Dicen que es fundamental saber escuchar. Es una de las cosas que debe aprender toda persona que se tenga a sí misma por progresista. Es una virtud cívica y nadie nace con ella bajo el brazo. Las virtudes cívicas son la base de la vida democrática. Escuchar es una virtud cívica básica porque la sociedad ideal no funciona como es debido si la ciudadanía no discute. Y, para poder discutir, hay que saber escuchar.De hecho, se afirma que debatir es un arte democrático. Ser capaz de entender la preocupación de otra persona y saber utilizar la discusión no para descalificarla o menospreciarla, sino para buscar posibles puntos de encuentro es algo intrínseco a la democracia. Hay quien va más allá, incluso. A veces, dicen, el acuerdo absoluto es imposible, por ejemplo, en torno a algunas creencias religiosas o identitarias. Y es un ejercicio democrático aceptar la opacidad (parcial) de algunas creencias: solo cabe respetarlas, aunque no lleguemos a entenderlas totalmente.Por eso, la búsqueda obsesiva de la homogeneidad en los sentimientos o en el pensamiento no ayuda al fortalecimiento de la democracia, que hoy en día vemos cada vez más en peligro. Y no solo por los cambios en la aritmética de la representación política. Eso es solo la punta del iceberg. El ultraconservadurismo se alimenta del miedo a la diferencia y de la nostalgia por el pasado. Y, al mismo tiempo, es el voto de la alerta, el pesimismo y la desconfianza hacia la gestión progresista del futuro. Y no siempre nace del temor a perder privilegios, como tendemos a pensar en la izquierda. De hecho, en muchos países este tipo de voto se concentra en las zonas menos privilegiadas económicamente. El crecimiento del ultraconservadurismo, más allá de la política de pactos institucionales, nos debería interpelar sobre qué tipo de valores ciudadanos y discursos sociopolíticos estamos promoviendo. ¿Realmente contribuyen al fortalecimiento de la democracia? Lo que está sucediendo en Europa da qué pensar.