Jose Mari Esparza
Editor

El cirio y el alcalde

Era la Segunda República. Un alcalde de la Ribera navarra quería evitar la procesión del santo Patrono. Entre otras razones, argumentaba que la cera goteaba de los cirios y manchaba las calles. El cura del lugar bramó desde el púlpito: «¡Ni hablar! ¡El domingo todos a la procesión! ¡Las mujeres a los lados, bien anchas! Los hombres, por el centro, con el cirio bien alto, ¡y si gotea que gotee!».

Pocos meses después el alcalde era fusilado y las procesiones siguieron manchando de cera las calles. Las derechas habían aprovechado de maravilla los atavismos y las creencias religiosas de los pueblos como capote bajo el que ocultar sus intereses verdaderos. Les era más fácil reñir por el cirio que por la Educación, la Reforma Agraria o los comunales. Ingenua, la izquierda entró a ese debate y perdió.

Cuarenta años más tarde, un servidor fue elegido concejal de Tafalla, en las primeras elecciones dizque democráticas. Ocupamos la alcaldía y por ser el edil más joven me tocaba llevar la bandera de la ciudad en las corporaciones oficiales. ¿Qué hacer? Optamos por mantener la tradición y el espectáculo popular, y luego dejar que entrara a la iglesia quien quisiera. Así que, llegado el día grande de las fiestas, un servidor hizo el desfile, dejó la bandera en el templo, y mientras duraba la misa se fue a almorzar con dantzaris, giganteros, juglares, timbaleros y demás gente vulgar, que prefiere el humo de la txistorrada al de las velas.
 
La bronca posterior fue histórica y hasta mereció portada en ‘El País’. La Corporación hizo el regreso de misa en medio de una batalla campal, en la que me salvé gracias a las espadas y makilas de los dantzaris. Pero la sociedad ya estaba cambiando. El Ayuntamiento en pleno ratificó la libertad de credos y con posterioridad cada vez han sido más los concejales que participan en la parte civil de la tradición y no lo hacen en la religiosa. Me tocó ser el primero y por ende, el capacico de las hostias.

Han pasado otros 35 años. Estas últimas elecciones, la derecha ha vuelto a resucitar fantasmas diciendo que, si ganaba, la izquierda abertzale iba a suprimir las auroras, romerías, encierros y corporaciones. Y tras perder por goleada, siguen afilando navajas de cara a las próximas citas del calendario festivo: ¿Entregará el alcalde de Tafalla el cirio al Patrono San Sebastián? ¿Hará el intercambio de varas con el alcalde de Uxue (también abertzale) el día de la Romería? En Lizarra, ¿subirá Koldo al Puy? ¿Estará Asirón en la procesión de San Fermín? ¿Y el tudelano Eneko en la de Santa Ana?

Los navarrísimos deben creer que seguimos siendo tan ingenuos como en los años treinta. En un momento en que tenemos que desmantelar su monumental chiringuito, y cuando nos estamos jugando un modelo de educación, de sanidad, de territorialidad, de sociedad en suma, creen que nos vamos a poner a reñir en medio de la calle, a espadazos de dantzaris, por una vela más o menos al patrono.

La pelea por el laicismo y por alejar a la Iglesia de los poderes terrenales va para largo y exige un proceso educativo que no se va a acortar suspendiendo procesiones. Más bien al contrario. Lo lúdico y lo religioso vienen unidos desde la paganidad. Y lo segundo va perdiendo espacio inexorablemente. ¿Vamos a acelerar su agonía riñendo en fiestas? La tradición, ya milenaria, de la ledanía de Uxue ¿la va a cambiar un Ayuntamiento abertzale? ¿Vamos a dejar de cantar al Ángel de Aralar el “Gorde gorde Euskal Herria”? ¿A quién molesta el canto de la Aurora o el sonido de las campanas? El pueblo disfruta viendo a su Ayuntamiento desfilar, incluso para poder silbarle, y goza con esa algarabía de gigantes, kilikis, danzantes, maceros y bandas de música, mascaradas festivas, mitad pías mitad paganas, caminando alegres hacia la nada.

Además, conviene remembrar el origen civil de muchos de esos desfiles, cuando el Ayuntamiento acudía a «su» iglesia como Patrono y ejercía un acto de dominio sobre la misma. Estaría muy bien, por ejemplo, que Joseba Asirón aprovechara la procesión del 7 de julio para entregar al Arzobispo el acuerdo de la ciudad de Pamplona de construir, en 1696, la capilla de San Fermín, para lo cual se suspendieron durante seis años las corridas sanfermineras. Y decirle de paso que el pueblo de Iruñea no va a renunciar jamás a esa propiedad, a pesar de la artera inmatriculación del 2003. Las iglesias y las ermitas son del pueblo. No está nada mal que, al menos una vez al año, los alcaldes de izquierda hagan acto de presencia institucional en estas propiedades y aprovechen para reclamarlas. Ahí les duele.

Así que, como hereje que ya ha pasado por ello, yo aconsejo a Joseba en Iruñea, a Arturo en Tafalla, a Koldo en Lizarra, a Eneko en Tudela y a tantos otros alcaldes heterodoxos que no jueguen a chiquita; el órdago está hoy en otras cartas. Y el día del patrono, que no duden en pasear ante el pueblo soberano. Con el cirio bien alto, ¡y si gotea que gotee!

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