Lectores y víctimas
La década de los 80 descubrió la figura del lector. Junto con el escritor y la novela, formaban parte del triángulo de la creación literaria. Algunos sostuvieron que el lector era «cocreador» −no confundir con «cloqueador»−, de la obra. Y no es por desilusionar, pero el lector no existe. No al modo uniforme, homogéneo y universal. Existen, sí, lectores y cada cual es único, alabando o descalificando una obra. Lo que para unos es lo mejor de Proust, para otros es su gran defecto. Y no hay autoridad que nos convenza de que el gusto personal no decide la calidad de una obra, sino las ganas de seguir o no leyendo.
Todos participan del mismo hecho lector, pero no tienen idéntica experiencia. Ni sus interpretaciones son iguales cuando al unísono leen "Lolita" de Nabokov. Ni siquiera un lector lee lo mismo cuando relee a Borges. Tampoco leyendo "El Odio", libro que ha traído por la calle de la dialéctica a medio país y en la que han salido a relucir conceptos como escritor y su responsabilidad, el comportamiento errabundo de la editorial Anagrama, la libertad de expresión, los derechos socavados de las víctimas y la censura, pero no, paradójicamente, los lectores, que, se supone, algo tendrán que decir.
Un olvido que resulta extraño porque, si hay un axioma en este campo, es el que afirma que cada persona decide leer lo que quiere; que cada lector comprende, interpreta y critica lo que lee de manera libre y sin coerciones y que nadie es quién para decir lo que hay que leer y, menos aún, prohibir.
En cuanto a los efectos que puede ocasionar la lectura, ¿quién es capaz de tasarlos de forma objetiva? Acepto que alguien diga que «es distinto prohibir un libro por lo que dice, que retirar un libro por lo que hace; en este caso, socavar los derechos de una víctima». Pero me pregunto quién es esa inteligencia cartesiana capaz de establecer qué hace un libro en el lector. Uno, quizás, lo sepa; pero, ¿lo que hace en los demás?
¿Mi experiencia lectora de "El Odio" es la misma que la de mi vecino? Leerá la misma obra, pero su vivencia será diferente. Y respecto a lo que supuesta y respectivamente nos haga, lo mismo. Sustituir la vivencia plural de los lectores por la de uno es fiasco. Uno solo puede hablar de lo que le dice y hace de él un libro.
Y se equivoca la ministra de Igualdad cuando generaliza diciendo que «lo importante es que la sociedad ya ha condenado el libro, porque la ciudadanía empatiza con la víctima». ¿Qué sociedad? ¿Una sociedad que en su 99% no ha leído ni leerá el libro? ¿Hay correlación causal entre «empatizar» con una víctima y el rechazo a un libro? Supongo. Incluso cabe que, leyendo "El Odio", la aumente. Pero, ¿cómo saberlo si no se lee dicho libro?
Denunciar ante el juez un artículo por considerar su contenido injurioso contra un particular o un colectivo es muy habitual entre ciertos colectivos de derechas. La de veces que los integristas de «Hazte Oír» han presentado denuncias contra chistes que hieren su delicado y frágil sentimiento religioso. En cambio, rara será la vez que los ateos les hayan devuelto el regalo con la cantidad de injurias que reciben de estos mismos católicos. Y es que la línea de las víctimas es más interesada de lo que parece. Ahí están, por ejemplo, las víctimas de la guerra civil en Navarra, donde no hubo frente de guerra. Cantidad de libros de historia vienen desde hace años humillando a las víctimas del genocidio navarro y a sus familiares, exaltando incluso a sus verdugos. El agravio comparativo es evidente con lo sucedido con el libro «odioso» de Anagrama y ojalá que algún día haya ministras de Igualdad que reparen en este permanente socavamiento de los derechos de unas víctimas por las que nadie, excepto sus familiares, reivindican verdad, justicia y reparación.
En el caso del libro "El odio", ha aflorado la burda invocación a la ley de Lynch (1782) sin nombrarlo, exigiendo un linchamiento del autor y de su libro, convertidos en víctimas gracias a la censura concitada contra ambos.
Y es bien triste que, para sortear esta contradicción, se haya aconsejado que «dejemos de tener miedo a prohibir ciertos libros». ¿Miedo? No lo tenemos. Tenemos más miedo a quienes defienden tal imperativo que el libro de "El Odio".
Una democracia que solo proteja lo que es de nuestro agrado, menoscabando lo que está en las antípodas de nuestro pensamiento, es dictadura. John Stuart Mill, en su ensayo "Sobre la libertad" (1859), ya decía: «Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de la misma opinión, y esta persona sostuviera la opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como lo sería ella misma si teniendo poder bastante impidiera a la humanidad (...) Nunca podemos estar seguros de que la opinión que tratamos de ocultar sea falsa y, si lo estuviéramos, ocultarla sería también un mal».
Que alguien nos defienda de las «malas lecturas», prohibiéndolas, es más que un chiste nazi deplorable. Olvida que fueron el poder político y religioso quienes prohibieron miles de libros cuando se los temía. La Inquisición y el Índice de Libros Prohibidos de la Iglesia, iniciado por Pío IV (1554) y desaparecido en 1966, no son una quimera, ni una leyenda negra inventada.
El miedo casa mal con los libros. Que la palabra haya aparecido en esta polémica, esgrimida como profilaxis contra los libros odiosos, es volver a "Fahrenheit 451" o a un akelarre libresco en la plaza pública. ¡Y qué lejos estamos del lema «sapere aude» de Kant, ¡atrévete a pensar o saber! Da yuyu que tal invocación al miedo sea patrocinada por gente que se dice ilustrada. ¿Acaso desconfían de la competencia crítica del lector para obtener de los libros −incluso de los odiosos−, las mejores razones para defender a las víctimas?
Conminar a perder el miedo a prohibir la lectura de ciertos libros es lo último que podríamos escuchar. Es un escupitajo a Kant y la evidencia de que, como escribiera Sartre en "Las manos sucias", la defensa de ciertas víctimas no parece que esté en manos muy limpias.