Igor Fernández

Dejar que pase

Hay una sensación peculiar que, quien más quien menos, ha sentido alguna vez. Es esa asociada a la idea de que, cuando estamos preparados para que algo pase, esto puede suceder y no antes. Quizá un trabajo nuevo no surge hasta que hemos pensado en cambiar el que tenemos; o no llega la pareja idónea hasta que hemos dejado de buscarla; cosas así. Estas coincidencias nos extrañan por lo aparentemente fortuito de las mismas. Incluso podemos crear una especie de superstición, como si lo que nos sucede tuviera que ver con algo ‘escrito’, en lugar de con un devenir casual de los acontecimientos.

Lo cierto es que nuestra relación con la realidad tiene un componente inconsciente mucho mayor del que creemos. No todo lo que aprendemos de lo que nos rodea pasa por poder pensar en ello o planificarlo y es que, si tuviéramos que pensarlo absolutamente todo, no podríamos ni dar un paso. Corremos pensando en el autobús y no en los obstáculos que vamos sorteando, conducimos mientras charlamos con el copiloto, o tensamos los músculos mientras estamos en una discusión tensa que aún no ha estallado. Todas estas escenas son solo algunos ejemplos pero, en las cosas más importantes como las que describíamos más arriba, solo cuando estamos preparados para ver, vemos. ¿Significa eso que no teníamos antes la oportunidad de encontrar un nuevo trabajo o una nueva pareja? Probablemente no; solo que nuestra atención estaba colocada en otro lugar, o nuestros ‘filtros’ afinados de tal modo que dejaban pasar solo un determinado tipo de datos y no otros. Y es que, no siempre estamos preparados para poseer aquello que deseamos idealmente. Los deseos son proyecciones de uno mismo hacia adelante, una suerte de utopía personal que requiere un recorrido, desde quienes somos hoy hasta ese ideal al que aspiramos.

Evidentemente, en el camino cambiaremos de dirección unas cuantas veces, hasta darnos cuenta de que ese ideal, para convertirse en algo real, debe dialogar con nuestras sombras, limitaciones y defectos; con esas cualidades que también nos definen, y bajan todo a tierra. Hasta que la vida, o la terapia, o el autoanálisis no desmonten según qué decisiones que han servido pero que limitan, es difícil acercarse a ese ‘ideal’. Por ejemplo, hasta que uno no atraviesa, por ejemplo, la conclusión de no tener valor excesivo como persona –lo que algunos llaman baja autoestima–, es difícil encontrarse con alguien cuya valoración realmente nos llegue, nos nutra y nos conecte con ese ideal al que aspiramos –en este ejemplo–-: ser alguien con valor. O hasta que no notemos que podemos trabajar fuera de nuestro campo inicial de formación y que la fuerza de movernos está en nosotros, será difícil que un trabajo diferente y estimulante se nos presente como una opción real que agarrar, en la que involucrarse y realmente pelear por lograr; al fin y al cabo, antes, salir de lo establecido laboralmente, era algo impensable. Es decir: de alguna manera, antes de que nos llegue, tenemos que estar abiertos a ello.

También a veces sucede que el esfuerzo por conseguir algo deseado es tan grande que el encuentro real con eso se fuerza y se malogra. Y es que, no todo lo puede nuestra voluntad; en particular cuando lo que queremos incluye a otras personas. Entonces, lo que queremos lograr dependerá de nuestra flexibilidad, nuestra capacidad de empatía, nuestra asertividad, nuestra sensibilidad, y sí, también nuestra determinación a la hora de comunicar lo que necesitamos y queremos. Y, si luego hay algo de suerte, nos encontraremos en un escenario que provoca nervios, no certezas.

El escenario del cambio, del crecimiento, en un primer momento no es un escenario de respuestas que cierran la inquietud, sino de preguntas que se abren, y, si aún no estamos preparados, dicho escenario generará tanta inquietud que recularemos, volveremos a las viejas respuestas. Y es que, el futuro hay que crearlo desde la incertidumbre de que el presente ya no nos vale.