La muerte en noviembre de 15 viajeros tras desplomarse la marquesina de la recién remodelada estación de Novi Sad ha provocado la mayor revuelta estudiantil en Serbia desde 1968.
Las protestas, a las que se han adherido sindicatos y grupos opositores, han forzado la destitución del primer ministro, Milos Vucevic, después de que un grupo de matones del partido gubernamental panserbio SNS, cual escuadra fascista, reventara a bastonazos una concentración de estudiantes en una de sus sedes.
Vucevic fue alcalde de Novi Sad, capital de la Vojvodina, enclave del norte del país donde reside una minoría húngara. Pero los protestantes están lejos de ver satisfechas sus demandas con la cabeza del primer ministro. Su lucha es contra la corrupción y quien la personifica, el presidente Aleksandar Vucic.
No en vano su hermano es el propietario de la empresa encargada de las obras de la estación que, todo apunta, fueron adjudicadas a dedo, y aceleraron su finalización por presiones políticas y sin la debida supervisión.
Vucic se niega a publicar los documentos de las obras y amaga con convocar elecciones, sabedor de que, con el control de los medios, la corrupción rampante y el apoyo de sectores nostálgicos de la «Gran Serbia» que nunca fue, puede ganarlas una y otra vez.
Ahí está el nudo gordiano de la cuestión. La corrupción, una gangrena en los Balcanes, dirige los destinos de Serbia desde la era del finado Milosevic.
Convendría que los que allí y aquí aún reivindican su figura vieran la serie “El caso Sabre” (Filmin) sobre el magnicidio del primer ministro serbio Zoran Dindic. Entenderían la Serbia de hoy y les saldrían unas canas.