Iglesias rupestres del Alto Ebro: la fe que horada rocas
Entre Cervera de Pisuerga y Nabaridas. Desde el eremitorio de San Vicente de Vado y su veintena de tumbas antropomorfas, en Palencia, hasta la necrópolis de Santa Eulalia, en Araba. Son 200 kilómetros largos salpicados con más de cincuenta iglesias y eremitorios y más de un centenar de necrópolis.
La fe en dios ha regado la historia y el espacio con rincones de ocultas santidades, creando algunos paisajes tan fascinantes como desconocidos. Es lo que ocurre con los templos paleocristianos que pueblan el norte de la Iberia, y que habitan las soledades mesetarias, los campos de cereal, bosques de viejos troncos y valles de riscos pelados. Todo un muestrario de iglesias y eremitorios excavados en roca junto a las necrópolis donde se enterraba a los muertos.
No puedo evitarlo. Ni quiero. Cada vez que entro en las entrañas de uno de los templos y conjuntos rupestres que pueblan el discurrir de un Ebro aún juvenil, suenan en mi interior las notas de la primera estrofa del Himno a San Juan Bautista. Ut queant laxis, resonare fibris, mira gestorum, famuli tuorum, solve pollute, labii reatum, Sancte Ioannes. Según se supone, fue escrito por Pablo el Diácono, quien quizás lo compusiera para ser entonado en la abadía de Montecasino donde murió a finales del s. VIII.
No es casual que acuda a mi recuerdo precisamente este cántico. No en vano, es uno de los más significados en la historia de la música. De él se sirvió Guido de Arezzo en el s. XI para dar nombre a las notas musicales, extraIdas de las primeras sílabas de cada verso: ut, re, mi, fa, sol, la. El sí, excluido por la disonancia en forma de tritono que se producía entre este y el fa, no fue recuperado hasta el s. XVI por Anselmo de Flandes tomando la S de Sancte y la I de Ioanes; y el do no sustituirá al ut hasta el s. XVII, cuando Giovanni Battista Doni decidió que el inicio de su apellido era más amable para solfear.
Pero eso es otra historia. Lo que realmente me lleva a casi tocar el tetagrama de su notación es imaginar cómo deben sonar sus ecos profundos –lírica de un cristianismo incipiente en estos pagos–, modulados por un coro de monjes eremitas. Voces monofónicas entre espacios de piedra, recogidos e íntimos, robados a la tierra y detenidos en el tiempo, donde el canto gregoriano se antoja un espejismo de fe incluso para un ateo.
La llegada de la cruz
Estamos en una amplia región que, desde el valle cántabro de Valderredible, se extiende sobre los campos del norte de Palencia y Burgos hasta donde las aguas del Hiberus flumen bañan riberas alavesas. Y nos situamos a finales de la Alta Edad Media a partir del s. VIII, momento de inflexión en la cristianización de estos pueblos. El cristianismo había avanzado desde oriente por el imperio de los augustos en una carrera lenta, pero constante, que duró cuatro siglos, hasta que el emperador Teodosio la declaró única religión oficial.
Pero no fue un avance homogéneo. Algunos rincones permanecían en los márgenes dominados aún por las creencias propias, como era el caso de la zona vasco-cántabra. Desde probablemente el s. V sea una realidad la incursión de la cruz por estas lindes, pero no será hasta el VIII cuando comience a tener una presencia significativa. Y una de sus manifestaciones va a ser en forma de monjes y pequeñas comunidades de eremitas, anacoretas que eligen lugares retirados para practicar su credo huyendo, en ocasiones, de la presión que supone la invasión musulmana de la península.
Aunque en rigor no puede hablarse de cristianismo primitivo, sí es cierto que se trata de una penetración tardía en nuestro ámbito cuyas primeras representaciones muestran un cierto grado de arcaísmo. Esto se ve perfectamente en las construcciones que realizaron estos primeros cristianos. Son eremitorios e iglesias rupestres, es decir, excavadas en la roca y muchas veces auténticos hipogeos, que forman un extenso conjunto de templos y habitaciones repartidas por doquier.
Aunque comienzan a realizarse en torno al s. VIII, se desarrollan casi hasta el s. XII como edificios prerrománicos y románicos influenciados por los estilos visigótico y mozárabe. Son variables en tamaño y complejidad, pero, aunque algunos tienen visos de monumentalidad, son pequeños y tienden a la sencillez, a la austeridad. Se llevan a cabo con recursos rudimentarios aprovechando riscos, salientes, frentes rocosos o grandes peñascos vaciados a golpe de cincel, normalmente en roca arenisca más fácil de trabajar.
Pueden ser únicos o estar formados por un pequeño grupo de elementos, tanto originales como añadidos posteriores tipo espadaña. Lo que sí es habitual es que lleven asociadas tumbas, bien dentro de los cubículos habitacionales y de oración o bien en los alrededores. Hay además, repartidas por todo el territorio, decenas de necrópolis altomedievales en enclaves cercanos, aprovechando lugares como pequeños promontorios rocosos.
Recorriendo el alto Ebro
Los dos extremos de nuestro recorrido se encuentran en el palentino Cervera de Pisuerga y el alavés Nabaridas. Entre ambos, haremos 200 kilómetros largos salpicados con más de cincuenta iglesias y eremitorios y más de un centenar de necrópolis. Vamos a pecar de subjetivismo pero, necesariamente, hay que elegir. Comenzamos en Cervera visitando el eremitorio de San Vicente de Vado (ss. VIII y XII) y su veintena de tumbas antropomorfas.
Se trata de una pequeña peña en forma de domo agujereada cual queso de gruyere en mitad de una campa. Su forma, localización y distribución, un tanto caótica, le dan un aspecto singular. Probablemente fuera eremitorio transformado posteriormente en ermita. También en Palencia, nos dirigimos a Olleros de Pisuerga, al sur de Aguilar de Campó, donde nos espera la preciosa iglesia de los Santos Justo y Pastor. Construida entre los ss. IX y X en una pared rocosa, se fue agrandado con el transcurrir de los años hasta convertirse en un templo hipogeo románico de dos naves, bóvedas de cañón y ábsides abovedados en cuarto de esfera. Todo ello coronado por una espadaña sobre el risco y complementado con un campanario exento.
De similar traza es Santa María de Valverde, ya en el Valderredible, datada en el s. X. Su alta espadaña románica enseña los restos de una escalera de caracol que antaño subía hasta sus vanos ojivales y de medio punto. A modo de campanario, se asienta sobre la roca que esconde la iglesia rupestre. Con dos naves de áspera factura forma un amplio espacio columnado por pilares cuadrados y circulares. También destaca su necrópolis asociada.
Más sencilla pero más enigmática es San Cipriano, en Cadalso. Su datación es problemática –entre los ss. VII y X–, y su fachada nos trae a la imaginación a un híbrido entre casa de brujas y bunker de la Guerra Civil. Bien diferente es la iglesia de Santo Acisclo y Sta. Victoria, en Arroyuelos. Es del siglo X y está labrada en un bloque de roca. Tiene dos niveles y su interior es inesperado, con naves, columnas y curvaturas donde sobresale sobre todo la de un arco de herradura de clara influencia mozárabe.
Apenas a 4 kilómetros, ya en Burgos, nos topamos con, a nuestro entender, la iglesia más bella del recorrido: San Miguel de Presillas. Con fecha en el siglo X, es un tesoro que se ha querido asociar al arte asturiano. Excavada en un mogote inmenso de arenisca bicolor, blanca y ocre, se enclava en mitad de un bosque de robles centenarios. Su fachada y su interior son sorprendentes y, salvando la distancia de las dimensiones, nos recuerda inevitablemente a Petra.
Sus dos niveles, rematados con una tribuna a la que se accede por una escalera labrada en la piedra, dan una sensación de gran amplitud vertical. Es un vacío perfectamente equilibrado con el espacio de sus tres naves, separadas por arcos de medio punto. A la belleza de su factura se suman las formas que la erosión –siempre caprichosas en este tipo de roca– ha ido dando a las columnas y a las paredes.
Junto a la iglesia se hizo un baptisterio con dos pilas bautismales. Y en los alrededores podemos ver numerosas covachas habitacionales, seguramente celdas, que nos hacen suponer se trataba de un conjunto monástico. También en Burgos no podemos dejar de ver el eremitorio montaraz de San Pedro de Argés, y la díada de Tartales de Cilla, formada por el eremitorio de San Pedro y las Cuevas de los Portugueses.
Y llegamos a Araba, a Gaubea. Seguimos el rastro del crismón en un rosario de perlas rupestres. Vamos a resaltar la mágica Cueva de Santiago de Pinedo con su aire inverosímil, y la solidez de los espacios robados al corazón pétreo de la Cueva de los Moros, en Corro.
Seguimos hacia levante hasta Trebiñu para disfrutar del alarde de las Gobas de Laño y Santokaria. Es uno de los mejores testimonios de cristianismo rupestre de la península y abarca desde el siglo IV hasta el IX, o al XI si incluimos la necrópolis. El marco paisajístico, precioso, se confabula con la historia para mostrarnos cuevas artificiales, esta vez en caliza, agrupando iglesias y habitaciones de formas geométricas diversas que incluso conservan viejas inscripciones. Y, como colofón, bien podemos acercarnos a las cuevas de Askana en Markinez o a la estupenda necrópolis de Santa Eulalia en Nabaridas.