1977/2024 , March 12

Agustin Goikoetxea
Aktualitateko erredaktorea / Redactor de actualidad

El testamento de Patxi Larrainzar

El escritor y sacerdote Patxi Larrainzar falleció el 12 de marzo de 1991 en Iruñea. Colaborador habitual de 'Egin', se le incluía en el grupo que algunos llamaban «curas rojos». Al día siguiente del óbito, el rotativo con sede en Hernani recogía su testamento.

Página de 'Egin' en la que se informaba del fallecimiento de Patxi Larrainzar.
Página de 'Egin' en la que se informaba del fallecimiento de Patxi Larrainzar. (NAIZ)

El escritor y sacerdote Patxi Larrainzar falleció el 12 de marzo de 1991, a los 56 años, en el hospital Virgen del Camino de Iruñea después de haber entrado en coma por una afección digestiva. Colaborador habitual de 'Egin', al párroco de la iglesia de El Salvador, en Arrotxapea, se le incluía en el grupo que algunos llamaban «curas rojos». Tuvo que pasar siete veces por comisaría y estuvo en dos ocasiones en las «cárceles de curas» del monasterio de la Oliva y del Verbo Divino.

En una entrevista en el rotativo con sede en Hernani, Larrainzar, para quien escribir era una droga, afirmaba que la literatura era «una forma de liberarse del agobio que produce el poder, escaquearse de su imposición, desenmascarando al mismo tiempo lo risible que resulta, porque es risible que se crean los amos del mundo».

Al día siguiente del óbito, se informaba del mismo y se incluía el testamento del de Riezu. Un día después, se publicó un artículo póstumo, bajo el título 'Pega pero escucha', que hizo llegar a la redacción de 'Egin' su amigo íntimo Jesús Lezaun. Este es su testamento:

Testamento

Patxi Larrainzar

Como la guerra mundial está al caer y aquí no va a quedar vivo ni el Balentxi, mi familia, y sobre todo los sobrinos que se creen inmortales, me están insistiendo para que haga el testamento, por lo que pueda pasar. Deseandico que me muera, vaya, aunque sus apremios se disfracen de prevenir futuras discordias si muero sin testar. Claro, ellos ya saben que su tío es pobre, pero ahí está precisamente el morbo: que de los tíos pobretones se puede esperar cualquier sorpresa, incluso un fortunón en una rendija del sabayao y metido en el calcetín; pues ¿cómo se puede llegar a mi edad, y encima soltero, sin haber amasado unos cuantos millones, con la de oportunidades que ha habido en este país en las últimas décadas, y con lo listo que yo me creo? «Tú haz el testamento y nos dejas a todos tranquilos, ¿vale?».

Pues vale. Así que esta tarde de septiembre, el mes del clima más perfecto porque el cuerpo no se siente y el aire se bebe como una copa de champán, me voy a la orilla del Arga y hago dejación generosa de todas mis pertenencias, espirituales y materiales. Aquí constan.

– Cuando yo muera, decid a mis amigos que no me duele el irme de ellos, pues espero volver a encontrarlos, y ya sin el desgaste que produce la mirada deslizante de todos los días. Y aunque así no fuera, que tampoco me cuesta mucho dejarlos, pues lo que bien se quiere bien se abandona: y yo jamás los poseí para mí sino para ellos mismos.

Por esos, su amistad y aunque no hubiere eternidad, durará eternamente.

– Cuando yo muera, podéis decir a mis enemigos que los odié con el desinterés de quien piensa en su bien; y como creo que están equivocados, siento que estén perdiendo la vida y haciéndola perder a otros. Y por eso los denuesto. Y los detesto. Y les deseo el infierno: el mismo que ellos han fabricado para los demás.

– Cuando yo muera, decid por favor a las mujeres que las amé como se ama al paraíso perdido: siempre a su puerta suspirando por entrar, y deseando a la vez que jamás se abra, para poder seguir soñando. Porque ellas, digan lo que digan ellas mismas, son el paraíso.

– Cuando yo muera, podéis decir a mi jefe, el obispo, que lo espero desnudo detrás de las bambalinas del teatro, para recitar juntos y desnudos aquello del Eclesiastés: «mataiotes mataiotecos kai panta mataiotes», que todo es vanidad de vanidades. Y que después podremos ir juntos y desnudos a ver pasar los ángeles, también desnudos.

– Cuando yo muera, decid a los demonios que salgan de mis sótanos, que se introduzcan en los de otra alma menos escéptica, a ver si consiguen un poco más de formalidad y un poco menos de mala leche que en mi caso.

– Cuando yo muera, decid a los niños que se planten y no crezcan más, por favor, que renuncien como Peter Pan al caramelo del «cuando seas mayor». Porque nunca se llega a mayor, sino a repelente niño arrugado.

– Cuando yo muera, decid a los comunistas vergonzantes que se han equivocado de muro: que el que hay que derribar está en su propio corazón, allí donde la frondosidad del árbol capitalista no deja ver el bosque de la utopía incombustible. Que busquen en otra dirección.

– Cuando yo muera, podéis decir a los que han hecho la apuesta del insobornable Pascal que no se han equivocado en absoluto: pues si luego de esta vida hay otra, acertaron siendo honrados. Y si no la hay, total, sólo se han perdido cuatro fruslería píricas, que a la hora de la verdad valen mucho menos que un espíritu en paz consigo mismo.

– Cuando yo muera, decid al mundo occidental y cristiano que se detenga de una vez: no por mi muerte, no, sino porque ha tomado un camino encanallado, y está matando a millones de inocentes con su materialismo rampante y sus ideales horteras.

– Cuando yo muera, decid a los libros de mi biblioteca que ellos han sido mi más secreta lujuria: cuando abiertos, como un amante abierto; y cuando cerrados, como un arca de misterios llena.

– Cuando yo muera, decid a la música barroca que las más dulces lágrimas derramadas en mi vida han sido por su infinita belleza derramada. Y que si no lo admiten en el cielo, robaré la barca de Caronte y me iré en su busca hasta el coro de Santo Tomás de Leipzig: porque allí estará San Juan Sebastián Bach, y allí estará el cielo.

– Cuando yo muera, decid a todo el barrio que allá lo espero, a la orilla de aquel río de aguas de miel como la piel de un niño. Pescaremos un pez rubio cada día, y nos divertiremos eternamente contando escamitas de oro. Como los habitantes de Macondo.

– Cuando yo muera, sobrinos, perdonadme pero tendréis que decirle a la Caja de Ahorros que las 3.000 pesetas que tengo en la cartilla son suyas: porque tanto enviarme arqueos y resúmenes y situaciones de cuenta tan esmirriada, bien se han merecido el ser mis herederos.

– Cuando yo muera, os evitaré ir al cementerio pues ya sabéis que he dejado mi cuerpo a la facultad de medicina. Así que, echadme en la piscina de formol para que se cumpla mi más profundo anhelo: que los del Opus me toquen los cojones, y ya de paso se contagien con la gonorrea de la heterodoxia y el sida de la insurrección.

– Cuando yo muera, en fin, y ésta es mi última voluntad, no le digáis nada a nadie: sencillamente, vivid. Será el mejor homenaje que nos hagáis a los muertos, vivir con pasión la vida fastuosa y apasionante de este pueblo nuestro.