Igor Fernández
Psicólogo

Encuentro en la distancia

Hay circunstancias de vida para las cuales son necesarias dos mentes. En otras palabras, muchas de las experiencias que tenemos, si no la mayoría de ellas, de algún modo precisan de otros para su digestión, comprensión o integración; aunque no necesariamente en nuestro mismo lado de la experiencia. En ocasiones pensamos que sentirnos comprendidos, entendidos, es lo mismo que percibir que el otro está de acuerdo con nosotros, con nosotras; siente lo mismo, o tiene las mismas prioridades.

En tiempos en los que los discursos, las narraciones tanto personales como públicas, tienen que competir en impacto con tantas otras, parece que no es tan sencillo estar seguros de que la atención del otro va a mantenerse durante el tiempo suficiente o con la intensidad que anticipamos que necesitamos. En esos casos, hay cierta ansiedad al tratar de hacer llegar lo que nos importa a nuestros interlocutores, y llegamos incluso a intensificar los relatos con tal de impactar, y nos inquieta la disensión. Sin embargo, ser entendidos o tenidos en cuenta no necesariamente es lo mismo que ver que el otro haría, pensaría o sentiría lo mismo que nosotros.

Ser conscientes de las necesidades de otras personas no significa tener que cubrirlas; o, reconocer el razonamiento lógico de un aprendizaje no implica que uno o una tenga que aprender lo mismo de una determinada experiencia. Y es que, si hay algo imprescindible para sentirnos entendidos y tenidos en cuenta, eso es la presencia de alguien diferente a nosotros, a nosotras. ‘Diferente’ es la palabra clave. Y es que, del mismo modo en que para bailar necesitamos que la otra persona sea justo eso, otra, una con la que nos entendamos, pero que traiga otra energía, otro vigor distinto pero compatible; para sentirnos comprendidos íntimamente, necesitamos algo similar de la otra persona.

Cuando nos abrimos a otras personas con algún asunto íntimo y, por tanto, vulnerable, inmediatamente abrimos con esta un canal por el que fluyen, en ambos sentidos ahora, multitud de señales y reacciones sobre la relación en términos generales, sobre lo que cada cual siente ante el otro, y ante el tema en cuestión. Y quizá esta distinción es relevante: por un lado, necesitamos sentir que la relación es suficientemente segura y estable como para resistir la intensidad de lo que queramos transmitir, pero también como para que la disensión no la ponga en peligro.

Por otro lado, el sentir de ese preciso instante debe ser ‘compatible’, como decíamos más arriba, en cuanto a que las emociones de cada cual deben dejar paso por ese canal al otro, sin atascarlo con la propia emoción exclusivamente, sin que esta lo monopolice todo y el otro desaparezca. Para que esto se dé, tanto uno como otro deben estar dispuestos a ‘ceder el paso’ en ese canal abierto, a relegar la propia emoción a un segundo puesto en un momento dado para hacerle hueco al otro, quien tiene una experiencia distinta. Incluso para pedir ayuda, uno necesita tener en cuenta a la otra persona. Al fin y al cabo, no deja de ser una relación aunque haya una persona más dispuesta a ceder el paso en un momento determinado a su interlocutor, que ahora parece necesitar más.

Si el canal –la relación– y el tráfico –la alternancia– están asegurados, entonces la tercera parte, el tema en cuestión, puede ser tratado en un encuentro, lo suficientemente sintónico como para estar seguros, pero lo suficientemente variable como para que el careo aporte algo nuevo a la visión inicial y única de quien pide ayuda, consejo o compañía. Y es que, cuando compartimos algo que nos cuesta, estamos buscando una salida, un movimiento, y este no se puede dar si quien nos escucha, lo hace sin moverse del lugar en el que le pedimos o esperamos que se quede. Cierta distancia es imprescindible para que se dé un encuentro: y tengo que ir desde donde estoy y tú desde donde estás, a un tercer lugar, nuevo, que nos sirva para avanzar.