Lo dijo en su día Joseba Sarrionandia: «La literatura es una fábrica de memoria», una industria que jamás cesa en su producción. Y es que la cita tiene su vuelta de tuerca, ya que la literatura tampoco tendría razón de ser si no poseyéramos el poder que otorgan la memoria y el recuerdo. La que ambas sustentan resulta una factoría cuyo engranaje no para de rodar, al paso de cada segundo, al ritmo de ese tiempo que transcurre y queda sellado cual fósil milenario. Siempre existe un suceso, por mucho que el hecho que se clave en el recuerdo sea aquel que quiera paralizar esa maquinaria, bloquearla, trampearla o engañarla, con el objetivo de llegar a un fundido a negro. Al olvido.
El 1 de octubre 2017 Catalunya latía al unísono en una jornada de consulta popular, de referéndum, que hacía presagiar el arranque de un camino hacia ese escenario independiente tan ansiado durante siglos. Una nueva era literaria que partiría de un nuevo recuerdo histórico, un hito para siguientes obras, inspiraciones y una nueva raíz a la que agarrarse en el futuro.
Sin duda, Catalunya lograba germinar un sentimiento colectivo. Renacieron la ilusión y la solidaridad, y brotaron –de nuevo del pasado– los ecos de aquellas luchas que erizaban la piel. Pero aquel globo de aire emocional lo pinchó la maquinaria del Estado español en un abrir y cerrar de ojos. Podría traerse a colación aquella frase pronunciada por José María Aznar tras el cierre de Egin, «¿Alguien pensaba que no nos íbamos a atrever?», ya que las consecuencias contra aquella ola de dignidad catalana concluyeron en exilios y detenciones. Y mucha represión.
Y si la maquinaria de la memoria jamás deja de funcionar, tampoco la hace la factoría judicial española, ni aquella que llega a «poner en su sitio» a quienes desafiaron la «integridad de la nación». El 12 de febrero de 2019, tal día como hoy, se sentaban en el banquillo del Tribunal Supremo, en lo que supuso el inicio de un juicio político más en la historia judicial estatal, doce líderes catalanes, nueve de ellos ya presos. Oriol Junqueras, Jordi Cuixart, Jordi Sánchez, Carme Forcadell, Jordi Turull, Raül Romeva, Dolors Bassa, Josep Rull, Quim Forn, Carles Mundó, Meritxell Borrás y Santi Vila comenzaban a ser juzgados por ejecutar un derecho tan básico como es el poder decidir por el futuro de un país, dentro de un entramado bien articulado por parte de un Estado que, como recordábamos en estas páginas a modo de previa, también se estaba jugando su prestigio ante la atenta mirada de la comunidad internacional.
Y es que si en la literatura su ejercicio básico subyace en la escritura, en la ruta de la historia la pelea suprema se debate en la pugna de los relatos, donde siempre imperan los «buenos», y pierden los «malos». Echando la vista atrás, el 12 de febrero de 2009 el Estado español dejaba fuera de las instituciones a cualquier representación de la izquierda independentista vasca. Faltaba un minuto para que se iniciara la campaña electoral de los comicios al Parlamento de Gasteiz cuando el Tribunal Constitucional dejaba, nunca mejor dicho, fuera de juego a la agrupación electoral D3M y al partido legal Askatasuna. En resumidas cuentas, el veto español dejaba fuera a estas dos opciones políticas en el último minuto. Por tanto, la izquierda abertzale quedaría por primera vez excluida de la Cámara autonómica y su posición, totalmente manipulada para los próximos cuatro años.
La historia de los últimos años en este país daría para escribir muchos libros, sin duda, y también para ejercer la acción literaria en diferentes géneros, incluso en los más oscuros, histriónicos y absurdos. Uno de sus capítulos, desgraciadamente, debería estar protagonizado por Alberto Sololuze y Joaquín Beltrán. El 12 de febrero de 2020, ambos trabajadores del vertedero de Zaldibar llevaban seis días desaparecidos. El drama aumentaba por momentos en su entorno más cercano, mientras la esperanza por encontrarlos con vida se desvanecía y, al mismo tiempo, el nerviosismo crecía en el seno del PNV. Era el primera día en el que el lehendakari, Iñigo Urkullu, visitaba la ‘zona cero’ de aquella catástrofe. Llovían críticas y no había paraguas suficientemente robusto para protegerse de aquel huracán. Llegaba tarde, muy tarde.
Pero hoy, 12 de febrero de 1984, el mundo llora la muerte de Julio Cortázar. Escritor argentino que llama al surrealismo en todos sus trabajos, maestro de la novela corta y gran pluma de la plasmación de sentimientos humanos. Y digo que es hoy, por que qué más libre que la literatura para decidir en qué año queremos amanecer, y en cuál acostarnos, si lo único cierto en este mundo es que más que para la memoria, la literatura es un gran arma para vislumbrar el futuro entre líneas, sentadas en una silla, mientras el frío del invierno asoma su hocico por la ventana.