Conocí a monseñor Laboa en vísperas de la invasión estadounidense de Panamá en 1989 en la Nunciatura -embajada del Vaticano- que él dirigía en la capital centroamericana. Eran momentos de mucha tensión e incertidumbre en el país. Y la Nunciatura vaticana era uno de los centros neurálgicos de la información. Según se hablaba en la ciudad, por allá pasaban todos los canales. El nuncio era una institución.
Como periodista enviado de 'Egin', solicité un encuentro con las lógicas reservas, que se deshicieron en el momento que atravesé la puerta verjada de la embajada y vi a un señor menudo en el porche con guayabera y un crucifijo al cuello con los brazos abiertos como quien recibe a su hijo después de largo tiempo: «iBienvenido, paisano!»
No era nada personal. Con el tiempo y nuevos encuentros pude constatar que aquel Josetxo –para los cercanos– Laboa era así, pero, especialmente, con los suyos, los de su tierra. «Gente de palabra», decía.
Efectivamente, por aquella embajada pasaban todos los circuitos de los mensajes –eso que se llaman últimos intentos antes de una guerra– que se cruzaban el gobierno del general Manuel Antonio Noriega –la presa que se quería cobrar EEUU–, los opositores de todo calibre, los enviados de EEUU, los diplomáticos...
Invasión de Panamá
Llegó la invasión anunciada y con ella uno de los momentos más críticos de la carrera de monseñor, nacido en Pasai Donibane en 1923 y con una vocación de «cura de pueblo» que se torció al ejercer estudios de Teología y de Derecho en las más prestigiosas universidades pontificias y una inteligencia privilegiada que le llevaron hasta el lugar donde se cuece la diplomacia vaticana. Esa tan reputada que no tiene prisa, porque se considera una institución «ad eternatis», eterna. Fue el entonces cardenal Montini, posteriormente Papa Pablo VI, quien lo ubicó en las tareas para internacionalizar el cuerpo diplomático.
De nuevo en Panamá, el Comando Sur de EEUU, que estaba dentro, en la zona del canal, lanzó a sus marines a invadir el país y apresar al incómodo Noriega al precio que fuera. El 20 de diciembre de 1989 tomaron Panamá por las bravas en un baño de sangre en busca del general, pero no lo encontraron. ¿Dónde estaba? Cuatro días más tarde, se supo: refugiado en la Nunciatura, con el beneplácito de monseñor Laboa. Tomó una decisión que él mismo consideraba arriesgada y hasta cuestionable desde el punto de vista de la diplomacia: enviar un coche para recoger a Noriega y llevarlo al lugar seguro de la embajada, territorio del Vaticano. Siempre defendió esa actuación desde el sentido pastoral de querer evitar una tragedia mayor. Solo en los dos primeros días de invasión ya habían muerto más de 1.200 personas.
Los estadounidenses se tomaron a mal el atrevimiento y rodearon el recinto con tanques y francotiradores y la amenaza de arrasar. No les funcionó y optaron por emitir a todo volumen música rock heavy las 24 horas del día en torno a la Nunciatura para ablandar la frágil resistencia.
Si la situación era de por sí delicada, faltaba un detalle no menor para la historia: ante la inminencia de una situación caótica en la que peligraban las vidas de todo el mundo, el nuncio invitó a refugiarse el primer día de la invasión a los deportados vascos que se encontraban en el país. Debía protegerlos y así se lo hizo saber por teléfono a su amigo y presidente español, Felipe González, que no salía de su asombro. «Son paisanos».
«Los cojones bien puestos»
El asedio a la embajada duró diez días y dejó una imagen memorable: el general Marc Cisneros, jefe del Ejército de EEUU y comandante de la invasión, ante la entrada verjada de la Nunciatura rodeada de tanques, exigiendo a un Josetxo Laboa vestido con guayabera clara y su crucifijo que entregara a Noriega y sus leales ante el pretexto de una toma de rehenes. La alternativa era asaltar el recinto. El nuncio se negó en rotundo y le dijo que el Vaticano solo facilitaría la salida de Noriega mediante un acuerdo legal que garantizara su vida y siempre que se entregara por voluntad propia. La respuesta de Cisneros fue en tono castrense: «Monseñor, tiene usted los cojones bien puestos».
Noriega se entregó el 3 de enero y días más tarde los deportados vascos pudieron salir a un tercer país. Monseñor Laboa siempre lo recalcó: «Hice todo con el Evangelio en la mano». Y así se lo reconoció el Papa Juan Pablo II, que le felicitó por su tarea y encomendó nuevos retos…
Quienes conocieron a Laboa coinciden en destacar su humanidad, su astucia, su habilidad… Seducía con la inteligencia, con su dominio de las situaciones y su liderazgo, con su cultura, con la capacidad de hacer sentirse cómodos a sus interlocutores: el más alto estadista o el más humilde de los paisanos. Y siempre mostraba el orgullo de pertenecer a su patria lejana. Todos los días leía algún fragmento en euskara después de caminar 12 kilómetros.
Según sus palabras, el secreto de la diplomacia era el «sentido común» y «ser auténtico». Lo decía un embajador de alto nivel que nunca pasó por la Escuela Diplomática vaticana y salía airoso de las misiones delicadas. Llegaba aprendido.
Tenaz, afable y con un refinado sentido del humor, igualaba al grande y al menor. Todos apreciaban la figura protectora de un Laboa que detallaba con precisión en un diario los avatares de su vida y que hoy reposa, seguramente, en alguna estantería familiar de Pasaia a la espera de la luz.
Panamá no fue la única prueba de fuego para el diplomático vasco. De allá fue destinado a un Paraguay convulso tras la dictadura de Stroessner y, más tarde, tras pasar por Malta, recaló en otra plaza difícil, la Libia de Gadafi. Contra lo previsto, el líder de la revolución lo recibió con admiración y respeto. Una antigua conversación casual con bebidas del país sobre Donostia y Pasaia con el embajador libio en Panamá había allanado el camino. Meses después, el pequeño y sonriente Laboa consiguió abrir la primera representación vaticana en el país de Gadafi.
Pero Laboa no se olvidaba de los suyos. Además de los altibajos de la Real Sociedad, seguía los acontecimientos de su país con la nostalgia del viajero errante. Siempre sacaba en su conversación aquel Pasaia de sus amores que dejó atrás de joven. Localidad a la que llevó de visita en 1954 al entonces cardenal Angelo Roncali, futuro Papa Juan XXIII, que se alojó en la casa familiar de los Laboa.
Propuesta de mediación en la autovía
Presumiblemente, alguna gestión discreta le llevó a hablar con el lehendakari Ardanza en la Navidad de 1990 sobre el cariz que tomaba el tema de la autovía entre Nafarroa y Gipuzkoa, que ya dejaba muertos. Unos meses más tarde, en mayo de 1991, desde Paraguay, Laboa hacía pública su disposición a mediar en el conflicto. Puso condiciones técnicas de viabilidad y de autorización de la Santa Sede. La Coordinadora Lurraldea aceptó días más tarde la mediación. Fue la parte española, con González a la cabeza, la que desechó esa opción de esperanza. En declaraciones a 'Egin' aquel mes, Laboa dejó su sello de identidad: «Por el País Vasco estaría dispuesto a hacer lo que sea».
La última vez que vi a monseñor fue en el Vaticano, unos meses antes de su muerte. El longevo obispo y entonces miembro de la Sagrada Congregación para la Causa de los Santos estaba pletórico y se manejaba con maestría en el recinto pontificio. «No hago milagros, pero sé quien los hace», decía con su fina ironía en aquella corte en la que era también el encargado de recibir a los jefes de Estado de todo el mundo que llegaban a la Santa Sede.
Lo de los milagros quizás era verdad, o al menos lo parecía. Pero una vez despachada la agenda oficial, se volvía a sentir a gusto con los paisanos. Lo decía con ojos vivaces ante la mirada sobria de otro vasco universal, el jesuita y director de Radio Vaticano Inazio Arregi: «¡Vamos a comer los mejores espaguetis del Vaticano!». En la comida no podía faltar otra de sus aficiones, contar anécdotas de una vida intensa. Vaya este pasadizo relatado por él como muestra de consideración a un personaje inigualable:
Laboa trató en persona al general De Gaulle cuando era presidente de la República francesa. «Altanero y arrogante», decía. Y también al que entonces era su primer ministro y luego presidente, George Pompidou. Un día de agosto, en plena canícula, Pompidou entró en el apartamento presidencial de De Gaulle y se encontró a este completamente desnudo. «¡Mon dieu!» (¡Dios mío!), exclamó. Y De Gaulle le contestó: «En la intimidad puede llamarme 'mi general'».