Hace años fue una gasolinera, hoy, una pequeña plaza en el centro de la ciudad. El comercio local ha sido sustituido por un supermercado, por clínicas dentales o de estética, locales de tiendas que cerraron hace tiempo y por inmobiliarias que ofrecen pisos luminosos, habitados por familias felices y jóvenes hipotecados. De los bares solo queda el recuerdo. Un grupo de riders y una hamburguesería ponen cara a la burbuja urbana del consumo individualista en una noche de invierno. Y allí están ellos, entre mantas, tendidos en los bancos o bajo el dintel de algún portal. Diría que viven allí, en la plaza. Les veo cada mañana y cada noche y pienso que para el ir y venir de la gente solo son visibles cuando acude la ambulancia o la policía municipal se detiene para identificarles. El resto del tiempo no existen. En Gasteiz, según datos del Ayuntamiento, se han contabilizado 7.800 viviendas vacías, sin embargo, más de 200 personas subsisten en la calle y, muchos, lo hacen después de recorrer un camino de exclusión que comenzó con un desahucio y continuó con la dificultad económica para alquilar una vivienda. Miro a mi alrededor y veo una ciudad en una noche de lluvia, sumergida en la indiferencia emocional, social e institucional de ese neoliberalismo que se ve, pero del que ya no hablamos.