En medio de un ambiente angustioso que apuntaba a un colapso económico en el Estado español, con la Comunidad Valenciana solicitando el rescate y la ciudadanía pendiente de la prima de riesgo como si de su presión arterial o su temperatura corporal se tratara, el 20 de julio de 2012 el Eurogrupo aprobó el rescate de la banca española, seis semanas después de que fuera solicitada formalmente, así como un memorándum en el que se recogían las condiciones exigidas a cambio de los 100.000 millones de euros para el sector financiero, y una batería de medidas de ajuste y de reformas.
Las previsiones de «intervención integral», que parecían inevitables, no terminaron de producirse, la tensión bajó, la fiebre fue remitiendo y la gran banca, que año tras año presume en sus asambleas generales de sus pingües beneficios, logró socializar sus pérdidas.
Básicamente, el rescate bancario consistió en una inyección de dinero público y semipúblico a unas entidades financieras que, según nos recordó Txisko Fernández en GARA el décimo aniversario de esta operación, se hundían «en las turbulentas aguas de la crisis financiera global que siguió al estallido de la burbuja inmobiliaria en 2008. Una burbuja que, a escala local, habían contribuido a inflar a pleno pulmón tanto la banca privada como los sucesivos gobiernos que se subieron a una de las olas más vertiginosas impulsadas por el neoliberalismo: la 'política del ladrillo'».
Invertir en el sector inmobiliario sin ton ni son se puso tan de moda que, cuando las aguas bajaron, quedaron al descubierto operaciones tan incomprensibles como las que habían llevado a Kutxabank a acumular unos 2.000 millones en este tipo de activos «tóxicos», si bien el paquete más gordo correspondía a la recién absorbida Caja Sur (600 millones de euros), a los que sumaban los de Kutxa (450 millones), BBK (240 millones ) y Vital (180 millones).
Según la nota informativa publicada por el Banco de España (BdE) en noviembre de 2019 sobre «ayudas financieras en el proceso de reestructuración del sistema financiero español» en el periodo 2009-2018, el famoso «rescate» ascendió a 64.098 millones de euros, de los que solo se habían recuperado hasta entonces 5.225 millones.
Desglosando estas cifras, la mayor parte del pastel la puso el Estado a través del Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB) –que, como se suele decir de Hacienda, «somos todos»–, con 54.353 millones prestados por solo 4.477 millones recuperados.
El resto ha corrido a cuenta del Fondo de Garantía de Depósitos de Entidades de Crédito (FGDEC), con 9.745 millones prestados por apenas 748 millones recuperados. Este está integrado por todas las entidades financieras –bancos, cajas de ahorro y cooperativas–, y es el que, como indica su nombre, actualmente garantiza que, en caso de quiebra de una de ellas, las personas que tuvieran un depósito lo recuperarán, con un límite de 100.000 euros por cada titular.
A pesar de que Soraya Sáez de Santamaría, en su momento vicepresidenta del Gobierno español, afirmara que el rescate no iba a costar «ni un euro» a la ciudadanía, lo cierto es que apenas se ha recuperado un 6,6% del dinero del rescate, es decir, que utilizando el argot bancario, 50.000 millones de euros fueron a fondo perdido.
Los resultados para la banca, por su parte, fueron extraordinarios, pues se calcula que las ganancias de la banca en los seis años posteriores al rescate propiamente dicho, entre 2012 y 2018, superan la cantidad inyectada, mientras que el sector ha experimentado un desbocado proceso de concentración que, en poco menos de una década, se ha cargado 51 entidades en el Estado español, 12.000 oficinas y prácticamente 100.000 empleados.
La entidad que ha engullido más ayudas públicas en forma de capital ha sido BFA-Bankia, con 22.400 millones de euros; seguida por Catalunya Banc, con 12.500 millones; y Nova CaixaGalicia, con 9.400 millones. Entre los tres suman 44.300 millones de euros, más del 80% del total de lo prestado por el FOREB.
En cuanto a la parte del rescate que asumió el Fondo de Garantía de Depósitos, la mayor tajada se la llevó la Caja de Ahorros del Mediterráneo (CAM), con 12.474 millones de euros, de los que solo se han recuperado 16 millones. No es casualidad que esta entidad estuviera afincada en el País Valencià –con sede social en Alacant–, sobre cuya costa se habían levantado paradigmáticos emporios de ladrillo con pies de barro. De hecho, el Banco de España intervino y nacionalizó la CAM en julio de 2011. Después de recibir más de 5.000 millones en ayudas del FGD fue adquirida por el Banco Sabadell por el precio simbólico de un euro.
Carlo Giuliani muere en una caraga policial en Génova
Y más allá de estos elementos de arquitectura financiera que el capital tiene para defenderse, llegado el caso, el poder económico cuenta también con otro tipo recursos para defenderse ante aquellos que se oponen a un sistema capitalista tan voraz como el actual. Lo demostró también un 20 de julio, en este caso de 2001, cuando Carlo Guiliani, un joven italiano de 20 años residente en Génova, murió a causa de un disparo de pistola a la altura de su ojo izquierdo, realizado a corta distancia por un agente desde dentro de una furgoneta policial.
Fue en el transcurso de una manifestación antiglobalización que pretendía acercarse hasta el Palazzo Ducale de la ciudad italiana, donde se reunían los dirigentes de los siete países más poderosos del mundo y Rusia, el conocido como G-8.
Meses después, todos los cargos en contra del carabinero que disparó, Mario Placanica, fueron retirados cuando la juez que presidía el caso, Elena Daloiso, llegó a la conclusión de que la bala que golpeó a Giuliani no iba directamente encaminada a él y había «rebotado en yeso». La juez dictaminó que Placanica había actuado en legítima defensa, y el caso no llegó a juicio.