políticos del momento se echaron en manos de los militares. En concreto el general Baldomero Espartero vencedor de la guerra carlista y pacificador de las provincias sublevadas fue elegido como regente el 10 de mayo de 1841 uniendo este poder a la presidencia del gobierno.

Con Espartero cambió el signo político del momento ya que no se va a aliar con los moderados como había hecho María Cristina, sino que pidió el respaldo de los progresistas.  Con este paso Espartero se enemistó con parte del ejército, con los moderados y con la burguesía.

Estando en trámite las conversaciones, Espartero actuó según su pensar y el 15 de diciembre daba la real orden por la que se trasladaban las aduanas navarras al Pirineo y se señalaban a San Sebastián y Pasajes como puertos para el comercio exterior. Más aún, el 5 de enero se suprimía por real orden el pase foral y el mismo Espartero establecía las diputaciones provinciales en Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, equiparándolas a las demás en gobierno, administración y justicia. Todas estas disposiciones, según Espartero, eran tomadas para cumplir con mayor exactitud la ley de 1839.

Sin embargo la ley del 16 de agosto de 1841 fue una ley que no hacía sino encubrir un mandato constitucional como era la Constitución de 1839 y extendía a Navarra la organización política y judicial vigente en el resto de España.

Pero el texto documental no habla de ley paccionada, sino que se intitula “Ley modificando los fueros de Navarra”. El texto de la ley consta de 26 artículos y en cada uno de ellos se nivela y equipara a Navarra a las demás provincias españolas.

Únicamente dará pie a denominar a esta ley con el título de paccionada el Art. 25: “Navarra pagará, además de los impuestos antes expresados, por única contribución directa, la cantidad de un millón ochocientos mil reales anuales”. Es decir el denominado cupo.

Ante este golpe de mano se expresaba Ángel Sagaseta de Ilúrdez, gran foralista y desterrado de Navarra en 1834: “sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía” destruye la existencia de por sí y como reino independiente de Navarra, destruye aquella monarquía y sus tres estados y la convierte en mera provincia de otra... Si Navarra necesita reformas, si le conviene variar de constitución y establecer nueva unión con la corona de Castilla, lo sabrán hacer sus estados. El reino de Navarra, legítimamente congregado, no ha autorizado a persona ni a corporación alguna para que pueda variar sus fueros; no necesita que nadie, por autoridad propia, le introduzca mejoras, aunque sean reales y efectivas; tiene derecho a gobernarse por sí”.

El resultado de esta ley paccionada fue que el reino de Navarra quedó reducido a una provincia. Desaparecieron sus cortes, su Consejo Real con su derecho de sobrecarta, la autonomía de los tribunales de justicia, el libre organismo municipal, se creó una diputación provincial sin autoridad y control superior en las Cortes y se consideró al gobernador de la provincia presidente nato de dicha corporación.

Navarra, con la ley paccionada de 1841 (ley que sólo la práctica posterior pudo darle visos de paccionada), perdió su personalidad y con ello sus instituciones más características. En exigua compensación sacó un concierto económico.

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