Una obligada reconversión que se suma a los ejes políticos clásicos
Simplificando mucho, los ejes tradicionales de la política vasca han sido «reforma/ruptura», «unionismo/nacionalismo» y «derecha/izquierda». Evidentemente, no son ejes aislados, cada uno tiene desarrollos propios, matices, y todos se entremezclan entre sí. Tampoco son estáticos; la centralidad e incidencia de unos y otros en el debate público ha ido variando según el contexto histórico, especialmente condicionado por el desarrollo de la vertiente armada del conflicto político.
La capacidad de resistir, adaptarse y avanzar de los partidos vascos en este periodo requiere de un análisis más pormenorizado, que apenas esbozamos aquí. Simplificando de nuevo, el PNV ha sido el que mejor se ha adaptado a los cambios, manteniendo siempre una centralidad que le da un margen de maniobra importante. Focalizado en el poder institucional, que ha desarrollado con una tara clientelar muy preocupante, incluso en fases de mediocridad y decadencia como las actuales –tanto en votos y como en dirigentes– es capaz de mantener esa posición central, aunque sea en clave de adaptación y rentabilización más que de creación y ensanchamiento de ese carril central.
En ese sentido, la izquierda independentista, además de resistir en tiempos muy difíciles, ha logrado cierta hegemonía en el debate político que se ha desarrollado gracias a una cultura política fuerte, marcando la agenda y generando debates que han alterado profundamente el escenario en repetidas ocasiones. Sin embargo, esa fortaleza estratégica capaz de cambiar el contexto se ve lastrada por una menor capacidad de adaptarse a los cambios generados por ellos mismos.
El unionismo tradicional del PP y el PSOE se ha ido atrincherando, no asume ni la nación ni la sociedad vascas como marco real de referencia y eso le hace tender a la marginalidad. La negación y la prohibición de la realidad social tienen fecha de caducidad y coste político. Más aún con un Estado en lenta descomposición. No obstante, cuentan con la gran ventaja de tener el poder político y judicial central, todos los mecanismos del sistema y la homologación internacional.
Pero son demasiado de derechas y muy españoles para una sociedad que en estos ejes bascula de la socialdemocracia a la izquierda, que tiene un fuerte sentimiento nacional acrecentado por el desprecio metropolitano y que, en relación con estos otros ejes, tiene una cultura democrática más profunda y con aspiraciones comunitarias más potentes y decentes.
«Lo nuevo», «lo viejo» y el cambio
Con toda la cautela que se quiera, es en este marco en el que hay que situar el éxito de Podemos-Ahal Dugu en Euskal Herria en las últimas elecciones. Estos comicios estaban condicionados precisamente por un marco exógeno, el estatal, que está convulsionado por una fuerte crisis económica e institucional. También por tendencias generales a las que nuestra sociedad no escapa, cambios culturales profundos y muy rápidos que tienen relación con el flujo de la información y con la comunicación. Estos cambios afectan a la actividad política y, en concreto, al sistema de partidos, a las culturas institucionales y militantes, así como a la relación de estas estructuras con sus bases. Fijándose más en los cambios estructurales que en los electorales, se advierte un nuevo eje que complementará los anteriores y que alterará sus equilibrios. Por el momento se suele hacer referencia a él subrayando el contraste entre «lo nuevo» y «lo viejo». Pero, más allá de la «fecha de nacimiento», lo que marca las diferencias es la capacidad de adaptación de las estructuras partidarias a los cambios sociales y culturales. Incluso quienes busquen un perfil conservador deberán incluir este nuevo eje en su práctica política cotidiana para poder competir en áreas como la credibilidad, el impacto social o la transparencia.
Las fuerzas políticas están obligadas a proponer un nuevo «contrato social» a sus bases, desde militantes a votantes. La volatilidad del voto es un síntoma de este cambio. Están obligadas a cambiar sus formas de actuación, de comunicación, a romper esquemas, a repensar sus relaciones con otros agentes, con la sociedad civil. En general, deberán ser más democráticas, con normas públicas y transparentes, menos tendentes al control, más eficientes y eficaces, planteando escenarios, alternativas y métodos de gestión de las discrepancias. Son cambios que van a gran velocidad, que obligan a una profunda transformación, a una reconversión de las estructuras tradicionales. Las fuerzas que acierten en este eje podrán reforzar su posición en los otros tres y tendrán más opciones de vencer políticamente.