Londres silencia la verdad de la violencia de Estado
El 6 de marzo de 1988, efectivos del Ejército británico abatieron a tres militantes del IRA desarmados en Gibraltar. Es el tema que abordamos hoy en Artefaktua. Aprovechamos también para pedir a Soledad Galiana, colaboradora habitual desde Irlanda para GARA, un análisis sobre la actuación violenta de Londres en el conflicto. No tiene duda, su impunidad sigue siendo una asignatura pendiente en el proceso de paz.
La impunidad del Estado británico sigue siendo la asignatura pendiente del proceso de paz irlandés. Londres siempre se ha presentado como mediador en el proceso, en un intento de desdibujar su papel real como actor central en los treinta años de conflicto y su responsabilidad en la violencia sufrida por la población nacionalista irlandesa.
El último insulto a las víctimas de la violencia de Estado fue la Ley de Amnistía propulsada por el Ejecutivo conservador británico y aprobada por el Parlamento de Londres en febrero de 2023.
En su momento, el Gobierno del entonces primer ministro Boris Johnson intentó justificar la legislación como una oportunidad «para la justicia», aunque el claro objetivo de la ley, que entra en vigor en mayo de este año, es proteger a los soldados del Ejército británico y otras fuerzas de seguridad de futuras investigaciones sobre sus actuaciones durante el conflicto político norirlandés.
Porque la búsqueda de la verdad y la justicia, que en los casos de violencia de Estado solo se ha obtenido a golpe de requerimientos judiciales, se considera una «vejación» para los individuos e instituciones responsables de esos crímenes.
En realidad, lo que el Gobierno de Londres quiere evitar es el impacto que en su reputación podrían tener estas investigaciones. Considerando los resultados de los últimos tribunales de investigación en el norte de Irlanda, es evidente que la verdad no favorece a los británicos.
En mayo del 2021 concluyó la investigación judicial sobre la muerte de diez civiles a manos de militares británicos en Ballymurphy (Belfast) entre el 9 y 11 de agosto de 1971. Este es el segundo caso en el que el Estado británico ha sido declarado culpable del uso de fuerza excesiva contra civiles en el norte de Irlanda, después de la sentencia que exoneraba a las víctimas del Domingo Sangriento, en el que el mismo regimiento paracaidista responsable de la masacre en el barrio de Belfast en 1971 asesinó a catorce personas en Derry el 30 de enero de 1972.
En ambos casos, la versión oficial describía a las víctimas como terroristas. En ambos casos se ha probado que el Estado británico mintió en un intento de disfrazar la guerra sucia contra la población nacionalista en el norte de Irlanda.
En Derry, los soldados británicos abrieron fuego contra una marcha por los derechos civiles, asesinaron a trece personas, seis hombres y siete adolescentes, e hirieron a otras quince personas, una de las cuales falleció cuatro meses después.
En poco más de diez minutos dispararon más de cien balas. Las imágenes sobrecogieron al mundo. Pero en Londres, la maquinaria política ya se había puesto en marcha para crear su propia versión de los hechos, criminalizando a las víctimas. En palabras del entonces primer ministro británico Edward Heath: «En Irlanda del Norte estamos luchando no solo una guerra militar, sino una guerra de propaganda».
Una investigación dirigida por el entonces presidente del Tribunal Supremo, Lord Widgery, ignoró el testimonio de los testigos presenciales y las pruebas documentales, exculpando a los soldados, apuntando a que sus acciones habían sido en defensa propia y que todas las víctimas y heridos habían abierto fuego contra estos.
En 2010, tras una investigación de doce años que costó 200 millones de libras, Lord Saville de Newdigate culpó de la masacre a «una grave y generalizada pérdida de disciplina de fuego» por parte de los miembros del Primer Batallón del Regimiento de Paracaidistas, que posteriormente mintieron sobre su conducta. En contra de la narrativa oficial británica, ninguna de las víctimas «suponía una amenaza de causar la muerte o lesiones graves».
Saville concluyó que les dispararon por la espalda mientras huían, intentaban ayudar a los heridos o yacían heridos.
Investigaciones tramposas
La reacción del Gobierno británico ante los resultados de estas investigaciones ha cambiado con los años. En el 2010, el entonces primer ministro británico David Cameron pidió perdón a las víctimas. En el 2021, Boris Johnson se manifestó por boca de su secretario de Estado en términos muy insatisfactorios para las familias.
En lo que sí ha sido constante Londres ha sido en dificultar acciones judiciales contra los soldados responsables de estas muertes. Esta estrategia para denegar justicia a las víctimas y sus familiares se evidencia en las declaraciones de la juez forense Siobhán Keegan, responsable de la investigación sobre la masacre de Ballymurphy, quien denunció que el proceso había sufrido «por la insuficiencia de las pruebas recabadas en ese momento» y fue muy crítica ante las pruebas y testimonios que el Ejército británico había proporcionado a la investigación, lo que contrastaba con las declaraciones de los testigos civiles.
Keegan afirmó que, en su momento, las autoridades habían «fracasado» en la investigación de las acciones de los soldados en 1971. Otra coincidencia con el caso del Domingo Sangriento y la razón por la cual no es posible abrir procedimientos legales contra los responsables materiales de estas muertes.
Ambas masacres –y muchas otras, en las que directa o indirectamente el Estado británico optó por victimizar a nacionalistas irlandeses– siguen una pauta clara de mentiras, eliminación de pruebas y obstaculización que han paralizado otras investigaciones como, por ejemplo, la de las bombas que en Dublín y Monaghan se cobraron 33 vidas y causaron 300 heridos, y de las que se considera actores materiales a paramilitares lealistas, soldados y policías británicos con la connivencia de los servicios de inteligencia británicos.
La caja de Pandora
Aún quedan otros muchos casos por investigar que involucran directamente al Ejército británico (Springhill, Loughall, Newry…) y otras tantas acciones lealistas en las que se intuye la autoría intelectual de las fuerzas de seguridad británicas como, por ejemplo, el asesinato del abogado Pat Finucane. Y Londres teme las conclusiones de esas investigaciones. De ahí su deseo de pararlas.
Pero en su intento de salvar su reputación, acallando las voces de las víctimas, el Estado británico ha abierto una posible caja de Pandora, ya que el pasado mes de diciembre el Gobierno de Dublín anunció su intención de iniciar un proceso judicial contra el Estado británico por la Ley de Amnistía y por lo que consideran una violación de la Convención Europea de los Derechos Humanos.
Este caso podría poner aún más en aprietos a la clase dirigente británica, ya que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha dictaminado anteriormente que la concesión de amnistías es incompatible con la obligación de un país de disponer de procesos que garanticen la investigación de muertes no naturales y las denuncias de tortura.