¡Malditos viejos! Sois un riesgo para la economía
El mundo de los ancianos, de nuestros mayores, precisa de un reconocimiento social, que desgraciadamente no tiene. Nuestra sociedad carece de las mínimas normas de humanidad donde solamente el negocio tiene carta de ciudadanía.
Para el sistema, ser viejo es una carga. Una vez que ya no eres productivo, te conviertes en un estorbo, en un problema para el sistema porque cuestas dinero. Para el sistema, los ancianos apenas son números y una mercancía, son «cosas». Ellos, nuestros mayores, han pasado a ser desamparados y desarrapados. Como decía Robert Castel, «no están conectados a los circuitos de intercambio productivos, han perdido el tren de la modernización y se han quedado en el andén con muy poco equipaje» son en definitiva, normales inútiles, o lo que es lo mismo, inútiles para el mundo.
Decía Taro Aso, Ministro de Finanzas de Japón, de 76 años. Católico de profesión, además de ser un empresario millonario y Diputado en el parlamento nipón desde el año 1979 «Veo a gente de 67 años o 68 constantemente ir al médico. ¿Por qué tengo que pagar por las personas que sólo comen y beben y no hacen ningún esfuerzo?» Claro que el sistema se preocupa por los mayores, tan claro que la propia Christine Lagarde (directora del FMI) hizo unas declaraciones en el año 2014 que incendiaron las redes sociales, «Los ancianos viven demasiado y eso es un riesgo para la economía global», añadiendo «Hay que hacer algo ya» y vaya que lo están haciendo.
El monarca más joven de Europa dice que la gente debe responsabilizarse de su propio futuro y crear sus propias redes sociales y financieras de protección. El rey Guillermo Alejandro comunicó al pueblo holandés un mensaje procedente del Gobierno en un discurso televisado a la nación donde decía “el Estado del bienestar del siglo XX ha llegado a su fin y en su lugar está emergiendo una «sociedad participativa» en la que la gente debe responsabilizarse de su propio futuro y debe crear sus propias redes sociales y financieras de protección, con menor ayuda del gobierno nacional”
El neoliberalismo imperante, la crisis económica y la globalización, han posibilitado el progresivo desmantelamiento del Estado de Bienestar, y han puesto en cuestión todos los paradigmas que han formado parte del período que nos ha precedido, sumiéndonos en una gran crisis civilizatoria. Las políticas sociales están condicionadas por los posicionamientos políticos e ideológicos, venidos de la mano de los marcos normativos, que pretenden situarnos en un presunto escenario de competitividad y crecimiento, a través de la implementación de reformas estructurales, que dejan en la marginalidad los objetivos sociales. El pretexto de aplicar esas medidas para la recuperación y el crecimiento económico, no es más que un señuelo perverso, que pretende, en su versión más realista, una revisión del modelo social y una reintroducción del mercado, como sujeto único de la política económica.
Las transformaciones que en los últimos años se han ido materializando, han supuesto un ataque frontal al núcleo del Estado social y lo han llevado a la aniquilación como forma de Estado. La integración europea, ha supuesto, como indica Gonzalo Maestro, ir introduciendo normativas que dan clara prevalencia al mercado frente al modelo del Estado social: desde el Tratado de Lisboa al Tratado de Maastricht, directiva tras directiva van introduciendo, a través de mecanismos técnicos, normas y reglamentos que vacían de contenido los fundamentos del Estado social.
Los sistemas de protección social en los países de la UE son un obstáculo, desde el punto de vista de las élites económicas, que pretenden la búsqueda de una posición hegemónica y competitiva dentro de la economía global. Sostenimiento del déficit presupuestario, contención de la deuda pública, control del gasto, y otras tantas medidas como la derogación en 2011 del artículo 135 de la constitución, (que establece, sin rubor alguno, que el pago de la deuda pública fuese lo primero a pagar frente a cualquier otro gasto del Estado en los presupuestos generales), son los que marcan la agenda de los estados y los que van arrinconando, cada vez más, los sistemas de protección social que a duras penas sobreviven después de más de 30 años de políticas neoliberales.
El mercado y la mercantilización de la política y la vida social, han penetrado y han ido colonizando gran parte de las cultura populares hasta el punto de modificar valores consolidados hasta hace poco en la sociedad. La racionalidad y la eficacia mercantil, se imponen en todos los ámbitos de la vida social, y en ese marco, la economía y el mercado tienen una gran ventaja. Es la racionalidad, en su concepción más weberiana, la que nos arrastra hacia la más absoluta irracionalidad, achicando cada vez más los espacios para la moral y para la justicia social.
Hoy vivimos un proceso progresivo de desintegración social. Jamás ha existido una sociedad humana en la que haya tantas personas solas y sufriendo soledad como está ocurriendo en la sociedad actual. El capitalismo quiere individuos compitiendo salvajemente entre sí y con vínculos sociales débiles o incluso inexistentes.
El sistema desarrollado en el marco del Estado de Bienestar garantizaba las necesidades materiales de las personas mayores, mediante el sistema de pensiones y la cobertura sanitaria y asistencial. Pero en momento alguno supuso una solución al problema del aislamiento y de la soledad, que fueron en aumento conforme se desintegraban los vínculos sociales familiares y comunitarios. Nos acostumbramos a «aparcar» y a veces a «esconder» a nuestros viejos, convertidos en una incomodidad que nos impedía disfrutar de la vida que el capitalismo consumista nos ofrecía; la solución fueron las residencias para personas mayores, un suculento negocio revestido de una aureola de encanto. Lo cierto es que, hasta cierto punto, resultó algo inevitable, debido a la forma de vida que acompaña al capitalismo avanzado.
La defensa intransigente por parte de la ciudadanía de la sanidad y del cuidado y la atención de nuestros mayores (considerados paradigmáticos dentro de los programas universales), nos muestra hasta qué punto están legitimados, y como a pesar del individualismo creciente, nadie se cuestiona su desmantelamiento y sostenibilidad como baluartes del sistema de bienestar público, a pesar de la batalla ideológica que determinados poderes económicos y políticos están librando para cuestionar su sostenibilidad económica, y para poner en cuestión la viabilidad del sistema.
El modelo de sociedad que pretendemos, habrá que reinventarla cuantas veces sea necesario y tiene que responder a las necesidades que mayoritariamente demanda la sociedad. El largo conflicto que se está dando en las residencias de Bizkaia no escapa de esta coyuntura social y política que atraviesa Europa de Este a Oeste y de Norte a Sur. Los recortes son el pretexto perfecto para implementar esa tiranía económica y social que viene de la mano de eso que eufemísticamente denominan «libre mercado».
La sociedad no debe permitir que se especule con las vidas de los mayores ni con su dignidad y por tanto se debe exigir que ni un solo euro de dinero público asignado a una residencia o a un residente se desvíe a la cuenta de resultados de los especuladores. Entre todos tenemos que contribuir para que los ancianos no sean moneda de cambio, mercancía para los negocios.
Estamos viendo cómo las empresas funcionan como máquinas indispensables para la precarización del trabajo, sumidas, como están, en el antagonismo de la lucha entre capital y trabajo, es decir, entre el empresario y el trabajador, fracasando estrepitosamente en su función integradora.
Tampoco nos puede resultar ajeno el hecho de que el 90% de las trabajadoras del sector son mujeres, en una sociedad donde la precariedad tiene rostro de mujer y esta se presenta casi siempre en forma de desventaja social. La feminización de la pobreza está arraigada en todas las sociedades, sean estas tradicionales o formen parte de los países que estén instaladas en el corazón de las sociedades más ricas y avanzadas, como es la nuestra. Una de las razones que propician la discriminación se encuentra en el mayor número de mujeres que están empleadas en sectores y ramas cuyas condiciones salariales y económicas son menores, como es el caso que nos ocupa. Las auxiliares de geriatría, las gerocultoras, son vistas como las «lavaculos» de las residencias, un estigma que es muy potente que influye en lo moral y en lo psicológico. Ellas sienten que están en el escalón más bajo de la cadena; de una cadena en las que ellas tienen un papel fundamental.
Este escenario obliga a la sociedad, nos obliga a todos, a asumir la responsabilidad de implicarnos de forma activa y continuada en la defensa de nuestros mayores, que dicen que no quieren ser viejos, que quieren ser personas y que en demasiadas ocasiones son utilizados como arietes para la consecución de objetivos de dudosa legitimidad. En la situación actual, defender a nuestros mayores significa exigir la implicación de las instituciones y de la Diputación Foral de Bizkaia en particular, que asuma la responsabilidad que le corresponde en este conflicto, habida cuenta que la gran mayoría de las plazas de las residencias son asignadas por la Diputación, a través de los pliegos de concertación.
«El civismo lo conforma, no lo gasta una ciudadanía vigorosa. Lo usa o lo pierde» dice Rousseau, y continúa «tan pronto como el servicio público deje de ser el anuncio principal de los ciudadanos, y éstos se valen de su dinero en vez de sus personas, el Estado inicia su declive».
Decía Michael J. Sandel en La justicia y la vida buena «una política basada en el compromiso moral no solo es un ideal que entusiasma más que una política de la elusión. Es también un fundamento más prometedor de una sociedad justa.»
El mercado se ha constituido como sujeto social y político, acaparando en nombre de la competitividad, rentabilidad y racionalidad los espacios que corresponden a las acciones públicas –a la política– que debieran ser los garantes de la tutela, el estímulo y la legitimación social. Decía Bauman que «las lógicas del mercado y la cohesión social son incompatibles. La normativa “moral” ha de prevalecer sobre la racionalidad, no podemos situar en primer orden la eficacia porque quedaría relegada y marginada la moral, la ética, la justicia, en definitiva la cohesión social». Los resultados y las consecuencias de la aplicación sistemática del neoliberalismo económico o fundamentalismo de mercado, están a la vista, y así nos va.