El 10 de mayo de 1994 la humanidad cerró uno de los capítulos más ignominiosos de su historia reciente. Un día como hoy, hace treinta años, Rolihlahla Mandela, Nelson por obra y gracia de su profesora de Primaria, fue investido presidente de Sudáfrica, poniendo fin a más de tres siglos de supremacía blanca. Al menos oficialmente.
Aquella jornada fue el resultado de años de lucha y negociaciones, de mucho sufrimiento también, y un hito en la pelea contra el racismo institucional que fue celebrado en casi todo el planeta. Incluso en aquellos países que aún mantenían a 'Madiba' en su listado de peligrosos terroristas.
De hecho, apenas pasaron cuatro años desde su salida de prisión, en febrero de 1990, y su investidura. Antes, en 1985, el entonces presidente Pieter Willem Botha le había ofrecido su liberación con la condición de que «rechazara incondicionalmente la violencia como una opción política». Mandela se negó a la propuesta, y dio a conocer su planteamiento en una carta leída en público por su hija Zindzi, en la que afirmó «¿Qué libertad me ofrecéis mientras el CNA se encuentra proscrito? Solo los hombres libres pueden negociar. Un prisionero no lo puede hacer».
Desmantelamiento del apartheid
«Sudáfrica alcanzó por fin la dignidad», exclamaba la portada de 'Egin' al día siguiente. No era para menos. El líder del Congreso Nacional Africano (CNA) fue el primer mandatario elegido como jefe del Ejecutivo sudafricano por sufragio universal –el CNA se alzó con la victoria en las elecciones con el 62% de los votos– y su investidura, tanto en términos políticos como simbólicos, fue el colofón imprescindible al proceso iniciado un lustro antes para desmantelar el régimen de apartheid que imperaba en el país austral.
Mandela, el preso 466/64 de Robben Island, «la pimpinela negra» que durante años eludió todo tipo de emboscadas y encerronas, se convirtió en el rostro visible de un cambio que llegaba con las luces largas, sin ánimo de venganza pero sí de justicia y reparación.
«De la experiencia de un extraordinario desastre humano debe nacer una sociedad de la que toda la humanidad se sentirá orgullosa» expuso, tras jurar su cargo, este abogado amante del boxeo que, con casi tres décadas de prisión a sus espaldas, era consciente de las renuncias que los suyos y también sus contrincantes habían realizado para llegar a ese punto.
Un ejemplo de ese carácter conciliador, que no es sinónimo de olvido, era el perfil de los dos vicepresidentes que acompañarían a Mandela, que fueron designados ese mismo día: Thabo Mbeki, figura importante del CNA, y el expresidente de Sudáfrica y miembro del Partido Nacional Frederik de Klerk, quien juró la nueva Constitución en afrikáner. Su papel en el proceso de transición había sido clave, y su anterior antagonista se lo recompensaba sentándolo a su lado. Dos mundos opuestos en el mismo Gobierno, el desafío no era pequeño.
Llevarlo a buen término probablemente solo estaba al alcance de la única persona capaz de recibir el Premio Nobel de la Paz, la Medalla Presidencial de la Libertad, una condecoración otorgada por el presidente de EEUU, y el Premio Lenin de la Paz, que se entregaba en la Unión Soviética a personas que hubieran contribuido a la causa de la paz entre los pueblos.
De proscritos a anfitriones
Ante más de 150.000 personas y un gran número de jefes de Estado y de Gobierno, también algunos reyes y príncipes, quien fue una vez el vecino más popular de Soweto, esa barriada que muchos de sus invitados jamás osarían pisar, se congratuló porque «quienes estuvimos proscritos hasta hace poco tiempo tenemos ahora el raro privilegio de ser anfitriones de las naciones de todo el mundo en nuestro suelo».
Entre los asistentes estaba Fidel Castro, fiel acompañante y amigo de la causa antiapartheid, y también Ezer Heizman, presidente de Israel, un país que treinta años más tarde ha sido llevado a juicio por Sudáfrica por el genocidio que está cometiendo en Gaza. Yasser Arafat, presidente de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), igualmente presente en aquel acto, estaría hoy orgulloso de sus compañeros en los procesos de liberación.
Cuenta la crónica de 'Egin' que, con gesto solemne, Mandela describió el nuevo estadio en que se adentraba su país como «el triunfo de la justicia, de la paz y de la dignidad humana», y expresó su confianza en que la comunidad internacional ayudara a construir una sociedad pacífica, próspera, no racista y democrática.
Era plenamente consciente de que el camino emprendido por el Congreso Nacional Africano ocho décadas antes no había culminado, que todavía quedaba un trabajo ingente por delante –sigue habiendo mucho por hacer treinta años después–, pero había por fin una oportunidad de llevarlo a buen puerto y no tenía intención de desaprovecharla. Entre otras cosas, porque había costado muchísimo abrirla.
Por eso dedicó ese día a «todos los héroes y heroínas del país y del resto del mundo que se sacrificaron de muchas maneras y ofrecieron sus vidas para que podamos ser libres». «Sus sueños, nuestros sueños, se han hecho realidad y la libertad es nuestra recompensa», concluyó.