Esta pasada semana Bruno Retailleau invitó a Nicolas Sarkozy a comer en el que fuera el ministerio desde el que despegó políticamente hasta alcanzar la cumbre del Elíseo, antes de defenestrarse políticamente tras ser acusado a tres años de prisión por delitos de corrupción y tráfico de influencias. Tras el encuentro, el ex presidente salió en defensa del que fuera su pupilo, criticado a causa de sus últimas declaraciones en las que mezcló inmigración con delitos, defendiendo que el Estado de derecho, ese sistema asentado sobre los derechos fundamentales, la separación de poderes, el principio de legalidad y la protección judicial frente al uso arbitrario del poder, “no es ni intocable ni sagrado”. A juicio de Sarkozy, cuyo padre llegó desde Hungría hace ahora 80 años, Retailleau “tiene razón priorizando la firmeza frente a la humanidad”, porque la llegada de foráneos, especialmente los de piel tostada, “es un problema”. También le parece un problema, incluso le resulta “escandaloso” que se diga que Marine Le Pen no pertenece al arco republicano. Y quien crea que la dirigente del RN agradece al ex presidente estas palabras se equivoca, porque lo que está sucediendo ahora mismo es lo que el propio Sarkozy llevó a cabo desde que puso su pie en el ministerio de Interior en 2002: comerle la tostada a la ultraderecha. Eso sí, a costa de todo sentido de humanidad.