Aquí no tenemos wifi. Hablen entre ustedes». He visto ese mismo cartel este año en un chiringuito de playa y en un bar de un pueblo perdido entre montañas. La primera vez me hizo reír. La segunda me dio qué pensar. No comparto esa leyenda urbana que afirma que desde que existen los teléfonos móviles la gente habla menos entre sí. Miremos a nuestro alrededor. ¿En cuántas familias se considera sagrado realizar por lo menos una comida al día en la que estén presentes todos los miembros, solo para poder hablar? Todavía en muchas casas se come o se cena con la televisión encendida. No me parece un buen ambiente para la conversación, la verdad. Y si hablamos de los amigos, un poco más de lo mismo. Los bares llenos de ruido, con dos pantallas de televisión encendidas, tampoco son el sitio ideal para establecer una conversación más o menos sosegada. Y si nos retrotraemos en el tiempo, cuando yo era pequeña estaba casi prohibido hablar a la hora de comer. Y no había móviles.
El cartel puede ser una simple anécdota, pero creo que responde, además de a un prejuicio, al temor a lo desconocido. Y entiendo la preocupación de los padres y madres por el posible mal uso del teléfono en la adolescencia. Quiero pensar que son personas responsables y no solamente miedosas. De hecho, un buen ambiente familiar me parece el mejor antídoto contra este problema. Pero en mi generación, lo que sentimos ante un móvil solo es miedo, bastante irracional, que normalmente nace de la simple ignorancia. Y no somos conscientes de hasta qué punto dominar mínimamente el uso de Internet genera una increíble autonomía, precisamente la que se va perdiendo con la edad. Saber usar un GPS, hacer un check-in para viajar, reservar un hotel, gestionar tus ingresos online o usar aplicaciones para hacer amistades nuevas... todo eso empodera a la gente mayor y sobre todo a las mujeres. Una cosa es el control de la tecnología y otra es caer en la tecnofobia. La tecnofobia nos hace más dependientes.