Igor Fernández
Psicólogo

La expresión de cada uno

Esperamos en la cola de una institución en la que tenemos que hacer algún trámite. Si no nos agobia la prisa podríamos distinguir toda una pasarela de personalidades, de peculiaridades, necesidades, dificultades o estilos de vida. Hace falta fijarse un poco, detener los caballos de la mente centrada en sí para observar sin ruido; y entonces nos damos cuenta de que todo expresa, todo lo que las otras personas hacen, expresa parte de su individualidad; entre otras cosas, porque es imposible no hacerlo.

Desde que salimos por la puerta de casa estamos comunicando al mundo aspectos más o menos íntimos de nosotros mismos, de nosotras mismas. La elección de la ropa, el perfume o el maquillaje o su ausencia; nuestros movimientos más o menos rápidos, nuestra dirección, nuestra forma de mirar y tensión muscular comunican a otros parte de nuestro estado interno. Si, además, hablamos, en el lenguaje se esconde –a todas luces a veces– la historia entera que nos ha hecho llegar a donde estamos, e incluso con aquello que callamos estamos mostrándonos. Y parte del objetivo de mostrarnos es cubrir alguna de nuestras necesidades a través de las otras personas. Puede que nadie se plantee abiertamente lo que quiere que otros piensen de él o ella cuando otros miren, pero todos deseamos tener un impacto particular ya de inicio.

En el trabajo hacemos una serie de movimientos, usamos expresiones faciales determinadas o gestos, según la ‘cultura’ de ese lugar, según los protocolos informales o el ‘cómo nos tratamos aquí’. Todo lo que se sale de la uniformidad, entonces expresa una necesidad propia, individual, mientras que actuar la uniformidad a conciencia expresa algo así como ‘no quiero ser señalado por distinto’ o ‘quiero pertenecer a esto’. En cualquier obra de ficción, conocemos a los personajes a través de sus decisiones cuando están ante una encrucijada; de hecho, los guionistas y escritores se esmeran en que los dilemas sean grandes para que las apuestas que tengan que hacer los protagonistas también tengan que ser arriesgadas para ellos y así evidenciar su mundo interno a los espectadores o lectores.

Cuando nos expresamos, también nos jugamos algo: nos jugamos cubrir o no esas necesidades de las que hablábamos más arriba pero, particularmente, que nos vean, quedar en evidencia. De este lado de la expresión estamos nosotros, nosotras, emitiendo nuestra individualidad única y por tanto vulnerables, pero del otro están ellos o ellas (que somos nosotros y nosotras en otros momentos), y reaccionan. Reaccionan con su interés, su indiferencia; con su acercamiento o alejamiento; con su valoración o con su crítica.

Y cuando nos expresamos conscientemente, con un objetivo, la reacción de los otros es algo quizá más controlado, por ser todo el proceso más pensado y por tanto predecible; pero cuando mostramos nuestras búsquedas (por ejemplo estéticas o de género en los adolescentes), nuestras aspiraciones (a través de nuestros proyectos personales) o nuestros sueños o deseos (invirtiendo en nuestras aficiones), la cosa es más delicada, lo que mostramos es más íntimo y, si no nos protegemos un poco, más propenso a tener un impacto más inesperado, mayor incomprensión o sorpresa; no necesariamente porque en la mente del otro se instale inmediatamente la crítica (aunque algunas personas sí resuelven su incertidumbre o confusión criticando aquello que les ha impactado), sino porque, simplemente, la expresión está llena de símbolos que no tienen un lugar interno comprensible para ellos.

Nos expresamos todo el tiempo, lo hacemos consciente o inconscientemente, pero las herramientas que usamos para hacerlo son símbolos, que hemos aprendido en algún momento a lo largo de nuestra historia. Símbolos que a veces pretendemos que otros compartan, sin haber compartido la historia.