El inicio del verano ha sido inusualmente activo en el ámbito político europeo, marcado especialmente por las citas electorales en el Estado francés y en Gran Bretaña. Con todos los matices que se quiera, el resultado de ambas consultas ha supuesto un poco disimulado alivio en los grandes centros de decisión del Viejo Continente. De especial relevancia fue la segunda ronda gala, en la que la ultraderecha de Le Pen sufrió una tan rotunda como inesperada derrota gracias seguramente a la estrategia conjunta del frente de izquierdas y el partido de Macron. En Bruselas, el recuento de votos de la primera vuelta había encendido todas las alarmas. Un hipotético gobierno de Agrupación Nacional hubiera supuesto un nuevo impulso al euroescepticismo que ya campea en la Hungría de Orban, y que aboga por recuperar cotas de poder por parte de los estados en detrimento de las políticas comunes. Sin la cooperación activa del Estado francés, la integración europea hubiera sufrido un serio golpe en su linea de flotación: la cohesión. En términos económicos, las políticas proteccionistas de la ultraderecha amenazan seriamente el mercado único europeo y los acuerdos de libre comercio.

También en Gran Bretaña las urnas han girado. No hacia la izquierda, eso sería mucho decir, pero sí contra la derecha. Detrás de la victoria del laborismo está, pocas dudan caben, el rechazo a las políticas que han dejado la economía británica en una situación de preocupante debilidad, la protesta por el agotamiento del sector público y el fracaso del brexit como prometido motor de recuperación.
 
De momento, los temores de la derechización inminente en Europa parecen haberse diluido, pero las alarmas deben permanecer operativas. En Grecia, el primer día de julio entró en vigor, con el rechazo de los sindicatos y el aplauso de los empresarios, la nueva reforma laboral que aprueba la semana laboral de 48 horas y seis días semanales.

Todavía queda mucho que hacer, y el camino es el elegido por el Nuevo Frente Popular.