1977/2024 , December 19

Artefaktua

'Egin' se adentra en un club de striptease: «El que piense que es fácil, que lo intente»

El 19 de diciembre de 1997, el periodista J.J. Arteta firmaba en la revista 'Gaztegin', suplemento de 'Egin', una crónica basada en la entrevista que mantuvo con dos trabajadoras de un club de striptease de Bilbo, Sandy Gold y Salima.

Salima y Sandy Gold, las trabajadoras de un local de streptease de Bilbo entrevistadas por 'Egin'.
Salima y Sandy Gold, las trabajadoras de un local de streptease de Bilbo entrevistadas por 'Egin'. (ARTEFAKTUA)

1997. Un periodista de 'Egin' entra a un club de striptease de Bilbo para publicar una crónica después. Fue una idea de 'Gaztegin', el suplemento dirigido a los jóvenes que publicaba el periódico. ¿Qué podría salir mal? En realidad, de un modo más o menos acertado, el artículo acercó a las lectoras el testimonio de dos profesionales de un sector machacado por los estereotipos y abandonado del plano mediático, al menos desde un punto de vista serio. Con Artefaktua, recuperamos el texto completo firmado por J.J. Arteta:

Es otro desnudo

J.J. ARTETA

Los que tengáis mejor memoria recordaréis que, no hace mucho, nos dimos una vuelta por un club de striptease. Quizá os suene también que en aquella ocasión nos guardamos en la recámara una entrevista con las profesionales del asunto, cuyo contenido prometimos revelaros en el futuro. Futuro que ya es presente, y que viene trayendo bajo el brazo lo que os anticipamos en su día.

Primera página del artículo publicado en ‘Egin’.
Primera página del artículo publicado en 'Gaztegin'.

Simpatía a raudales, la cabeza sobre los hombros y ni un ápice de hipocresía. Además, guapísimas, pero eso ya se les suponía. Son Sandy, de apellido Gold, la rubia, y Salima, a secas, la morena, de profesión strippers, palabra en la que quieren hacer hincapié: «Todo el mundo sabe –explica en tono reivindicativo Salima– qué es un sexi-boy (mucho más tras el éxito obtenido por la película 'Full Monty'), pero parece que no se quieren enterar de que las chicas también tenemos un nombre genérico». Por cierto, el paréntesis es mío. De hecho, cuando se hizo esta entrevista, la película no estaba aún en cartelera.

Pues bueno, strippers. Con ellas me hallo, a eso de las dos de la madrugada, en un reservado del club en el que actualmente interpretan su arte (arte, sí; no concibo otra definición después de haberlas visto actuar), espacio amablemente cedido por aquel para el desarrollo de otro mundo, no sé si integral, que eso dependerá de lo que quieran contarme, pero, en todo caso, interesante. El desnudo de sus vidas, de todo lo que rodea al cotidiano despelote con el que se ganan los garbanzos.

Varios años las separan en edad, y algunos más en experiencia sobre la tabla. Vayamos por partes: Salima –¿habrá que decir que no son los nombres auténticos?– cuenta veinticuatro años, uno y medio aproximadamente dedicándose a su actual ocupación. La trayectoria de Sandy, pasada ya la treintena, es más dilatada; casi tres lustros lleva esta mujer haciendo algo en un escenario, desde simplemente cantar hasta porno en vivo, pasando por lo que hace ahora. Lo del porno lo certifica más tarde, cuando ya la entrevista ha derivado en agradable charla, mostrándome unas elocuentes fotos en las que aparece en plena acción.

Tras las presentaciones, entramos en materia. ¿Qué se siente al desnudarse en público, se pasa vergüenza, o qué? Salima, que es más nueva, parece la más indicada para responder: «Casi todo el mundo que se dedica al espectáculo tiene vergüenza de sentirse observado, pero con la concentración se olvida. Además, con la luz de los focos no se ve al público». Sin embargo, admite que la primera vez lo pasó fatal. Al igual que Sandy, aunque, en su caso, el recuerdo es bastante más lejano.

«La gente piensa que aquí nos ponemos en pelotas, nos miran, nos pagan y a casa. Y no, no es eso, actuamos todas las noches, excepto las de los domingos»

El caso es que el rubor, cuando se da, no proviene del hecho de desnudarse, sino del de actuar, sin más. Y es que Sandy y Salima no creen que la gente que viene a verles venga solo a mirarles (si bien en algunos casos, como se verá más adelante, sí). «La gente viene a divertirse, a desinhibirse...», y en cierto modo, añaden, a engrandecerse. «Imagínate –explica Salima–, tú estás en un sitio y una mujer se desnuda para ti. Eso tiene que hacerte sentir algo. ¿A ti no te gusta que una mujer se desnude para ti?» Pues hombre, ya que me lo preguntas...

Conectar con el espectador

Es trabajo duro el suyo, afirman. «La gente piensa que aquí nos ponemos en pelotas, nos miran, nos pagan y a casa. Y no, no es eso, actuamos todas las noches, excepto las de los domingos. El que piense que es fácil, que lo intente», dice Salima, que se revela como la más protestona de las dos. Tiene su importancia, según dicen, la actitud del respetable, del cual parece ser hay dos clases: el que acude a ver y aplaudir la actuación de una artista y el que va a hacer el ganso, por no decir algo peor. Sea del tipo que sea, la comunión que se da entre la stripper y el público es mayor que en otro tipo de espectáculos, por la participación directa de este en el fregado.

De eso, de cuando el espectador pasa a convertirse en parte integrante del número, surgen las primeras anécdotas de un inacabable repertorio, gestado en buena parte en la época en la que Sandy trabajaba en Portugal. «Es que allí son más atrevidos –recuerda–; Bilbao es todavía un pueblo grande en cuanto a mentalidad, pero allí...». Pero allí le sucedió a esta rubia platino, en una despedida de soltero múltiple, que uno de los cuatro novios a los que había desnudado sobre la tabla, despertada su virilidad por mor de los sucesivos roces, le espetó al terminar el baile: «Y ahora, ¿qué? ¿No hay que hacer nada más?». Y al recibir un no como respuesta, preguntó: «Y ahora, ¿cómo voy yo así a casa? ¡Que me he puesto en condiciones!», «pues tú te has arreglado, majo». Y de esas, muchas más.

Ser stripper requiere ciertas dosis de discreción, «sobre todo en ambientes como el de aquí, en el que la gente se conoce mucho, y hay empresarios, abogados, gente del mundo de la política, de pasta...»

Pero la osadía lusa poco o nada tiene en común con la frialdad del botxo. «Aquí, antes de sacar a alguien al escenario, se le explica en qué consiste el número que vamos a hacer. «A veces –continúa Sandy– el novio no quiere salir porque es muy tímido. Entonces, algún amigo suyo, más atrevido, se ofrece a hacerlo de su parte». Lo que importa es que haya feed-back. Tiene un número Sandy (por cierto, se los inventa ella misma) muy apropiado para esos menesteres, que interpreta al son de 'I want your sex', de George Michael. «Me meto entre la gente y a todo hombre que veo, le meto mano. Es más fácil, porque manteniéndose entre el público, no se sienten tan cohibidos como en el escenario». Eso sí, añade la mencionada, hay que tener cuidado por si hay parejas, «no sea que le meta la mano al chico y la chica me dé una hostia».

Las habladurías y los acosos

Ser stripper requiere ciertas dosis de discreción, «sobre todo en ambientes como el de aquí, en el que la gente se conoce mucho, y hay empresarios, abogados, gente del mundo de la política, de pasta...». Dice Sandy que hay que ser «como un cura cuando le va alguien al confesatorio» [sic]. En cambio, a ellas no se las mide por el mismo rasero. Es creencia generalizada, se quejan, que porque su trabajo consiste en ponerse en bolas ante un auditorio, tienen el desvestirse, y lo demás, fácil. Y de eso nada o, al menos, nada del otro mundo. «A nosotras –el turno ahora es de Salima– nos pasa un poco como al pastelero, que nunca desayuna pasteles. Acabas harta de las relaciones».

Dice Sandy que también se confunden algunas cosas enseguida. «Yo, por ejemplo –confiesa–, soy muy cariñosa y dada a tratar con mimo a mis amigos. Y rápidamente, todo el mundo empieza a murmurar, que si se lo quiere llevar al huerto, que si esto, que si lo otro. Precisamente, si alguien me gusta y me lo quiero llevar a la cama, no lo voy a demostrar delante de todos». «Eso que quede claro también –apostilla Salima–, que a nosotras también nos gustan los tíos buenos». Bueno, pues que conste en acta.

Les gustan los tíos buenos, pero no los pesados. Y de esos no les faltan. Salima cuenta que las proposiciones de encamamiento, más o menos veladas, están a la orden del día. «Acabas la actuación, vas a la barra a tomar algo, y se te acerca uno, incluso ofreciéndote dinero. La gente sigue mezclando unas cosas con otras y algunos todavía no se han enterado de que aquí tan solo se viene a ver un espectáculo erótico». Mientras esto me dice, una pareja, que en la vida real es matrimonio, hace porno en vivo para la menguada concurrencia de este jueves gris. No he podido hablar con ellos porque tienen problemas con la familia, a causa de su trabajo. ¿Y nuestras contertulias? «Mi madre me apoya mucho porque sabe que hago lo que me gusta», responde Salima. A Sandy también. Las dos son de las que tienen suerte en el sector. Hasta suelen venir a verlas actuar sus hermanas, hermanos y demás.

La entrevista, más bien conversación, transcurre plácidamente. A ratos, se ponen a charlar entre ellas, a recordar cosas del pasado reciente que han vivido juntas o del menos reciente, cada una el suyo. Poco a poco, la amenaza del madrugón que se me avecina se va difuminando en la conciencia. Y es que se está a gusto. Pero todo tiene un final. Me despido entre besos, «¿no quieres que te invitemos a otra?», ya nos veremos. Y pienso que, probablemente, volveré.