Cualquier muerte violenta es terrible. Pero hay muertes que lo son más, porque cuando se analizan existe la duda de si se podrían haber evitado. El jueves, en una residencia del grupo IMQ, un residente de 68 años mató a una compañera de 94. Y aunque en un principio la dirección, en una carta a los familiares de los usuarios, no dijo nada, este hombre, en 1987, mató a su padre y cumplió condena de reclusión en varios hospitales psiquiátricos. Esther ha sido sobre todo víctima de un sistema de gestión miserable. Hace tiempo que las residencias de mayores se han convertido en un floreciente negocio privado donde el objetivo principal es sacar la máxima rentabilidad, lo que se traduce en grandes carencias en el cuidado de los mayores a su cargo. En un hecho tan lamentable como este, las condolencias mediáticas de la empresa o de las instituciones que delegan sus responsabilidades sociales en empresas con pocos escrúpulos, son de un cinismo insultante. Deberían de aclarar si este hombre recibía el tratamiento médico adecuado. Y después, si la residencia dispone del personal necesario para atender a unas 90 personas. También deberían explicar por qué el antiguo director de residencias de IMQ ocupa ahora el mismo cargo, pero… en el departamento de Políticas Sociales de la Diputación de Araba.